Qué suerte para quienes nos gusta la literatura y no ejercemos la profesión de críticos, no estar obligados a escribir sobre “lo último”, de modo que los libros pueden esperar el día en que nos acerquemos a ellos. Suerte, no tener que fijarnos ni en la gramática, ni en el estilo, ni en la tradición literaria a la cual pertenece el autor, ni mucho menos en la calidad de su prosa. O tomar un libro y leerlo hasta el final, si así lo decide nuestra santa paciencia. O no rendir tributo más que al imperio de nuestro gusto. Qué libertad más grande leer un libro sólo cuando uno así lo quiere. Como esas dos novelas colombianas a las que puse una encima de la otra hasta que llegó el día de leerlas. Actividad para la cual había puesto dos condiciones.
La primera, estar saturado de temas históricos,
políticos, filosóficos, de modo que no me quedara otra alternativa sino tomar
una novela entre mis manos. La segunda, que de repente el destino se
compadeciera y dejara entrever, en este continente helado, algo parecido a un
rayo de sol.
He adquirido la neurótica costumbre de que -así como para
leer un texto filosófico, sobre todo alemán, requiero de días nublados- para
leer una novela necesito la luz del sol. Con la música me sucede algo parecido.
A Vivaldi sólo puedo escucharlo en las mañanas soleadas. A Wagner en días
oscuros. A Mahler en las horas más altas de las noches sin estrellas. Beethoven
es más real entre truenos y relámpagos. A Schubert le sienta la nieve, cuando
cae. Con Bach y Mozart no hay problemas, los puedo escuchar a cualquiera hora y
en cualquier lugar
Así fue como a las dos novelas, aunque de modo tardío,
les llegó también la hora señalada y las leí como si fueran
dos capítulos de una misma obra. Que suerte también que, a la vez de ser tan
distintas, la una fuera tan complementaria con la otra. Pero ¡qué mala suerte!: si esperaba salir de los laberintos de la política, de la historia, e incluso
de la filosofía, debo confesar mi total fracaso. Hube de comprobar por enésima
vez que la ficción no es un medio para evadir la realidad.
Comencé con “Los tres ataúdes blancos” de Antonio Ungar,
no sólo por ser amable obsequio de su autor, sino porque tenía antecedentes de
que se trataba de una obra escrita con buen humor. Tenía ganas de reír; y reí.
Y sin embargo, cuando la terminé, me vi sumido en una profunda tristeza. Pues
entre risa y risa crecía un desgarro profundo: ese que atraviesa un país no muy
ficticio llamado Miranda, gobernado por un autócrata electoralista (Del Pito)
aún menos ficticio, quien mantiene contactos -so pretexto de combatir a las
tampoco ficticias “guerrillas estalinistas”-
con escuadrones de la muerte, dueños de estancias y empresas, y no
por último, con los inefables narcotraficantes. Y a medida que reía, sentía una
gran pena por un país cuyas instituciones sólo son mascarones de proa que
apenas ocultan la borda de una degradación moral que cubre tanto a la
autocracia gobernante como a la oposición, representada por el “partido
amarillo” (podría ser negro o rojo). Un partido cuyo líder asesinado es suplido
por su doble: un gordo grotesco –cada vez menos grotesco, eso sí- quien
lentamente abandona la comedia para entrar en los umbrales más oscuros de una
sórdida tragedia.
“El ruido de las cosas al caer” de Juan Gabriel Vásquez
es en cambio un libro triste; más que triste, depresivo; más que depresivo,
melancólico. Quien tenga ganas de llorar debe leerlo de inmediato. Y sin
embargo, cuando tú lo terminas de leer, quedas más tranquilo que después de haber
leído el “libro alegre” de Ungar. ¿Quizás porque el personaje, un académico
llamado Antonio Yammara, regresa a su hogar después de haber conocido –de la
boca de Aura Fritts- la verdad de los hechos que determinaron la muerte de un
íntimo desconocido de Yammara, el piloto Ricardo Laverde, marido de la
norteamericana Elena Fritts, ambos padres de Aura? ¿Quizás porque la verdad sale a flote lo que no ocurre en el
libro de Ungar donde la verdad no puede salir a flote porque nunca se ha
hundido?
La ambientación de una comedia que se convierte en
tragedia (la de Ungar) y de la tragedia que nunca termina de serlo (la de
Vásquez) es, sin embargo, la misma: la banalidad de la maldad política cuando
ésta se convierte en certeza cotidiana. La diferencia entre ambas novelas no es
por lo tanto entre dos realidades; es entre dos ópticas.
Ungar elige el (muy buen) humor. Y el humor es un don
casi divino otorgado a los mortales para tomar distancia con respecto a la vida
y observarla desde fuera como si uno no estuviera ahí. Vásquez, en cambio,
elige la tristeza. Y la tristeza es también un don casi divino, pues nos
permite hundirnos en la realidad, no como alguien que la describe sino, sobre
todo, la siente. En los dos casos, la muerte, no la vida, es la única certeza.
En la novela de Ungar un simple medio para resolver conflictos aparentemente
políticos. En la de Vásquez, como presencia permanente, oculta en cada esquina;
siempre al acecho.
Las dos novelas, a la vez, comparten la misma afición por
el absurdo. En la de Ungar es el absurdo a que ha sido condenada la política de
la nación colombiana. En la de Vásquez, el de la vida cotidiana en la cual los
niños visitan el zoológico fundado por Pablo Escobar, viven
ahí momentos alegres, y crecen hasta que llega el momento en que los animales
desprotegidos después de la muerte del gangster, vagan como fantasmas por las
calles.
Ambas son novelas políticas; y a la vez no lo son. La
novela de Ungar enjuicia (y ajusticia) a la política de su país, pero no deja
ninguna salida política. No existe, para Ungar, el partido de “los buenos”. La
de Vásquez, a su vez, nos presenta un personaje central, Laverde, quien es
noble en sus relaciones personales pero, a la vez, un narcotraficante redimido
por las circunstancias ¿Por eso fue asesinado?
Pudiera decirse que la alternativa se encuentra, para
ambos autores, más allá de la política: en el amor. Amor representado por las
viudas y sus hijos: los sobrevivientes. Desde allí deberá surgir el futuro. Eso
es al menos lo que piensa un simple lector; más de eso no soy. Lector que ya ha
tomado una decisión, y esa es: cada vez que intente conocer una realidad
histórica recurriré en primer lugar a la ficción.
Los libros de historia son simples complementos del
conocimiento, el que siempre será, en última instancia, inalcanzable, es decir,
ficticio. Con eso quiero decir simplemente que los escalones últimos de la
realidad no son accesibles ni a la historiografía ni a ninguna otra ciencia.
Hay, luego, que imaginarlos.
“La imaginación como primera y última fase del
conocimiento humano”. Buen título para una tesis ¿no es cierto?
Antonio Ungar
– Tres ataúdes blancos, Premio Herralde 2010, Anagrama, Barcelona 2010.
Juan Gabriel
Vásquez – El ruido de las cosas al caer, Premio Alfajuara de novela, 2011,
Santillana Ediciones, Madrid 2012.