Fernando Mires, LA DESTITUCIÓN DEL PRESIDENTE DE PARAGUAY


La destitución de Fernando Lugo, Presidente de Paraguay, es anti-política y por lo mismo, ilegítima. Los demócratas latinoamericanos deben asumir la defensa de la continuidad republicana en Paraguay, o donde sea. No hacerlo significa ceder la defensa de la democracia a quienes más la niegan: las autocracias del continente, las mismas que mantienen estrechos contactos con las dictaduras más tenebrosas del mundo

Sucede en situaciones que llevan a la caída o destitución de un mandatario que quien la ha promovido recurre no a una argumentación política sino a una jurídica, o mejor dicho: leguleya. Como si el acto de destitución fuera deducible de una suerte de automatismo mediante el cual los presidentes son enjuiciados no por personas, no por intereses, no por partidos, sino por leyes situadas más allá del bien y del mal y, lo que es peor, de toda política.
Todavía me parece escuchar las interpretaciones de los juristas de Pinochet cuando justificaban el “pronunciamiento militar”, eufemismo que enmascaraba la horrible carnicería cometida. Mas todavía: de acuerdo a una interpretación formalista de la Constitución, el golpe fue presentado como constitucional. ¿No habían declarado en Junio de 1972 la Corte Suprema y la Cámara de Diputados “ilegal” al gobierno de Allende? La interpretación de una Constitución – y a eso voy- es en la vida política un asunto de simple mayoría parlamentaria.
El acto de destitución y derribamiento de un presidente obedece en cualquier país a motivos políticos y no jurídicos. Todo el acopio de legalismos, en algunos casos bien formulados, no son más que artilugios confeccionados después del acto destituidor. Eso quiere decir: primero se decide la destitución de un mandatario  –así ocurrió en Paraguay- y después se busca el maquillaje jurídico “adecuado”.
Hablando sin rodeos: Fernando Lugo perdió la  mayoría parlamentaria, perdió el apoyo de las instituciones, y no tenía mayoría activa que lo defendiera en las calles. La “clase política”, sentándose en cualquiera formalidad, procedió entonces a expulsarlo del gobierno. Así no más: brutalmente.
La cosmetización jurídica de la  caída de Lugo se vio, además, facilitada, por la enorme imprecisión que ostenta en esa materia la Constitución paraguaya. En efecto, el artículo 225 dice así:
El Presidente de la República, el Vicepresidente, los Ministros del  Poder Ejecutivo, los Ministros de la Corte Suprema de Justicia, el Fiscal General del Estado, el Defensor del Pueblo, el Contralor General  de la República, el Subcontralor y los integrantes del Tribunal Superior  de Justicia Electoral, solo podrán ser sometidos a juicio político por  mal desempeño de sus funciones, por delitos cometidos en el ejercicio de  sus cargos o por delitos comunes.
En ninguna parte se dice “por violación de la Constitución”, de ahí que los tres puntos mencionados, particularmente el primero, “mal desempeño de sus funciones”, están librados a la pura y simple interpretación de la mayoría opositora. No deja de ser sintomático, por ejemplo, que en el “libelo acusatorio” presentado por la Cámara de Diputados, toda la argumentación de los partidos destituyentes descansa sobre  el “mal desempeño de sus funciones” (ver anexo) . De acuerdo a esa línea, cualquier mandatario que pierde la mayoría parlamentaria en cualquier país puede ser destituido sin problemas, lo que, bajo la vigencia de una democracia parlamentaria es comprensible; mas no en una presidencial, como es la de Paraguay. Debido a esa misma razón, el caso paraguayo no puede ser comparado con el caso Zelaya, en la Honduras del 2009.
A diferencias de Lugo, Manuel Zelaya, al introducir en las elecciones la “cuarta urna” que aseguraba de modo ilícito la perpetuación presidencial (al estilo de Ortega y Chávez) incurrió en flagrante violación de la Constitución, lo que motivó el golpe militar que desacreditó por un breve tiempo la política de ese país. En Paraguay, en cambio, no hubo golpe militar sino -algo muy distinto- una destitución institucional (no constitucional) de un presidente democráticamente elegido.
Sin embargo, en un punto la clase política paraguaya cometió grave equivocación. La evaluación de la correlación de fuerzas que llevo a cabo para realizar el acto destituyente fue realizada sobre el plano local y no sobre el internacional. El resultado: Federico Franco y los suyos se encuentran en estos momentos internacionalmente aislados.
Naturalmente, no hay ninguna razón para afirmar que un presidente, como sucede con cualquier empleado público, no pueda ser destituido. Sobre todo si se tiene en cuenta que Lugo no era un dechado de eficiencia ni de moralidad. Sin embargo, Lugo no violó la Constitución o, al menos, no fue acusado de violarla. Si su puesto debía cesar, debió ocurrir como resultado de la decisión del pueblo elector. No haber esperado las próximas elecciones para que así tuviera lugar el acto de relevo, delata la absoluta desconfianza en la voluntad popular manifestada por la clase política de Paraguay. 
Los parlamentarios paraguayos decidieron meterse en el bolsillo el principio de la soberanía popular. Luego, aún en el caso de que la destitución de Lugo hubiera sido legal fue, desde un punto de vista político -que es el que en este caso importa- ilegítimo. Y la diferencia entre legalidad y legitimidad –diferencia en la cual están de acuerdo los más renombrados juristas-  es, en este caso, políticamente decisiva.
Una legalidad que no reposa sobre ninguna legitimidad no reposa sobre nada. Hecho más grave todavía si tenemos en cuenta que la tradición política latinoamericana es –nos guste o no- presidencialista.
Incluso en democracias parlamentarias como la italiana la frecuente destitución de mandatarios ocurre como resultado de largas discusiones en las que participan los ciudadanos y sus organizaciones públicas (caso Berlusconi). En Paraguay, en cambio, la destitución de Lugo fue decidida entre gallos y medianoche, de espaldas al pueblo, como producto de una conspiración, y del modo más anti-político que es posible imaginar. Todas las formas democráticas fueron descuidadas. Asunto no menor: la democracia es y será siempre formal. La democracia es su “puesta en forma”. Sin esas formas, no hay democracia.
Tienen razón por lo tanto sectores democráticos latinoamericanos cuando se pronuncian en contra de tan inaudita destitución presidencial. Por supuesto, hay quienes de modo irreflexivo se alegran con lo ocurrido, pues Fernando Lugo carecía del más mínimo prestigio internacional; además, era aliado íntimo de los gobiernos menos democráticos del continente. No obstante, más allá de simpatías o antipatías, la destitución presidencial no puede ni debe convertirse en hecho precedente; en ningún país.
Baste recordar que por ejemplo en Venezuela hay generales que se han manifestado públicamente por el no-reconocimiento de los resultados electorales en caso de que Hugo Chávez pierda –como todo hasta ahora indica- las elecciones. En ese caso, esos generales estarían dispuestos no solamente a no reconocer sino, además, a destituir a Capriles, aduciendo, naturalmente, motivos legales. Esa es la razón por la cual la oposición democrática venezolana debe manifestarse -y con mucha fuerza- en contra del acto de destitución ocurrido en Paraguay.
Son los sectores democráticos de cada nación quienes deben plantearse en defensa del derecho al ejercicio de la soberanía popular y no, como está ocurriendo en estos momentos, los gobiernos más autocráticos.
Es simplemente obsceno observar a algunos gobernantes latinoamericanos, justamente los mismos que aplauden las horrorosas masacres cometidas en Siria, los mismos que se alinearon en torno a Gadafi, los mismos que reciben con honores militares a Ahmadineyah (el carnicero de la “revolución verde” de Irán) es decir, los mismos que se codean con las dictaduras más tenebrosas del planeta, quienes aparecen hoy como defensores de la democracia en Paraguay.
La defensa de la democracia debe ser tarea de demócratas, no de autócratas.

Anexo:
Ver Libelo acusatorio en contra de Fernando Lugo en: