Fernando Mires - SOBRE VIEJAS Y TUERTOS



No tiene por qué pedir disculpas a nadie.
José Mujica creyó que los micrófonos estaban cerrados y comentó a un amigo, así como hablamos todos cuando estamos entre amigos, que “esta vieja es peor que el tuerto....”. 

Suele suceder que cuando estamos entre los nuestros no hablamos demasiado bien de los otros. En cierto sentido podríamos decir que no hablar bien de los otros entre los nuestros es una prueba que damos a los nuestros de que ellos no son los otros, sino los nuestros. Hablar mal de los otros es entonces un signo inequívoco de nosotridad. Mala suerte entonces la del "Pepe".  Habló entre nos- otros sin saber que, además, estaba frente a los otros
Pues seamos sinceros. ¿Hablamos demasiado bien de los vecinos cuando estamos en nuestra casa? O a la inversa, ¿hablarán ellos de nosotros tan bien como quisiéramos creer cuando en la calle nos preguntan por nuestra salud, como si les importara algo más que un carajo? 
Cristina Fernández, si de verdad es una mujer política, no tiene ninguna razón para enojarse. Como política debe saber que el espacio público es sólo un lugar de representación; uno entre otros. Por esa misma razón José Mujica no habría hablado así si hubiera sabido que los micrófonos estaban abiertos. Él imaginó que estaba representando su vida de un modo privado
La representación, sea en el teatro, en el trabajo o en la política, implica un reaparición del ser que somos frente a los otros, de modo que, siguiendo a Aristóteles, la representación es una forma del ser en los otros, no una negación del ser. Por lo mismo, la vida, en todas sus esferas, es y será representación. “Lo que  representas, eso es lo que eres”: dijo Aristóteles (“Poética”). Quiso decir también: el ser es una representación permanente de sí mismo.
Cuando nos re-presentamos somos un ser en los otros, incluyendo en esos otros, a nuestros enemigos. En cierto sentido aparecer bien frente a los otros –y Cristina  siempre lo intenta- es un regalo que hacemos a los otros; y si no es una muestra de amor, es por lo menos una de respeto al prójimo. A la inversa, representarnos en la vida íntima del mismo modo como lo hacemos en la pública, sería un desacato a la intimidad. Intimidad es buscar esa mismisidad que sólo podemos alcanzar en los ojos de quien te ama como a sí misma(o).  
Puedo imaginar, por lo tanto, a Cristina Fernández tomando el té con una amiga diciendo de José Mujica: "Ese viejo gordo haría bien en peinarse por lo menos una vez al año". Y si Mujica se hubiera enterado, no tendría tampoco ningún motivo para enojarse; no sólo porque es cierto, sino sobre todo porque Cristina lo dijo en privado.
El problema entonces es cuando confundimos el lugar privado con el lugar público, o viceversa. Con ello se quiere decir: el ser de cada uno es siempre un ser en el estar. Luego, las formas de representación del ser, que son múltiples, dependen del estar, y el estar es siempre un estar situado en algún lugar. Reír en un velorio, o llorar en una fiesta son, evidentemente, actos fuera de lugar. El ser es, definitivamente, un- ser -en -un -lugar. 
Fue Platón quien hizo la diferencia entre tres dimensiones del ser: la del que creemos que somos, la del que ven los demás en uno y la del que de verdad somos. Nunca una dimensión puede ser igual a la otra. El ser en la vida es, por lo tanto, un ser limitado y, en consecuencia, sujeto a límites. El problema entonces no reside en la existencia de límites sino en su transgresión. Deducción que posee una importancia política fundamental. Tiene que ver con esa larga contradicción que se da entre el derecho a la diferencia y la pretensión de totalidad.
Los regímenes totalitarios son aquellos que no sólo transgreden los límites sino, además, intentan suprimirlos. En la magistral película alemana, "La Vida de los Otros", se deja ver, por ejemplo, como  los micrófonos instalados en los lugares más íntimos de los disidentes, más que  controlar al "enemigo interno", perseguían el propósito de apoderarse de la intimidad de cada ciudadano; de mostrar  incluso como el acto más íntimo de cada uno, el del amor compartido, podía llegar a ser visualizado por el ojo siniestro del poder total.
José Mujica al pensar que no estaba vigilado por micrófonos públicos hizo en cambio uso de su muy humano derecho a la intimidad. Si su habla íntima apareció en público -o dicho en lenguaje platónico: si su esencia se entremetió en su apariencia- fue solo un accidente. No tiene entonces por qué pedir disculpas a nadie. Ni siquiera al micrófono.