Fernando Mires, “SADO-POPULISMO”


Democracia no sólo significa no-dictadura. Entre dictadura y democracia hay intermedios, algunos más democráticos que dictatoriales, o a la inversa. La prueba es que el primer decenio del siglo XXl se llenó de regímenes en los cuales es imposible discernir donde termina la democracia y donde comienza una dictadura. No obstante, esos híbridos tienen un punto en común: todos son electoralistas.
Las elecciones en los regímenes autocráticos del siglo XXl son el expediente notarial que les permite legitimarse ante la comunidad internacional, no importando si hubo fraude o fueron ganadas mediante el monopolio de la propaganda, o que los votos sean hijos del miedo. Uno de esos regímenes es el que impera en Ucrania bajo el gobierno del nacional- populista Viktor Yuschenko.
Como en Rusia o Bielo Rusia, como en Hungría o en el Caúcaso, como en Nicaragua y Venezuela, el autócrata de Ucrania mantiene secuestrada la voluntad popular, a veces sin siquiera apelar al fraude, bastando el ejercicio del terror en contra de sus principales opositores.
Sin embargo, Viktor Yuschenko transgredió sus propios límites cuando envió a prisión a Yulia Tymoshenko, carismática líder de “la revolución naranja” de 2004 y después primera ministra en dos ocasiones (2005, 2007). La acusación de haber firmado con Rusia contratos de gas desventajosos no amerita ninguna causa legal. Si ese motivo fuera válido, la mayoría de los mandatarios del mundo estaría en prisión. De modo que para nadie es un misterio que Yulia Tymoshenko es una prisionera política “personal” del mandatario.
Quizás esa fue una razón que explica por qué cuando la prensa dio a conocer fotografías de Yulia con heridas en su cuerpo, secuelas de viles maltratos, una ola de indignación recorrió a Europa. Probablemente Yuschenko, pensando que lo único que interesa a los gobiernos del continente son temas económicos, imaginó que podía darse el lujo de maltratar con impunidad a su ex compañera de ruta.
Menuda fue su sorpresa cuando la canciller alemana Ángela Merkel, anticipándose a socialdemócratas y “verdes”, inició una campaña a favor de la liberación de Yulia Tymoshenko, poniendo incluso en juego la participación de Alemania en el campeonato de fútbol que tendrá lugar en Polonia y Ucrania. A esa iniciativa han ido sumándose otros gobiernos de Europa.
Hoy, Yuschenko sólo atina a justificar la maldad cometida en el cuerpo de Yulia aduciendo que ese es un tema de competencia del poder judicial y no del ejecutivo. Como si nadie supiera que en Ucrania el poder judicial es el ejecutivo. 
En América Latina ocurrió una vez un caso parecido.

La jueza venezolana María Lourdes Afiuni, acusada de haber liberado a un banquero cuya detención sin sentencia había superado lejos el plazo constitucional mínimo de dos años, fue condenada a prisión de acuerdo a ordenes de Chávez, impartidas no en un tribunal sino desde la televisión. El mandatario exigió, sin mediar pruebas, 30 años de prisión, sentencia que fue cambiada en una de esas “reuniones de los viernes”, cuando Chávez –según el ex magistrado Aponte Aponte- imparte ordenes a los jueces, particularmente a esas funcionarias conocidas como “las dos Luisas” cuyo amor a Chávez es infinito y, por lo mismo, más allá de toda ley.
Como Yulia Tymoshenko, la jueza Afiuni fue sometida a maltratos, rodeada de prisioneras comunes, entre ellas vengativas mujeres condenadas por la misma jueza. Solo como resultado de la presión de la prensa mundial, de reclamos de Amnesty International y de algunas personalidades entre las cuales se cuenta el admirador de Chávez, Noam Chomsky, la jueza Afiuni, ya en pésimo estado de salud, ha sido recluida, transitoriamente, en prisión domiciliaria.
¿Cuáles son las razones que explican ese sadismo extremo, en especial ejercido en contra de mujeres, que caracteriza a los autócratas de nuestro tiempo? 
Ni la Tymoschenko ni la Afiuni representan una real amenaza. Desde una perspectiva pragmática, la crueldad ejercida aparece entonces como inexplicable. Pero si observamos el tema desde una perspectiva simbólica, que es la de los gobernantes populistas, podemos vislumbrar algunas razones.
Por de pronto los autócratas intentan demostrar que ellos son depositarios de una justicia que no sólo viene de los comicios sino de un “más allá”. Chávez, como se sabe, ha bajado a ultratumba a palpar las cenizas de Bolivar y, confirmando que para él lo privado es público (y lo público, privado) ha sollozado frente a sus enardecidas masas, clamando a Jesucristo por su vida. Así se explica por qué otros autócratas de similar calaña no sólo violan la constitución, sino, además, lo hacen de modo ostensivo, con placer, como diciendo: aquí la justicia soy yo, mi mandato es divino y mi palabra es la ley.
¿Pero por qué en contra de las mujeres?
No creo seguir a C. G.Jung –Dios me libre- para pensar que los mandatarios sado-populistas de nuestros días apelan a arquetipos arcaicos, entre ellos un patriarcalismo muy presente entre los sectores más atrasados de cada nación, en este caso Ucrania y Venezuela. Y si nos detenemos en ese punto, podemos convenir que a través de la mujer entre rejas, el autócrata envía al pueblo un mensaje que dice así: “Yo soy el hombre de la casa, mi nación es mi casa, y las mujeres me deben obediencia. Las fieles serán premiadas. Las infieles castigadas”.
En el pasado bíblico las infieles eran lapidadas, tradición que hoy continúa en algunos países bárbaros.
Hasta que un día un Viktor Yuschenko tropieza con una mujer que tiene los ovarios bien puestos: Ángela Merkel.
Razón suficiente para pensar cuanta falta haría una Ángela Merkel en América Latina. Quienes debieran ser como ella, Dilma Rousseff o Cristina Fernández, parecen estar sólo interesadas en el poder y en las finanzas. Los derechos humanos no están en la lista de sus preocupaciones. Los de las humanas, tampoco.