Vergüenza; debería darme vergüenza. Haber
leído la trilogía Millenium de Stieg Larsson sólo hace pocos días obliga a
pedir disculpas; no sólo a la memoria de un genial autor fallecido en plena euforia
creativa (Millenium iba a ser tetra-logía) sino ante mí. Vergüenza, porque
desde mi niñez cuando leía las aventuras de Morgan y Sandokan según Emilio Salgari, no
me había sumido tan intensamente en una historia, hasta el punto de postergar
citas, incumplir obligaciones, retrasar horarios y asustar al prójimo con mis
ojos rojos.
Millones de personas ya han
leído la trilogía antes que yo. ¿Qué me impulsó a esa insólita omisión? En las
pocas reuniones a las que acudo la gente no cesaba de hablar de Stieg
Larsson y su trilogía. No hay crítico literario que no se haya referido a ella.
Ni siquiera un artículo de Vargas Llosa publicado el 2009 dedicado a Lisbeth
Salander, la heroína de la trilogía, logró inducirme a leer esa historia.
Busco razones que expliquen tamaña insensatez: ¿Falta de tiempo? ¿Cierta hostilidad hacia los “libros de
moda? ¿Desconfianza literaria frente a los thrillers? ¿Haber visto las
excelentes versiones televisivas suecas y pensar que los libros no podían ser
mejores? Quizás hay un poco de cada cosa. El hecho es que nunca una frase tan
manida como “es mejor tarde que nunca” me había parecido tan lúcida y, sobre
todo, tan verdadera.
Por cierto, sería absurdo
después que los mejores críticos literarios del universo han escrito sobre Millenium
ensayar una sola línea más. Pero como lector creo estar en condiciones de
rendir cuentas acerca de mi entusiasmo. Me refiero a la inevitable atracción
que siento por Lisbeth Salander quien, con sus apenas 48 kilos, su diminuta
estatura y sus 26 años, lucha en contra de los representantes del mal, sean
estos padres sádicos, impenitentes violadores, malignas instituciones psiquiátricas,
tratantes de blancas, policías y jueces corruptos, comerciantes de armas, y
otras linduras similares.
Comparado con lo que hubo de
padecer Lisbeth en su infancia, la de Oliver Twist fue un dechado de felicidad.
Hija de un criminal sádico, ex espía ruso protegido por los servicios secretos
a quien ella a los 12 años intentó asesinar para defender a su madre, fue
enviada, mediante diabólica conjuración, a una clínica psiquiátrica. Allí, por
“prescripción médica” pasó la mayor parte del tiempo atada a un camastro. Pero
no voy a contar la historia. Valga lo dicho para señalar que la que enfrentaba
Lisbeth no era una maldad abstracta, sino otra: la maldad convertida en
sistema, aquella que se guarece bajo instituciones y sigue el mandato de
supuestas “razones superiores”, es decir, la maldad del poder cuando no
encuentra límites que lo detengan.
No obstante, Lisbeth no es, en
ningún caso, una moralista. Si he “conocido” a alguien sin ninguna noción de la
moral convencional, con tanta indiferencia frente a los preceptos, las normas y
las leyes, sin la más mínima inhibición
sexual, con tan escaso interés sobre ideologías y teorías, con una tan radical
ausencia de religiosidad, esa persona es, no puede ser otra que no sea Lisbeth
Salander.
Nada más lejos de ser una
justiciera. A diferencias de Batman quien combate el mal en nombre de un alto
principio moral, Lisbeth carece en términos absolutos de cualquier “Super Yo”.
Su lucha en contra del mal la realiza siempre, o por cumplir con algún contrato
bien pagado, o en defensa propia. Es decir, ella no enfrenta al mal abstracto;
sólo a su representación en personas o en sistemas que la persiguen y la acosan.
O en otros términos: su pasión no surge de una afirmación del “bien” sino de
una negación existencial del mal: un mal cometido a ella o a las personas que
ella llegó a estimar e incluso amar, como fue el caso del héroe masculino de la
historia, el sagaz, maniático y guapo periodista Mikael “Kalle” Blomvitz .
Mikael Blomvitz, a diferencias
de Lisbeth, es un hombre de valores y principios aprendidos e inculcados. O, para decirlo de un modo filosófico: Mientras Lisbeth es un personaje
“nietzscheano”, Blomvitz es uno “kantiano”. Como es fácil adivinar, entre ambos
no podía sino existir una inevitable atracción. Lo que uno no tenía, lo tenía
el otro.
De modo que si escribo estas
líneas no es para ensayar alguna crítica literaria. Si lo hago, en cambio, es
para confesar que, a través de esa astuta y anoréxica Lisbeth Salander he
podido confirmar una sospecha que todavía no obtenía configuración. Esa sospecha dice más o menos así: “La contraposición del mal no
es siempre la bondad; o por lo menos no lo es si el mal es radical, y la
expresión más radical del mal se encuentra inscrita en el principio de la
muerte. Frente a ese mal radical no vale la pena oponer ninguna bondad, por más
radical que sea. Sólo es posible oponer a ese mal el principio de la vida”.
Y bien, para mí, Lisbeth
Salander representa, en primer orden, la personalización más radical y osada
del principio de la vida que me es posible imaginar.
Eso significa que, si hablamos
en términos morales, tendríamos que diferenciar, a mi juicio, entre dos tipos
de moral. Una es la moral prescriptiva, y esa la encontramos inserta en
mandamientos, en constituciones, en fin, en leyes religiosas o civiles. La otra
es una que precede y en gran medida trasciende a las leyes. Esa es la moral del
ser. Y el ser para ser requiere negar a todo lo que es no-ser.
Entiéndase: no me refiero a la
moral del Emilio de Rousseau, a esa que nos dice que el humano es bueno
por naturaleza (leyendo a Larsson obtenemos más bien pruebas de lo contrario)
Transgrediendo al filósofo podríamos decir, en cambio, que la naturaleza es
buena no porque es buena sino porque es natural. Es, si se quiere, la de
Lisbeth, una moral negativa, o mejor aún: de resistencia en contra de todos los
poderes que impiden ser al ser. Con su agilidad, su sabiduría internética y su
increíble “memoria fotográfica”, desató Lisbeth, a lo largo de tres voluminosos
tomos, una lucha a muerte en contra de la muerte arriesgando su vida por la
vida.
Sé que podríamos discutir
durante siglos acerca de sí la moral que aprendimos es superior o inferior a la
que trae el ser consigo al venir al mundo. Frente a un tema de esa dimensión
nunca será simple otorgar veredicto alguno. Lo único que en ese punto tengo
relativamente claro es que en nombre de la primera moral se han cometido los más horribles crímenes que pueda imaginar la mente humana, siempre por
supuesto que esa mente no sea la de Stieg Larsson. Y que no existan seres,
ficticios o reales –da lo mismo- como Lisbeth Salander, dispuestos a “matar a la
muerte”, sea en el prójimo o aún, si así es necesario, dentro de la propia alma.
Dos post-escritos:
1. No he visto todavía el remake
norteamericano dirigido por David Finche
2. Si usted no ha leído la
trilogía Millenium, hágalo de inmediato. Si la va a leer en español, haga
omisión de esos títulos que, con extremo mal gusto, propinó la editorial a cada
libro.