En este artículo se presenta la siguiente
tesis: Mientras en el Cercano Oriente existe la tendencia a convertir a la
religión en política, en el Lejano Occidente (América Latina) subsiste la
tendencia de convertir a la política en religión
Oriente y Occidente son términos geográficos que con el
correr del tiempo adquirieron contornos culturales y políticos. E
independientemente a cualquier punto cardinal, Occidente pasó a definirse como
espacio en el cual priman formas democráticas de vida, elecciones libres y
secretas, separación irrestricta de poderes y la independencia del Estado con
respecto a la Iglesia. Esta última característica, la secularización, ha
llegado a ser signo distintivo de Occidente, razón por la cual los miembros de
la comunidad política occidental son señalados como “infieles” por algunos sectores del Islam. Infiel en
ese sentido no significa no tener creencias, sino reconocer un espacio de vida
en el cual no rige la ley de Dios. Para los fundamentalistas de todas las
religiones, una ofensa.
Desde la perspectiva auto-centrista, el Oriente fue
dividido desde y por Europa en dos, uno geográficamente más cercano y otro más
lejano. No obstante, la cercanía geográfica no tardaría en reflejarse en cierta
cercanía política.
Las corrientes políticas nacidas en Europa, desde el
jacobinismo, pasando por el socialismo, hasta llegar al liberalismo, han
penetrado con fuerza en el Oriente más cercano, comportando la amenaza de la
“desacralización del mundo” (Max Weber) la que es percibida por ciertos
sectores religiosos como una afrenta a su identidad. De ahí que los grupos más
conservadores del Cercano Oriente al
negar al “Occidente externo” niegan sobre todo al “interno”, a ese que anida en
sus naciones e, incluso, al que desean en el fondo de sus propias almas.
Por cierto, la influencia política de Occidente en el
Cercano Oriente no ha sido siempre democrática, como hoy lo es. Todo lo
contrario. Además de la colonial, la forma más agresiva de dominación política occidental conocida en
el mundo islámico fue el socialismo representado por la URSS, potencia mundial
que apoyaba a militares como Nasser en Egipto, Ataturk en Turquía, Gadafi en Libia,
Hussein en Irak, y otros dictadores “socialistas” de la región. Así se explica
por qué en las rebeliones del 2011 confluyeron dos fuerzas políticas, las que
siendo antagónicas tenían como enemigo común a las dictaduras militares. Por
una parte sectores laicos pro-occidentales, partidarios de la secularización.
Por otra, organizaciones religiosas, partidarias de la re-sacralización del
poder.
Dicha alianza no podía ser de larga duración. De ahí que
gobiernos resultantes de elecciones democráticas -es el caso de Morsi en
Egipto y de Marzouki en Túnez- están condenados a navegar entre dos aguas.
Deben, en efecto, enfrentar dos oposiciones. A un lado la laica, organizada en
un bloque en el que tienen cabida ex partidarios de las antiguas dictaduras a
los que se suman sectores pro-occidentales que de modo paradojal lucharon en
contra de esas mismas dictaduras. Al otro, una poderosa fracción religiosa
fundamentalista partidaria de la re-sacralización del poder. Y bien, de la
capacidad de los nuevos gobiernos para navegar entre esas dos tormentosas aguas
dependerá el futuro político de la región.
En Turquía un gobierno confesional ha logrado introducir
reformas políticas de orientación liberal, alcanzando una meta que parecía ser
imposible: una república islámica abierta al mundo, una que concita no sólo el
apoyo de sectores religiosos, sino también de grupos de orientación laica. Si
en Turquía eso fue posible, puede también serlo en Egipto e incluso en la Siria
post-Assad. Esa es la esperanza. A ella están apostando los EE UU y la mayoría
de los gobiernos europeos.
Los gobiernos europeos han debido aprender, además, que
los ritmos y los cursos históricos de otras naciones no son iguales a los
propios. En la propia Europa el camino hacia la democracia no fue directo. Las
contrarrevoluciones antidemocráticas, la fascista y la comunista, fueron
derrotadas, pero a un precio altísimo. No hay ninguna razón entonces para
suponer que la democratización en el Cercano Oriente será muy fácil. Pero todo
indica que llegará, como ya ha llegado a los espacios occidentales hasta hace
poco pre-políticos, particularmente a ese Lejano Occidente que es todavía el continente
latinoamericano.
En América Latina ese pasado pre-político que una vez
asoló a Europa va también quedando atrás. De las dictaduras del pasado reciente
sólo subsiste la junta militar cubana, y una que otra autocracia. Continente de
dictaduras militares y encendidos populismos sólo perviven los últimos, portando consigo, por cierto, el peligro de la recaída en nuevos regímenes
dictatoriales.
De los populismos latinoamericanos ya se ha escrito
mucho; quizás demasiado. Poco se ha dicho en cambio acerca de su principal
connotación, a saber: la de que no hay populismo sin caudillo populista,
personaje que ejerce su poder de acuerdo a un carisma, supuesto o real. Eso
significa: todo populismo es personalista. No hay populismo
sin culto a la personalidad. La legitimación política del populismo
–para usar categorías de Weber- no es racional ni tradicional. Es carismática
De acuerdo a las tipologías weberianas, la dominación
carismática se diferencia de la dominación racional (la que corresponde a regímenes que hoy denominamos democráticos) y de la tradicional (que subsiste
todavía en el Medio Oriente) en que la primera sustenta la creencia en una
determinada persona depositaria de poderes sobrenaturales delegados por una
supuesta instancia superior (la raza indígena, Evita, Bolivar, el Che, entre
otros ejemplos).
En cierto sentido podríamos afirmar que la
dominación tradicional intenta convertir a la religión en política. Es
el caso de los fundamentalistas islámicos quienes se defienden frente a la
posibilidad de una dominación de tipo racional. En cambio, la dominación
carismática intenta convertir a la política en religión. Es el
caso de la mayoría de los gobiernos populistas latinoamericanos.
Ahora, pasar de la dominación tradicional a la racional
es el camino seguido por la mayoría de las naciones democráticas. Pero pasar de
la dominación racional a la carismática (es decir, convertir a la política en
religión) es un hecho, desde todo punto de vista, altamente problemático.
Para poner un ejemplo: Si un político jura a un
determinado caudillo apoyarlo “más allá de esta vida”, significa desde el punto
de vista histórico, experimentar una involución hacia el pasado totémico; desde
el punto de vista psíquico, caer en una regresión edípica pre-genital; y desde
el punto de vista teológico, proferir una blasfemia en contra de todas las
religiones del mundo.
Si el ejemplo citado concuerda con algún caso verídico, dejo constancia de que no ha sido casualidad.
Si el ejemplo citado concuerda con algún caso verídico, dejo constancia de que no ha sido casualidad.