Yoani Sánchez - RUMPELSTILTSKIN



El sudor de aquellas tres mujeres que me metieron en un auto policial aún lo tengo pegado en la piel y bien adentro en las fosas nasales. Grandes, corpulentas, implacables, me llevaron hacia aquel cuarto donde no había ventanas y el deshecho ventilador sólo echaba fresco hacia ellas. Una me miraba con especial sorna. A lo mejor mi rostro le recordaba a alguien en el pasado: una adversaria en la escuela, una madre despótica, una amante perdida. No sé. Lo que sí recuerdo es que, en la tarde del 5 de octubre, su mirada quería destruirme. Fue ella la que hurgó bajo mi saya con mayor deleite, mientras otras dos uniformadas me agarraban para hacerme la “requisa”. Más que buscar algún objeto escondido, esa revisión perseguía el objetivo de dejarme con una sensación de violación, de indefensión, de estupro.
Cada seis horas cambiaban a mis guardianas. En el turno de la medianoche se notaban menos estrictas, pero yo me encerré en mi mutismo y nunca respondí a sus preguntas. Me evadí en mí misma. Opté por decirme: “me han quitado todo, hasta la hebilla para sujetarme la melena, pero –ridículos requisadores- no han podido arrebatarme mi mundo interior”. Así que decidí refugiarme, durante las largas horas de un encierro ilegal, en lo único que tenía: mis recuerdos. La habitación quería parecer ordenada y limpia, pero cada cosa llevaba su dosis de suciedad o rotura. El piso de lozas de granito claro venía cubierto de una buena dosis de mugre acumulada. Me quedé mirando las figuras que conformaban las pequeñas piedrecitas fundidas en cada baldosa y los pegotes de suciedad. Después de un rato, de aquella constelación saltaban los rostros. Los personajes afloraban en el suelo tosco de mi calabozo del Departamento de Instrucción de Bayamo.
Allá brotaba el larguirucho semblante del Quijote, mientras en esta esquina alcancé a ver el sencillo perfil del Loquito de Abela. Unos ojos oblicuos, formados con la argamasa y la gravilla, se parecían increíblemente a los de la protagonista del filme Avatar. Yo me reía y mis perennes vigilantes empezaban a creer que mi negativa a probar alimentos o agua me estaba friendo literalmente el cerebro. Atisbé en el irregular granito al Jorobado de Notre Dame y a la esbelta figura de Gandalf, con báculo y todo. Pero por sobre todas aquellas formas que brotaban de tan tosco pavimento había una –más intensa- que parecía brincar y reírse frente a mis ojos. Quizás era el efecto de la sed o el hambre, la verdad es que no sé. Un enano de barba larga y mirada cínica se burlaba pícaramente.
Era Rumpelstiltskin, el protagonista de un cuento infantil donde la reina está obligada a adivinar su complicado nombre o de lo contrario deberá entregar al despótico enano su posesión más preciada: su propio hijo. ¿Qué hacía aquel personaje en medio de mi encierro temporal? ¿Por qué lo veía a él por encima de otras tantas referencias visuales que he acumulado en mi vida? La respuesta la intuí inmediatamente. “Eres Rumpelstiltskin”, le dije en voz alta y mis cancerberas me miraron preocupadas. “Eres Rumpelstiltskin –repetí- y sé cómo te llamas”. “Eres como las dictaduras, que una vez que uno empieza a llamarlas por su nombre, es como si comenzara a destruirlas”.