Estamos
seguros y el riesgo a equivocarnos es casi nulo: La política no puede
prescindir de momentos populistas. No se trata por supuesto de que política y
populismo sean sinónimos. Solamente se dice que el populismo es uno de los
momentos de la política.
La
política, reconoce, además de su momento populista, muchos otros: el de la
gobernabilidad, el de la confrontación, el de las alianzas, el de la
negociación, e incluso el de las conspiraciones. Ahora, cuando uno de esos
momentos sobredetermina a los demás, estamos frente a un deterioro de la
práctica política. Para poner un caso: una política que subordine cualquier
tipo de proyecto a determinadas alianzas y compromisos, es una política
pervertida en su propia esencia, pues la política es antes que nada lucha
política. Del mismo modo, cuando un gobierno o partido vive en permanente
confrontación, negando cualquiera posibilidad de acuerdo, niega también la
política, pues el objetivo de la política no es destruir al adversario como
ocurre en la guerra, sino ocupar espacios en el marco de una
determinada correlación de fuerzas.
Y
bien, en todos los momentos mencionados la política no puede prescindir de los
representantes. Política es representación, la representación es simbólica y
el símbolo es y será siempre una persona. Por lo mismo hay personas que se
adecuan más a un momento que a otro. Para usar ejemplos contemporáneos, Angela
Merkel en Alemania domina los momentos
administrativos de la gobernabilidad casi a la perfección, pero nunca será una
líder de masas. A la inversa, Barack Obama se siente a gusto en periodos
electorales, lo que no impide que como gobernante deba concertar múltiples
acuerdos con sus adversarios. En cualquier caso, es lo que quiero decir, el
político perfecto no existe. Por lo común los buenos negociantes no son grandes
líderes y los grandes líderes no son buenos negociantes. Esa es la razón por la
cual la práctica política requiere de una cierta división del trabajo. No ocurre
así, sin embargo, en la mayoría de los países latinoamericanos en los cuales la
política está signada por un extremo personalismo.
Hay
quienes explican el personalismo de la política latinoamericana por el subdesarrollo económico, el que se
expresaría en una suerte de subdesarrollo político. Hay otros que lo explican
desde un punto de vista sociológico de acuerdo al cual la irrupción de masas
heterogéneas hace necesaria la presencia de un “hombre fuerte” en condiciones de concentrar todo el poder en su torno.
Los politólogos tienden a explicarlo como un derivado de constituciones
presidencialistas que confieren al ejecutivo atribuciones casi omnímodas.
Incluso, desde el punto de vista psicoanalítico podría ser entendido como una
manifestación colectiva destinada a sustituir a los padres naturales por
el padre-poder. En fin, sin necesidad
de contraer matrimonio con ninguna de esas tesis, podemos señalar que la verdad
anda rondando alrededor de todas y seguro, también de otras aquí no computadas.
El hecho objetivo es que el personalismo parece ser la marca de fábrica de la
política en la región.
El
personalismo –aclaremos- es una forma de representación pero no toda
representación es personalista. Hablamos de personalismo cuando el
representante no sólo concentra en sí a los poderes públicos, sino cuando su
presencia cubre todos los ámbitos de la política hasta el punto de que en lugar
de representar un proyecto, el proyecto pasa a ser la propia persona del
gobernante.
Por
cierto, hay diversos grados de personalismo y ellos avanzan desde el clásico y
normal liderazgo, pasando por el caudillismo de origen agrario-militar, hasta
alcanzar fases patológicas como son el
mesianismo y el mito mágico o religioso.
Por
de pronto, hay personalismos que provienen de cualidades políticas; es el caso
de Dilma Rousseff, una excelente ejecutiva; o de Juan Manuel Santos, un artista de
la negociación. El de Rafael Correa proviene más bien de una personalidad
autoritaria y el de José Mujica de una bonhomía muy bien estudiada. El
personalismo caudillista que en América del Sur fue la tónica del siglo
XlX se encuentra muy acendrado en América
Central. Así, Manuel Zelaya fue el clásico representante del caudillismo
agrario de la misma manera que Daniel Ortega lo es del caudillismo militar
heredado más de Somoza que de Sandino.
Hay,
por supuesto, personalismos carismáticos. Muy interesante es el caso de
Cristina Fernández quien gracias al carisma eterno del peronismo ha logrado
fundar una variante relativamente autónoma: el “cristinismo”. En sentido
carismático clásico Evo Morales ha edificado su poder apoyado en la leyenda del
pueblo indígena, entendiendo cada uno sobre eso lo que quiera. Pero, sin lugar
a dudas, el personalismo más radical, tal vez el más radical de toda la
historia de América Latina, es el que construyó Hugo Chávez en Venezuela.
En
cierto modo el chavismo representa una condensación de todos los personalismos
habidos y por haber. Emergido como típico personalismo populista en torno a una
figura caudillesca-militar-agraria, autoritaria e histriónica, se convirtió
rápidamente en un personalismo de tipo mesiánico, alcanzando lo que ningún
personalismo ha logrado durante la vida de un personalista: acceder a las
gradas del personalismo mitológico. Pues antes que Chávez abandone esta vida,
ya es objeto de ritos y peregrinaciones, misas negras y rojas, elegías y
poemas, cultos religiosos y plegarias, leyendas y panegíricos.
Llegará
el día en que en los más recónditos pueblos venezolanos se hablará de los
milagros de Chávez, de como los ciegos vieron, los paralíticos echaron a
correr, los gallineros eran verticales y los pobres comieron del maná del cielo
mientras el comandante heroico bailaba y cantaba frente a su pueblo. El PSUV se
transformará en una secta de monjes rojos, donde todos citarán las palabras del
prócer, único gobernante canonizado y embalsamado en vida. Y por supuesto, los
descendientes del ídolo totémico, los caínes y abeles del futuro, disputaran a
punta de cuchillo el legado del “verdadero chavismo” en contra de los
apóstatas, los renegados y los traidores.
Hay
también países que han sido inmunes a la pandemia personalista. Uno de esos es
Chile. Ni siquiera Salvador Allende, mito de la nación, fue personalista.
Pinochet, a diferencia de otros dictadores, nunca fue líder de masas, entre
otras cosas porque era incapaz de hilar una frase con otra. Su personalismo era de tipo burocrático, pero no político.
Antes
de Allende, en Chile se rindió culto a la visión del poder impersonal legada por Diego Portales. Fue por eso que, salvo el primer gobierno de Arturo Alessandri Palma (1922-1925) nunca hubo un presidente populista. Los presidentes post-dictatoriales continuaron la
tradición y han sido personajes más
bien opacos. Buenos administradores, atinados negociantes, malos oradores. Michelle
Bachelet, en su amable estilo, pertenece a la misma escuela. De ahí que no
deja de preocupar que en Chile esté apareciendo un nuevo “ismo”: Me refiero al bacheletismo. Un bacheletismo que nunca apareció cuando Bachelet era
presidenta, ha aparecido y con fuerza cuando ya no lo es. Un bacheletismo que no es producto de la política, sino de la ausencia de política de la Concertación.
Más
que el “ismo” en sí, preocupa que Bachelet emerja como líder de una Concertación que, habiendo cumplido ya su misión histórica, nadie sabe para qué
y por qué existe. Incapaz de concertarse frente a un proyecto, en un programa
común, o -como dicen en Chile los siúticos- en torno a “una visión de país”, ha
decidido concertarse alrededor de una persona, confiriendo a Bachelet dotes
mesiánicas de las que, afortunadamente, carece.
Doblemente
preocupante: Chile, un país en donde todos se autodenominan “progresistas”,
está experimentando una regresión a la fase pre-edípica (personalista) de la política. En esa,
su nueva fase, la “izquierda” refugiada detrás del trono de la Reina Madre,
seguirá soñando que "la izquierda es de izquierda" en un país donde hace ya tiempo no hay
izquierdas ni derechas.
Ojalá
sea el último “ismo” de la política chilena. El ejemplo que brindan otros
países no es para imitar.