¿Por qué no
creo en las encuestas electorales, vengan de donde vengan?
Por la misma
razón por la cual no creo en horóscopos. Pero quizás miento. La verdad es que
creo más en horóscopos que en encuestas. Al menos no están sometidos a
presiones e intereses que inevitablemente influyen a las empresas
encuestadoras.
Las empresas
encuestadoras no se diferencian de otras empresas. Y como ocurre con toda
empresa, siguen la orientación de sus empresarios. Ahora, todo empresario
persigue un objetivo: el éxito. ¿O ha conocido usted algún empresario que
persiga el fracaso? Y bien, en una economía de mercado el éxito es medido de
acuerdo a ganancias.
Si hablamos
de empresas privadas los medios utilizados para la obtención de ganancias se
encuentran sometidos a un sistema de control y vigilancia pública. Así ocurre
con productoras de alimentos o bienes; supuestamente con los bancos y, sobre
todo, con la salud (clínicas, sanatorios y hospitales privados) No sucede lo mismo,
empero, con las encuestadoras, exentas de todo control ciudadano
Ningún
consumidor político, supongamos un partido o un candidato que ha orientado su
línea siguiendo informes de una encuestadora puede, después de haber fracasado
en las elecciones, demandar a la empresa por haber proporcionado datos falsos.
Las encuestadoras son, por lo tanto, empresas que actúan no al margen de la ley
–como las mafias, por ejemplo- sino, lo que puede ser peor: sin ley.
Ahora bien,
si una empresa encuestadora no es confiable en democracia, mucho menos puede
serlo en una nación regida por una autocracia o dictadura. ¿O cree usted que si
un gobierno no vacila en corromper y someter al poder judicial va a tener
escrúpulos en comprar, o por lo menos presionar a encuestadoras privadas? Vamos
a suponer, sin embargo, que eso no es así.
Vamos a
suponer que las encuestadoras están formadas por personas idóneas, guiadas solo
por la ética de una profesión. ¿Confiará usted entonces en opiniones de
encuestados sometidos a presión y dependientes de la ayuda social? Eso quiere decir simplemente que si en un orden político
democrático las encuestas no son confiables, bajo una autocracia son
absolutamente desconfiables.
Incluso, allí
donde actúan empresas encuestadoras formadas por calificados expertos
-sociólogos, psicólogos, politólogos, estadísticos, economistas, consultores,
opinólogos y otras especies de la inagotable fauna- no hay ninguna razón para
depositar demasiada confianza en las encuestas políticas. En este caso, las
suspicacias no son morales sino, por decirlo así, intelectuales.
Efectivamente,
las empresas encuestadoras, todas sin excepción, laboran sobre dos supuestos
constitutivos a un paradigma ya obsoleto en las ciencias sociales, aunque
vigente en muchos institutos de investigación.
El primero de
esos supuestos se basa en la creencia relativa a que la sociedad es un “objeto”
mensurable y cuantificable.
El segundo,
en la creencia relativa a la objetividad del conocimiento científico.
De acuerdo al
primer supuesto, la “sociedad” esta constituida por seres racionales quienes al
ser consultados responden de modo racional. Así son medidas y cuantificadas las
opiniones. Pero las opiniones no son mónadas, sino eslabones de cadenas
interminables. O formulado así: las opiniones son unidades compartidas de modo
que una opinión individual nunca es la misma que la opinión compartida. Todo
encuestado es, en ese sentido, un ser aislado, quien no argumenta (no opina) y
responde, muchas veces, para “salir del paso”.
De acuerdo al
segundo supuesto, se parte de la base de que las encuestas y los encuestadores
transportan verdades objetivas. Pero en ese punto, y ya hace tiempo, las
ciencias naturales, aún antes que las sociales, dieron al traste con la
pretensión de objetividad científica.
Fue la física
cuántica la que demostró que la observación de ondas y luces en las partículas
elementales depende de la subjetividad del observador y de sus instrumentos de
observación. La formulación del físico Dieter Zehl es en ese sentido célebre:
“la conciencia del observador forma parte del proceso cuántico”.
En el caso de
una encuesta, y con mucha más razón, la respuesta del encuestado tampoco es
independiente de la conciencia del encuestador. Puede suceder incluso que la
respuesta ya esté incluida en la pregunta, si no en su letra, por lo menos en
el tono de su formulación.
No son por
lo demás, escasas las situaciones en que la dirección de un instituto de
investigación sustenta una determinada teoría. En ese caso el personal del
instituto estará interesado en probar la veracidad de esa teoría eliminando, de
modo incluso inconciente, todos los puntos que la contradicen. Así, si una
encuestadora sustenta la tesis de que los electores votan por razones
emocionales, y otra cree que lo hacen por razones económicas, los resultados
obtenidos no sólo son distintos; en muchas ocasiones son opuestos.
Las opiniones
–ese es el detalle- no son unidades mensurables ni cuantificables. Ellas están
cambiando en minutos, y no dependen tanto de razones o argumentos, sino de
acontecimientos que, para que lo sean, deben ser fortuitos. Inundaciones,
atentados, enfermedades, guerras, epidemias, terremotos, pueden definir
resultados electorales de modo más decisivo que cualquiera respuesta ocasional.
Hay cientos de ejemplos.
Y no por
último, hay, además, un momento al que ningún encuestador puede alcanzar. Ese
es el momento del elector quien, sin tener que dar cuenta a nadie ni responder
a ninguna pregunta, hace la cruz o pulsa el botón, asumiendo, solo frente a su
conciencia, esa responsabilidad o iresponsabilidad que ninguna encuesta está en
condiciones de medir.