“Las revoluciones y las mujeres han nacido para ser
traicionadas”. La frase la soltó uno de mis amigos ya extintos en una de esos
bien regados encuentros de juventud en el Bar Black and White de Santiago,
cuando discutíamos acerca del trágico destino de Trotzki y Bujarin en la
siniestra URSS de Stalin.
Dejando a las mujeres de lado –la frase sonaría hoy algo
misógina- la afirmación de que las revoluciones nacen para ser traicionadas reposa
sobre abultada documentación. Hay otras parecidas: “Los revolucionarios cavan
sus propias tumbas”. O ésta, muy divulgada: “La revolución es la madre que
devora a sus propios hijos”. Frases que irrumpieron en mi memoria cuando el
egipcio Mohamed Morsi, sólo un día después de haber sido agasajado por la
prensa internacional como mediador del conflicto en Gaza, y siguiendo el mal
ejemplo sentado por ciertos gobernantes sudamericanos, emitió un decreto que
otorga a la presidencia facultades extraordinarias mediante las cuales el poder
judicial sería subordinado al ejecutivo.
Los enemigos del mundo islámico deben haber caído en
inoculto regocijo. ¿No es esa una prueba de que los musulmanes son bárbaros
incapaces de acceder a normas democráticas? ¿No confirma Morsi la certeza de la
doctrina Bush (“primero te mato y después conversamos”) y la ingenuidad de
Barack Obama al extender su abierta mano a los rebeldes de “la primavera
árabe”?
No obstante, antes de emitir juicios, convendría pensar
un poco. Por de pronto no es seguro si Mohamed Morsi ha traicionado una
revolución. Lo que hubo en Egipto fue más bien un levantamiento popular que
puso fin a una larga dictadura militar. Y después del estallido popular hubo
elecciones que llevaron al gobierno a una mayoría formada por contingentes
islámicos.
Esa mayoría representada por Morsi enfrenta a tres
adversarios: 1) Las juventudes seguidoras del premio Nobel de la Paz, Mohamed
el-Baradei, las mismas que hicieron detonar la rebelión del 2011. 2) El
laicismo de raigambre militar que sobrevivió a Mubarak y que todavía se
encuentra presente en las instituciones del país, entre otras, en el poder
judicial, y 3) Los sectores más fanáticos del islamismo fundamentalista, casi
todos salafistas
Bajo esas condiciones, el gobierno de Morsi –representante
de los sectores más políticos del Islam- ha de cumplir una función doble. Por
una parte mediar entre fuerzas antagónicas y, por otra, asegurar su
hegemonía sobre ellas. En breve: el gobierno de Morsi no las tiene fácil.
Lo que surgió en Egipto entonces no fue un régimen
democrático sino –y eso es algo distinto- una república políticamente
constituida. Mas, por otra parte, y como he reiterado en otras ocasiones, una
democracia sólo puede surgir de la vida política y de ningún otro lugar.
Mas, supongamos que la ocurrida en Egipto fue una
auténtica revolución, hoy en vías de ser traicionada por Morsi. ¿Es esa
traición una característica de los pueblos islámicos? De ninguna manera. Las
revoluciones traicionadas son un invento exquisitamente occidental
Con excepción de la norteamericana, todas las
revoluciones occidentales han sido traicionadas. ¿No lo fue la francesa por la
guillotina de Robespierre y la expansión napoleónica? ¿No lo fue la rusa por el
GULAG staliniano? Pero no vayamos tan lejos: ¿No murieron miles de mexicanos
para que sobre sus cadáveres surgiera ese antro corrupto que fue el PRI? ¿No
instauraron los Castro en nombre de la lucha en contra de Batista la dictadura
militar de más larga duración que conoce la historia del continente? ¿No ha
restaurado la familia Ortega en Nicaragua la estructura del poder dinástico de
la familia Somoza en nombre del sandinismo? Las revoluciones (y no las mujeres)
nacieron para ser traicionadas.
Sin embargo, Morsi no es un revolucionario. Antes que
nada es un político. ¿Y qué es un político? De acuerdo a una definición muy
particular, un político es una variante de la especie humana que se caracteriza
por invertir su líbido no en objetos de placer sino en objetos de poder. En ese
punto Morsi no se diferencia de la mayoría de los políticos de la tierra.
Porque, seamos sinceros: ¿cuántos gobernantes democráticos no se convierten en
autócratas no porque no quieren sino porque no pueden? Un político –es la dura
verdad- avanzará siempre hasta donde le permitan llegar. ¿Fue esa entonces la
razón por la cual Morsi, después de su exitosa mediación en Gaza, se sintió
legitimado para concentrar todo el poder?. Si
fue así, calculó mal.
Nunca imaginó Morsi la contundente oposición que desataría en contra de su fatal
decreto. La plaza Tahrir se convirtió de nuevo en el lugar de encuentro de
masas dispuestas a luchar en contra de cualquier proyecto dictatorial. La
izquierda y los liberales formaron un Frente Unido. Tres de los consejeros de
Mursi dimitieron: la escritora Sakina Fuad, el poeta Faruk Goweida y el único
ministro cristiano: Samir Morkos. Los jueces fueron a la huelga. Hechos que
muestran como el espíritu de la rebelión popular del 2011 sigue viviendo en
Egipto. Y esa es una muy buena noticia.
Morsi sólo tiene dos alternativas: Reprimir a las masas
opositoras a sangre y fuego convirtiéndose en un nuevo Mubarak, o retroceder
algunos pasos. ¿Cuántos pasos? Eso no se sabe todavía. Lo importante es que si
Morsi es tan hábil en política interna como en la externa, habrá entendido que
si quiere conservar el poder deberá com-partirlo.Y para eso están los
“partidos”.
Quizás la conquista más preciada de la llamada “primavera
árabe” ha sido la partición del poder político. Esa partición es, a su vez,
condición para que en el futuro emerja en los países islámicos algo parecido a
una democracia. Pues ¿qué es la democracia sino algo que sólo se parece a su
ideal?