Dícese que casi todos alguna vez
hemos seguido “modelos”, seres a quienes admiramos y alientan a seguir su
ejemplo. Suele suceder también que esos “modelos” dejan en algún momento de ser
arquetipos individuales y se convierten en símbolos colectivos, tanto positivos
como negativos. Martin Luther King y Nelson Mandela, entre los más positivos.
Che Guevara como condensador de las
violencias juveniles de los sesenta, o Bin Laden, para algunos atormentados
islamistas, son objetos que asoman a través del deseo mortal que anida en cada
ser. En ambos casos, los arquetipos –en sentido “jungiano”, es decir como imágenes "prehistóricas"- pasan a través de sus representaciones a jugar el papel de
símbolos colectivos.
Creo que está casi de más decir
que si el lenguaje es simbólico, el lenguaje de la política es hipersimbólico.
La razón es obvia: la política es antes que nada representación. Y toda
re-presentación es simbólica. Por lo mismo, no hay nada más representativo y
simbólico que un candidato, sobre todo si es presidencial.
Por un lado un candidato representa la posibilidad de acceso simbólico al poder de todos; por otro representa demandas colectivas disímiles e incluso contradictorias entre sí. De ahí que quien intente ganar una contienda electoral no puede interpelar a un sólo grupo social o cultural. Por el contrario, ha de trascenderlos a todos de modo que en el espejo de las representaciones sus más diferentes seguidores puedan verse reflejados. Por eso reitero: toda representación es simbólica y, a la vez, todo símbolo es representación.
Por un lado un candidato representa la posibilidad de acceso simbólico al poder de todos; por otro representa demandas colectivas disímiles e incluso contradictorias entre sí. De ahí que quien intente ganar una contienda electoral no puede interpelar a un sólo grupo social o cultural. Por el contrario, ha de trascenderlos a todos de modo que en el espejo de las representaciones sus más diferentes seguidores puedan verse reflejados. Por eso reitero: toda representación es simbólica y, a la vez, todo símbolo es representación.
La política es el arte de unir a
los unos en contra de los otros. Y en la política democrática es el arte de
sumar más que los otros. Ahora, en esa empresa sumatoria llama la atención que
la mayoría de los candidatos presidenciales triunfantes en América Latina han
recurrido en los últimos tiempos a la misma imagen simbólica. Casi todos han
dicho que quieren ser como Lula.
“Yo quiero ser como Lula” dijo
Lobo en Honduras, Fúnez en El Salvador, Bachelet y Piñera en Chile, Mujica en
Uruguay, Santos en Colombia, Humala en Perú, y por supuesto Rousseff en Brasil.
También Capriles, el candidato de la oposición en Venezuela, afirmó: “Yo quiero
ser como Lula”. E hizo bien: con ello quería significar que en Venezuela es
posible practicar un programa de justicia social sin caer en las alucinaciones
totalitarias que padece el presidente. Lula ha pasado así a convertirse en el
líder de los líderes o, aún mejor: en la representación de los representantes.
¿Qué representa Lula? Varias
cosas, sin duda. Mas, hay una que parece ser sobredeterminante: Lula representa
la convergencia ideal (e idealizada) de dos dimensiones que en América Latina
se han encontrado casi siempre disociadas: justicia social y democracia
política.
No importa que Lula haya sido un
continuador de la obra de su predecesor, Cardoso; o que su política
internacional haya sido miserable; o que se haya mostrado más de una vez como
un político falto de principios; o que haya confundido la política con los
negocios. Lo cierto es que la imagen de Lula ha pasado a ser la representación
simbólica de la unidad de las diferencias. Es por eso que todos quieren ser como Lula.
Si Piñera dijo, “yo quiero ser
como Lula”, intentaba comunicar que su gobierno no sólo iba a ser de banqueros
y capitalistas sino, además, de justicia social. Humala –quien de todos ha sido
el que más reiteradamente ha cantado la canción “yo quiero ser como Lula”-
comunicaba que él, sin renunciar a su programa social, iba a realizarlo dentro
del más estricto respeto a la Constitucion. Propósito que hasta ahora ha
cumplido.
Aún más interesante todavía es
que Lula ha sido el símbolo recurrente de los candidatos que provienen de las
izquierdas históricas. En ese punto habría que ser muy ingenuo para no darse
cuenta de que cuando un candidato de izquierda afirma: “yo quiero ser como
Lula” quiere decir “yo no quiero ser como Chávez”. De este modo Lula ha llegado
a ser, en el lenguaje de las imágenes, una especia de “anti- Chávez”. Y es
obvio: si un candidato no es mal político sabe que la mejor manera para perder
una elección sería decir: “Yo quiero ser como Chávez”. Por eso, ni siquiera
quienes más se parecen al venezolano -Correa u Ortega- se han atrevido a
afirmar: “Yo quiero ser como Chávez”.
Hablando en un idioma menos
político y más intelectual, podríamos sugerir que Lula representa mejor que
nadie la unidad que subyace en la tríada propuesta por el Lacan joven: “Lo
real”, “lo simbólico” y “lo imaginario”. Para quien escribe, esa tríada es la
versión psíquica de la santísima trinidad de los cristianos, tema que, por
supuesto, no desarrollaré en este breve artículo. Sólo me limitaré a constatar
que la imagen simbólica de Lula alude a una unidad (o a una armonía) que está
mucho más allá de los símbolos imaginados por los actores contingentes, una
unidad que trasciende al propio Lula. Pues, cuando tantos repiten a la vez: “Yo
quiero ser como Lula”, cabe preguntarse “¿Y cómo es Lula?" Yo creo que eso no
lo sabe ni Lula.
Lula no es más que la
representación de Lula, o para aludir al verso de Rimbaud, Lula podría bien
decir: “Yo soy el otro”.
Mires.fernando5@googlemail.com
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