Cada libro que pasa por mis manos queda convertido en un
esperpento. Ninguno se salva de la masacre que cometo en esos márgenes que
parecen hechos para dejar ahí imborrable testimonio de mi “genialidad”. El
tango de la Guardia Vieja de Arturo Pérez-Reverte quedó también convertido
en una lástima después de mi lectura. Resultado de un indirecto dialogo mantenido
con el escritor durante un par de días –más no demoré en leer sus 500 y tantas
páginas- en las cuales obtuve ese placer que permanece en uno cuando ve,
parafraseando a Violeta, “el fruto del cerebro humano”.
Una novela que me llevó a pensar más allá de su trama.
Por de pronto, a pensar en lo que no se puede dejar de pensar cuando uno
piensa: en el tiempo y sus espacios. Tres tiempos y tres espacios: El Buenos
Aires de fines de los años veinte; Niza bajo el impacto del fascismo, sus
acérrimos espías y la guerra civil española. Después Sorrento, en el denso
ambiente de la Guerra Fría durante un campeonato de ajedrez en el cual la
comitiva soviética se juega una batalla de prestigio frente a un juvenil
desafiante chileno, hijo de Mecha, la muy bella heroína de la novela.
En el primer tiempo, a bordo del trasatlántico Cap
Polonio, la joven Mecha Insunza, esposa del famoso compositor
Armando de Troeye, conoce a través del tango bien bailado a quien será su
amante, el cafiolo de vocación y “bailarín mundano” de profesión, Max Costa,
nacido en Buenos Aires y emigrado a Europa a los catorce años. Los sucesos de ese
tiempo son narrados de un modo más bien convencional, es decir, de acuerdo a
una cronología vertical.
Los dos tiempos restantes, en cambio, se entrecruzan como
si fuera un solo tiempo surcado por imágenes de latrocinios y violencias
aparentemente análogas y jugadas por un mismo personaje. Pero, a pesar del
cruce temporal, hay diferencias: En el espacio-tiempo de Niza, Max, al igual
que Mecha, goza todo el vigor de su naturaleza sexual y existencial. En el
espacio-tiempo de Sorrento en cambio, ambos, ex amantes sesentones, viven su
digna decadencia: la pena de no ser más lo que fueron, la congoja frente a la
piel reseca, los cabellos canos y el deseo que sólo aflora como recuerdo de un
pasado que nunca volverá.
El primer tiempo-espacio es tanguero cien por cien. Desde
el encuentro en el Cap Polonio, Mecha y Max no dejarán de tanguear, hasta
continuar en el barrio La Barraca donde llegaron impulsados por el ímpetu
musical de Armando, el genial y voyerista compositor, quien tomaba apuntes,
ansioso de conocer el tango rápido y milonguero de orígenes decimonónicos, el
que todavía era bailado en el torvo local La
Ferroviaria en donde los cortes, los giros, el abrazo tenso del macho, la
reticencia fingida de la hembra, la pierna de él metida entre las de ella, no
podían ser continuados en ningún otro lugar que no fuera una cama: en una
sexualidad furiosa de cuerpos calientes que se saben unidos desde que se
conocieron, en un “duro combate de sentidos”; en un “largo choque de urgencias
y deseos”.
En la descripción excitante de las relaciones sexuales
Arturo Pérez Reverte se siente como en su salsa. Él es, en definitiva, un
maestro insuperable de la materia erótica. También lo es en su manía de
informarse sobre los más ínfimos detalles de los motivos sobre los cuales
escribe. En lo que se refiere a su conocimiento del tango, por ejemplo, obtuvo
una gran erudición la que, con pluma diestra comparte con el lector.
Las páginas tangueras de la novela son también aquellas
donde más garabateé mis confusas notas marginales, las que ahora intento
descifrar para escribir este maldito artículo que nadie me ha pedido. Así, en
una de mis notas leo: “los informantes de Pérez-Reverte entregaron al escritor
la versión de J. L. Borges relativa a la historia del tango. Esa versión merece
ser revisada”.
Tremendo atrevimiento pretender revisar a Borges, dirá
más de alguien. ¿Cómo oponer a un escritor de ficciones un pensamiento racional
y racionalizado? Naturalmente, eso es imposible si es que Borges sólo hubiera
sido escritor de ficciones. Pero no. Ya he sostenido en otras ocasiones que
Borges, además de escritor, era un filósofo. Y de los grandes. Más todavía,
agregaré aquí: Borges era un filósofo quien, por lo menos en su interpretación
de la historia del tango fue esencialmente nietzscheano, aspecto de su obra que
ha permanecido oculto a casi todos sus exegetas. Y bien, esa versión
nietzscheana-borgesiana del tango fue la que hizo también suya Arturo
Pérez-Reverte, aunque seguro, sin tener la menor idea de que lo hizo pues,
afortunadamente, Pérez-Reverte a diferencias de Borges, no es un filósofo. Es
“sólo” un gran escritor. Y uno de los mejores de nuestro tiempo; a nadie quepa
duda de eso.
¿Qué dice la versión borgesiana del tango? Dice casi lo
mismo que dice Nietzsche cuando interpreta la historia de la tragedia griega.
¿Qué dice Nietzsche entonces? Nietzsche dice que la verdadera tragedia no es
helénica sino pre-helénica, y la primera sólo una versión degenerada de la
segunda. Borges dice: el tango no es el tango; el tango fue la milonga y el que
conocemos como tango no es más que su mero simulacro. Nietzsche dice que en los
orígenes de la tragedia no había separación entre el coro y el teatro: el coro era el teatro. Borges dice que el tango originario era
sólo pirueta y música no escrita; improvisación al servicio de los cuerpos: el cuerpo era el texto. Nietzsche nos dice que al comienzo
de la tragedia reinaba el ditirambo, los faunos y sus falos. Borges nos dice
que al comienzo del tango reinaba el tarro tamboreado, el macho y un cuchillo
cuyo corte no era estético sino parodia de un tajo en pleno vientre. Nietzsche
nos dice que la tragedia era dionisíaca y no apolínea. Borges dice que el tango
era bravo, pendenciero y no llorón (le faltó decir que no era maricón) Nietzsche nos dice: con Euripides no comenzó sino que terminó la tragedia
griega. Borges nos dice: el tango terminó con la Cumparsita de Matos
Rodríguez; con Gardel, con Le Pera y otros similares. Nietzsche piensa: la
tragedia viene del pueblo profundo. Borges piensa: el tango viene del pueblo
profundo.
El tango, según la versión nietzscheana de J. L. Borges,
la misma que recogió Pérez-Reverte, se encuentra en los orígenes de su propio
ser, ritmando en el candombe, entre payada y milonga, habanera, tango andaluz,
polca y hasta vals. Se bailaba en la calle bajo las farolas; y después en los
prostíbulos de mala muerte. Con el paso del tiempo, empero, se transformó en
musiquería sensiblera, lloriquenta y clasemediera. Dictamen borgesiano recibido
–como paradoja- con entusiasmo justamente por quienes más detestaba Borges: los
populistas y los marxistas argentinos para los cuales el tango originario era
popular y obrero antes de que lo pasaran por el filtro colonialista parisino y
de ese modo “aburgesarlo”. No obstante, ese tango aburguesado, sentimental y llorón, sigue gustando a todos quienes nos interesa el tango. Le guste o no a
Borges. Por algo será, digo yo.
La verdad, ha costado tiempo sacarse de encima el peso
nietzscheano-borgesiano para aceptar algo tan elemental, a saber: que el ser
del tango es, como todo ser, un ser en el tiempo. De la misma manera, es falaz
seguir sosteniendo que Euripides niega la tragedia originaria, o lo que es peor
–como sostuvo Nietzsche- que con la lógica aristotélica tiene lugar la
desnaturalización del ser humano, continuada después por la filosofía moral y
las religiones universales. Por lo mismo es inicuo pensar que el tango, sólo
porque ha incorporado e incorpora los sesgos de un tiempo que ya pasó, ha
dejado de ser tango. Quiero decir: el tango de la viejita, el de la traición,
el de la mina infiel y el del desengaño, sigue siendo tango.
Tomo y obligo o Chora, o la misma Cumparsita,
dirán algunos borgesianos, son tangos para cornudos. ¿Y qué? Respondo yo.
¿Acaso los cornudos no cantan? Fumando espero es un tango para la pequeña
burguesía, dirán otros borgesianos ¿Y qué? Respondo yo. ¿No es Argentina un
país dominado por la pequeña burguesía (clase media)? ¿O el tango debe
pertenecer a los criminales sólo porque ellos lo inventaron? Nada en contra de
tan digna gente. Todos los honores que se merezcan. Pero no veo ninguna razón para
gustar con pasión Ándate a la Recoleta (anónimo 1880) y no del Volver
de Gardel y Lepera. No veo tampoco ninguna razón para gustar de un tango
intermedio de Ángel Villoldo (El Choclo, por ejemplo) y no hacerlo con
un texto de Enrique Santos Discépolo, uno de los más grandes poetas (sí;
escribí poetas) del continente sudamericano. No hay ningún motivo, en fin, para
escuchar con goce el Dame la Lata de Juan Pérez (1883) y no emocionarse
con Sur, tango tan nostálgico que bailarlo es sacrilegio, cuya hermosa
música viene de un genio innato, Aníbal Troilo, y su texto de otro poeta de
fuste: Homero Manzi.
La gente, es lo que estoy afirmando, seguirá escuchando,
cantando y bailando tangos, esos que nos regalaron argentinos y uruguayos, no
importa de donde o de cuando vengan: sea del barril de bencina del negro
zumbón, de la casa de putas de la esquina, del salón parisino, del “italianaje
mirón” (Borges), de las orquestas de Juan D`Arienzo u Osvaldo Pugliese, de las
templadas voces de Carlos Gardel, Edmundo Rivero o Julio Sosa e incluso –o
quizás sobre todo– del bandoneón de Astor Piazzolla.
¿Tangos los de Piazzolla, que contienen tonalidades de
Edvard Grieg e incluso de Gustav Mahler? Si: Pero también tangos que traen
consigo el susurro del viento del arrabal, y hasta el aroma de la impúdica Concha
Sucia o de la más indecente de todas, La Concha de la Lora, del mismo
modo como el corazón de Bach sigue latiendo, a pesar de los siglos, en la
música de Stravinsky. En fin, no creo que será necesario recurrir al “Ello” de Freud
para afirmar que los impulsos atávicos de nuestra pre-historia persisten –tanto
en las historias de la humanidad como en las individuales- y no son negados ni
por la modernidad ni por la post-modernidad. Opinión que parece compartir de
algún modo Arturo Pérez-Reverte en el tercer espacio-tiempo de su gran novela.
El segundo espacio-tiempo de la novela de Pérez-Reverte,
el de Niza, ya no está centrado en el tango. El tango ya ha cumplido su
objetivo literario y ha pasado a ser parte de la historia de dos seres que se
han buscado en otros cuerpos, cometidas todas las experiencias posibles,
vividas en total desmesura persiguiendo la verdad de lo inconmensurable,
orgasmos y eyaculaciones múltiples, hasta verse de nuevo en una habitación
barata y entregarse casi con religioso frenesí, al deseo inaguantado y
compartido. No volvieron a bailar tango nunca más, Mecha y Max. Ni siquiera el
de la Guardia Vieja que compuso Armando Troeye, quien moriría en las
tenebrosos patíbulos del general Francisco Franco.
En el tercer espacio-tiempo la trama se centra en algo
que a primera vista pareciera ser la antípoda del tango: el juego del ajedrez.
¿Puede haber en efecto algo menos sensual, o algo más lógico y racional que el
ajedrez? Y sin embargo, como si así lo hubiera querido demostrar Pérez-Reverte,
el tango y al ajedrez está unidos por un mismo atávico principio: el deseo de
la derrota del otro.
En el tango arcaico la hembra como “la otra”, se rinde
frente al deseo del macho. En el ajedrez, la inteligencia y el pensamiento
están plenamente orientados a liquidar al enemigo, a obligarlo a rendirse, a
humillarlo, a descalificarlo, a quitarle el lugar que ostenta frente a los
demás. El ajedrez, así como la política, es también una guerra sin armas. Y en
el caso de la novela de Pérez-Reverte es, además, con armas.
Ese tercer espacio-tiempo vivido en Sorrento es también
el momento del último encuentro de Mecha y Max. Viejos, cansados, más cerca de
la muerte que de la vida, sin deseos ni tangos, se miran frente a frente. ¿Ha llegado
el momento de la desesperanza y de la derrota? Así parecía ser. Mas, en una
jugada maestra, digna del mejor ajedrecista del mundo, muestra Pérez-Reverte
que el final biológico de una relación no es más que otra instancia entre las
diversas modalidades del ser en el tiempo. Porque justamente en ese final de
tango triste, apareció por primera vez una palabra que ni siquiera en las más
altas cumbres orgásmicas del libro había aparecido.
Esa palabra es: amor.
¿Quiso decirnos Pérez- Reverte que el amor llega después
del deseo? ¿O que el amor es espíritu sin piel, carne y huesos? Yo creo que
Pérez-Reverte no quiso decirnos nada. Pero, aún en contra de su voluntad, reveló
un secreto que todos conocemos, a saber: que el amor es una consecuencia de la
memoria, un resultado indiscreto de los recuerdos. El amor es un acto del
pasado reconocido en tiempo presente a través del pensamiento. El amor en la
novela de Pérez-Reverte quiere decir: “Te amé, pero cuando te amé no sabía que
te amaba porque cuando te amaba te tenía”.
El amor que confiesa Mecha y que devuelve con reticencias
Max (“Max nunca había amado y no podía saberlo” escribe Pérez-Reverte) es el
amor que significa, además, “te amo porque a pesar de todo te amé”. Y bien: ese
“a pesar de todo” –es lo que intuyó Pérez-Reverte- somos nosotros mismos: los
destinados a presentir el amor cuando lo hemos perdido. El amor que no se sabe
cuando y como aparece; y se va. Así, como se va un tango de la Guardia Vieja.
Leyendo la hermosa novela, yo al menos intuí que el amor
había aparecido sin que ni Mecha ni Max lo supieran -quizás sin que el mismo
Pérez-Reverte lo supiera- en ese momento mágico casi inicial en que ambos, muy
jóvenes, apenas conociéndose y tratándose de usted, bailaron sobre la cubierta
del Cap Polonio el tango Mala Junta sin escuchar ninguna orquesta, “así
nomás”: de memoria, siguiendo el curso de una música que ya vivía dentro de
ellos, marcando el paso de un ritmo que sólo ellos conocían.
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Para imaginar con música como Mecha y Max bailaron el tango Mala Junta sin música, hacer clic AQUÍ
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