(1916 [1915])
Hace algún tiempo, en compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven, pero ya famoso, salí de paseo, en verano, por una riente campiña. El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Lo preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear. Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado.
Sabemos que de esa caducidad de lo bello y perfecto pueden derivarse dos diversas mociones del alma. Una lleva al dolorido hastío del mundo, como en el caso de nuestro joven poeta, y la otra a la revuelta contra esa facticidad aseverada. ¡No, es imposible que todas esas excelencias de la naturaleza y del arte, el mundo de nuestras sensaciones y el mundo exterior, estén destinados a perderse realmente en la nada! Sería demasiado disparatado e impío creerlo. Tienen que poder perdurar de alguna manera, sustraerse de todas las influencias destructoras.
Empero, esta exigencia de eternidad deja traslucir demasiado que es un producto de nuestra vida desiderativa como para reclamar un valor de realidad. También lo doloroso puede ser verdadero. Yo no me decidí a poner en duda la universal transitoriedad ni a exigir una excepción en favor de lo hermoso y lo perfecto. Pero le discutí al poeta pesimista que la transitoriedad de lo bello conllevara su desvalorización.
¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo. En lo que atañe a la hermosura de la naturaleza, tras cada destrucción por el invierno ella vuelve al año siguiente, y ese retorno puede defínirse como eterno en proporción al lapso que dura nuestra vida. A la hermosura del cuerpo y del rostro humanos la vemos desaparecer para siempre dentro de nuestra propia vida, pero esa brevedad agrega a sus encantos uno nuevo. Sí hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente. Y en cuanto a que la belleza y la perfección de la obra de arte y del logro intelectual hubieran de desvalorizarse por su limitación temporal, tampoco podía yo comprenderlo. Si acaso llegara un tiempo en que las imágenes y las estatuas que hoy admiramos se destruyeran, o en que nos sucediera un género humano que ya no comprendiese más las obras de nuestros artistas y pensadores, o aun una época geológica en que todo lo vivo cesase sobre la Tierra el valor de todo eso bello y perfecto estaría determinado únicamente por su significación para nuestra vida sensitiva; no hace falta que la sobreviva y es, por tanto, independiente de la duración absoluta.
Yo juzgaba incontrastables estas reflexiones, pero observé que no habían hecho impresión ninguna al poeta ni a mi amigo. De este fracaso inferí la injerencia de un fuerte factor afectivo que les enturbiaba el juicio, y más tarde basta creí haberlo descubierto. Tiene que haber sido la revuelta anímica contra el duelo la que les desvalorizó el goce de lo bello. La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos un pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, sintieron menoscabado su goce de lo bello por la idea de su transitoriedad.
El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece al lego tan natural que lo considera obvio. Para el psicólogo, empero, el duelo es un gran enigma, uno de aquellos fenómenos que uno no explica en sí mismos, pero a los cuales reconduce otras cosas oscuras. Nos representamos así la situación: poseemos un cierto grado de capacidad de amor, llamada libido, que en los comienzos del desarrollo se había dirigido sobre el yo propio. Más tarde, pero en verdad desde muy temprano, se extraña del yo y se vuelve a los objetos, que de tal suerte incorporamos, por así decir, a nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad de amor (libido) queda de nuevo libre. Puede tomar otros objetos como sustitutos o volver temporariamente al yo. Ahora bien, ¿por qué este desasimiento de la libido de sus objetos habría de ser un proceso tan doloroso? No lo comprendemos, ni por el momento podemos deducirlo de ningún supuesto. Sólo vemos que la libido se aferra a sus objetos y no quiere abandonar los perdidos aunque el sustituto ya esté aguardando. Eso, entonces, es el duelo.
La conversación con el poeta tuvo lugar en el verano anterior a la guerra. Un año después estalló esta y robó al mundo sus bellezas. No sólo destruyó la hermosura de las comarcas que la tuvieron por teatro y las obras de arte que rozó en su camino; quebrantó también el orgullo que sentíamos por los logros de nuestra cultura, nuestro respeto hacía tantos pensadores y artistas, nuestra esperanza en que finalmente superaríamos las diferencias entre pueblos y razas. Ensució la majestuosa imparcialidad de nuestra ciencia, puso al descubierto nuestra vida pulsional en su desnudez, desencadenó en nuestro interior los malos espíritus que creíamos sojuzgados duraderamente por la educación que durante siglos nos impartieron los más nobles de nosotros. Empequeñeció de nuevo nuestra patria e hizo que el resto de la Tierra fuera otra vez ancho y ajeno. Nos arrebató harto de lo que habíamos amado y nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes.
No es maravilla que nuestra libido, así empobrecida de objetos, haya investido con intensidad tanto mayor lo que nos ha quedado, ni que hayan crecido de súbito el amor a la patria, la ternura hacia nuestros allegados y el orgullo por lo que tenernos en común. Pero aquellos otros bienes, ahora perdidos, ¿se nos han desvalorizado realmente porque! demostraron ser tan perecederos y tan frágiles? Entre nosotros, a muchos les parece así, pero yo, en cambio, creo que están equivocados. Creo que quienes tal piensan y se muestran dispuestos a una renuncia perenne porque lo apreciado no acreditó su perdurabilidad se encuentran simplemente en estado de duelo por la pérdida. Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. Cabe esperar que con las pérdidas de esta guerra no suceda de otro modo. Con sólo que se supere el duelo, se probará que nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes.