Las cortinas del templo
rasgadas con la muerte de Jesús pertenecen a esos pasajes casi cinematográficos
que nos regala la Biblia, escenas apoteósicas como la separación de las aguas
en el primer testamento, anuncios apocalípticos que nos anuncian la fragilidad
de este mundo frente al peso aplastante de la eternidad. Para sustentar tales
afirmaciones debo aclarar quizás que las cortinas rasgadas del templo judío a
la hora de la muerte de Jesús no eran cualquier tipo de cortinas.
No separaban esas cortinas,
así lo creía yo antes, a la luz de las tinieblas; ni a la noche del día, como
ocurre con las cortinas de nuestras casas. Esas, las del templo (4 centímetros
de espesor) separaban el recinto sagrado, es decir, el lugar simbólico de Dios,
del lugar de los fieles, los hombres de carne y hueso, quienes acudían a
realizar sacrificios, casi siempre matando animales, imaginando tal vez que
Dios es un ser sediento de sangre, como tantos humanos lo son.
Fueron, por así decirlo,
las cortinas interiores del templo las que según Mateo (27: 50-51) y
Lucas (23:45) aparecieron durante o después de la muerte de Jesús
rasgadas de arriba a abajo, o en dos partes (en ese punto los dos sinópticos no
están muy de acuerdo). Las del templo -y eso es lo importante- fueron sólo una
expresión simbólica material del desgarramiento de los templos interiores, los
del alma.
Cuando caen las cortinas,
rasgadas o no, termina una división: lo invisible se deja ver, del mismo modo
cuando los cuerpos comienzan a desnudarse para iniciar el acto del amor.
"Templar" (coger, tirar, follar) dicen los cubanos al amor del
cuerpo, sin saber la enormidad que dicen.
En el caso del templo de
Jerusalén, con la muerte de Jesús termina la separación -no tengo otra
alternativa de interpretación- entre el recinto de lo sagrado, al que sólo
podía visitar el Sumo Sacerdote una vez al año, con el de lo propiamente humano. O mejor dicho, ahí
finalizó la separación metafísica del templo eterno con el templo interior.
Jesús, Dios hecho hombre de acuerdo a la seductora poesía de su palabra, rompía con su muerte el pacto
metafísico que separaba al Padre del Hijo, o dicho en clave platónica: a lo
ascendente de lo descendente. Esa separación había sido guardada con celo y
respeto por los griegos y sus inaccesibles templos, y por los judíos a través
de las espesas cortinas que separaban al Dios de la Ley de sus fieles. Con
Jesús, con su muerte y resurección, la división entre el humano y el templo -en
sentido filosófico: entre el ser y el tiempo- llegaba a su término. Comenzaba
para los cristianos una nueva era. Cristo, dice Ratzinger, es el nuevo Adán de
la creación.
De ahí en adelante, con las
cortinas rasgadas, el tiempo eterno y el tiempo de los mortales no serían más dos
tiempos, sino sólo dos formas de ser de un mismo tiempo, el tiempo de Dios
(Agustín). La cortina, el velo, el mediador, ya no eran necesarios.
Con su muerte, Cristo no nos
convertía por cierto en dioses, pero abría la posibilidad de ser uno -en -Dios,
la celebración de un tú a tú tan intenso que, en el caso de la santidad, de la
mística, de la música, de la poesía y del amor (e incluso de la ciencia cuando
ésta busca la verdad) puede convertir, aunque sea por momentos, al dos -en -un
-uno.
El pueblo judío había
guardado con amor el misterio de Dios detrás de las cortinas de su sagrado
templo. Esa es “la deuda impagable” (Marléne Zarader) que la cristiandad ha contraído con su religión madre. Y como toda madre, la religión judía había protegido a
sus hijos de una revelación prematura, del mismo modo como en algunas
familias los niños son protegidos de
la verdad objetiva, de la sangre que chorrea en la televisión, de la sexualidad
dura, de la brutalidad de las calles.
No obstante, en algún
momento hay que rasgar las cortinas y la verdad debe ser sabida, aunque ella
sea insoportable.
Hay algunos que
incluso hemos elegido como profesión la de "rasgadores de cortinas", pagando por supuesto las consecuencias que tan
ingrata tarea implica. Hay otros, y en algunos casos hacen bien, cuya
tarea es la de tender cortinas siguiendo el objetivo de evitar que la verdad
sea revelada antes de tiempo.
Porque si Jesús dijo que no
sólo el templo es un templo sino cada uno de nosotros es un templo, eso
significa también que portamos cortinas internas las que en no pocos casos
nunca serán rasgadas.
Los buenos psicoanalistas,
cuya profesión posee un sentido religioso que muchos de ellos ignoran, tienen
la tarea, a veces muy difícil, de ayudar a sus pacientes (creyentes) a que
ellos rasguen sus propias cortinas. Los malos psicoanalistas son los que
intentan rasgar ellos mismos las cortinas del paciente (del creyente) violando
así la intimidad de cada alma, esos secretos que cada uno tiene el derecho a
guardar en lo más íntimo de su ser.
Fue Donald Winicott, uno de
los analistas más sensibles de los que se tiene noticia, quien descubrió el
sentido protector que juega el "falso yo" en el alma de cada humano. El
"falso yo", como si fuera una cortina, tiene, entre otras cosas, la tarea de proteger al "verdadero
yo”. Efectivamente; en determinadas ocasiones la locura protege al ser humano
de sí mismo, es decir, de su propia, aterrante mortalidad.
Suele a veces suceder que
tarde o temprano las cortinas se rasgan solas o son rasgadas cuando ya no son
necesarias y deben ser reemplazadas por nuevas cortinas (sin cortinas la vida
sería un infierno, pienso yo). Incluso entre Dios y uno deben existir cortinas
pues, como dijo ese lenguasuelta que era Nietzsche, si Dios viera todo lo que
uno hace, sería indecente.
Pero la fracción del pueblo
judío que seguía al Nazareno ya había rasgado las cortinas del templo interior
antes de que ellas aparecieran rasgadas en el templo exterior. Para ellos había
llegado el momento anunciado, el de la revelación, el del Cristo. Hay por lo
demás otras multitudes que también han rasgado cortinas, y esas cortinas no
siempre han sido sagradas. Pienso por ejemplo en la Cortina de Hierro destinada
a proteger a los falsos ídolos de la historia, cortina que no solo
fue rasgada sino, además, hecha añicos.
Un mundo sin cortinas no es
posible, y sustentar utopía parecida sería una cruel decisión. Nuestros propios
sentidos son, al fin y al cabo, las cortinas que nos separan del mundo externo.
El cuerpo humano es también una cortina que cuelga entre "su"
realidad y "la otra", la que es real de verdad. No obstante, un mundo
con menos cortinas, podría quizás ser posible. Hay quienes han dado incluso la
vida por alcanzarlo. No estoy seguro de que hayan tenido siempre la razón.