“Sé que hay
muchos, musulmanes y no-musulmanes, que cuestionan si podemos lograr este nuevo
comienzo. Hay quienes están ansiosos por avivar las llamas de la división e
impedir el progreso. Hay quienes sugieren que no vale la pena; alegan que
estamos destinados a discrepar y las civilizaciones están condenadas a tener
conflictos. El escepticismo embarga a muchos más. Hay tanto temor, tanta
desconfianza. Pero si optamos por ser prisioneros del pasado, entonces nunca
avanzaremos.” (Barack Obama, Discurso de El Cairo, 04.06.2009)
Los resultados de las elecciones legislativas que
tuvieron lugar el 07.07.2012 serán muy importantes en el futuro de Libia. Pero
aún más importantes fueron las elecciones mismas. Después de 50 años la
población, convertida en ciudadanía, hizo uso del derecho a elegir sus
representantes. En ese sentido, como ya ocurrió en Túnez y en Egipto, Libia
ha dado el paso que transforma una nación puramente jurídica en una nación
política.
La nueva Libia emerge como una nación políticamente
dividida. Pero justamente ahí, en ese punto que a tantos observadores
occidentales causa pavor, reside el legado que trajo consigo la revolución
democrática. Pues una nación que no está políticamente dividida, no es una
nación política.
Las divisiones, por más irreconciliables que sean -y en Libia,
como en todas las naciones, hay algunas que son irreconciliables- son condiciones esenciales de la vida política. Sin división no hay política. Sin política no
hay democracia.
La democracia, no como simple suma de procedimientos
institucionales, sino como modo de vida, no ha llegado todavía a Libia; y
probablemente no llegará tan pronto. Pero su base ya ha sido instalada. Es una
base fragmentada en partes, las que para participar han debido convertirse en
partidos. Esos partidos, religiosos o no, son el fruto de la revolución.
La revolución no sucedió entonces en vano.
Por cierto, como en casi todas las revoluciones, quienes
la iniciaron –los modernos universitarios de Trípolis y Bengasi- fueron
desplazados por otras fuerzas. Ni los “liberales” de Mahmud Yibrid, ni los
nacionalistas de Ali Salabi, ni los islámicos de Al Watan que siguen a Abdalhakim
Belhaj, ni los “hermanos” de Mohamed Sawan, ni los fanáticos salafistas de
Asala, fueron insurgentes de la primera hora. Pero tanto ellos como las fuerzas
que representan son partes de la identidad cultural, nacional y religiosa de la
nación. Hecho por lo demás inevitable. La política se construye a través de
mayorías que provienen de las tradiciones más profundas de cada país. Libia
no es ninguna excepción.
-¿Pero de qué revolución nos hablan?- dirán los enemigos
de la democratización de Libia - ¿No fue lo ocurrido un simple resultado de la
invasión extranjera?-
Quizás se asombren los enemigos de la democracia en Libia
si aceptamos ese argumento. Efectivamente fue así: sin la intervención militar
de gobiernos democráticos, la conversión de Libia en una nación política nunca
habría tenido lugar. Sin embargo, ese no es el punto decisivo. El punto
decisivo es que la intervención externa ocurrió como resultado de un llamado
explícito de auxilio emitido por los propios insurgentes libios.
Gadafi, no olvidemos, había tenido éxito al transformar
una multitudinaria revolución en una cruenta guerra civil. De acuerdo a sus
retorcidos cálculos, frente a una revolución política sólo podía perder. En una
guerra civil, en cambio, podía ganar. De este modo, Gadafi no dudó en masacrar
a su propio pueblo.
El CNT (Consejo Nacional de Transición) era, en sus
comienzos, una fuerza política y no militar. Si debía salvar la revolución,
debía recurrir a la ayuda de sus potenciales aliados occidentales. No tenía,
por lo demás, ninguna otra alternativa. Esa fue la gran diferencia entre la intervención en Irak y la intervención en Libia.
A Bush, desde Irak, nadie le pidió auxilio. Bush en ese
sentido no sólo masacró a una nación. Además violó su soberanía política
arrebatando el derecho de los iraquíes a sublevarse –cuando ellos decidieran-
en contra de su tiranía. No ocurrió así en el caso de Libia.
La intervención sucedió como un acto de
apoyo a una decisión tomada por las fuerzas políticas más representativas de la
insurgencia. Luego, la que surgió del Consejo de Seguridad de la UNO no fue una
intervención militar- humanitaria como ha sido presentada por gran parte del
periodismo occidental. Fue, antes que nada, una intervención militar- política.
Si no se entiende ese punto no se entiende nada.
Los países occidentales no están por supuesto obligados a destruir dictaduras en todo el planeta. Si eso ocurriera, el mundo ardería en
llamas. Por lo tanto no hay impedimento ni moral ni político para que en
tiempos normales las naciones democráticas mantengan relaciones diplomáticas
con terribles dictaduras. Así ha sido y así será. La crítica a los gobiernos
occidentales que mantuvieron relaciones con Gadafi es, visto el tema desde esa
perspectiva, infundada. Tan infundada como la crítica a la intervención militar occidental cuando accedió al llamado de los insurgentes de Siria en contra
del abstencionismo chino, ruso y alemán (qué vergüenza), y de la cobarde
política exterior brasileña.
Hoy las democracias occidentales han ganado nuevos
aliados no solo en Libia sino, además, en todo el mundo árabe. Así se explica
por qué las revueltas árabes, quizás por primera vez en la historia, no se han
dirigido en contra de los EE UU ni en contra de Europa. Ni siquiera en contra
de Israel. En gran medida el profético discurso pronunciado por Barack Obama el
04 de Junio de 2009 en El Cairo se está convirtiendo en realidad.
Barack Obama pasará a la historia por haber sido uno de
los gestores de una nueva política internacional basada en el respeto y apoyo a
los pueblos cuando estos luchan por su libertad. Por esa sola razón ya ha
ganado reconocimiento internacional. Esos tres millones de personas que fueron
a sufragar en Libia, aunque sólo lo hicieran por motivos tribales, federales y
religiosos, merecen también un gran reconocimiento.
Nuevos vientos están soplando entre el Oriente Medio y el
Occidente Político.