Escuchar y ver al Presidente
Chávez insultando del modo más procaz al candidato opositor, y a su séquito
aplaudiendo con homicida entusiasmo, son hechos que podrían dar cabida a la
idea de que estamos frente a un fenómeno particular, entendible sólo a partir
de coordenadas venezolanas. Pero no: el problema es más grave y no tiene que ver sólo con Venezuela
Vamos a los hechos: Chávez
calificó al candidato opositor Henrique Capriles de “cochino” sin que mediara
ninguna agresión u ofensa de parte del segundo
Chávez abrió así el espacio para
que cualquiera de sus más enloquecidos seguidores –y los tiene- atente en
contra de la vida del candidato opositor. Al fin y al cabo se trataría de un
simple “cochino”, no de un ser humano.
La deshumanización verbal del
enemigo pertenece por cierto a una escuela de vieja data. Hitler, a quien sus
electores ubicaban dentro de la izquierda (“nacional-socialismo”) llamaba “ratas”
a los ciudadanos judíos, términos que también hizo suyo el “socialista” Gadafi
para referirse a los rebeldes. Stalin llamó “parásitos” a sus enemigos “de
clase”. Fidel Castro calificó como “gusanos” a una enorme cantidad de
refugiados políticos. Pinochet, a su vez, caracterizó a los marxistas como
“mala hierba”. Los asesinos de la RAF alemana, los de las FARC en Colombia y
los terroristas de Al Qaeda calificaban de “cerdos” a sus enemigos. Chávez, por
lo tanto, está lejos de ser una
excepción. Luego, independiente a su salud mental -lo que para un análisis
político no tiene mucha relevancia- en los insultos de Chávez hay determinadas
intenciones lógicas.
La primera ya ha sido
mencionada: la deshumanización del enemigo mediante la vía verbal podría
actuar, bajo determinadas condiciones, como pre-condición hipotética del
atentado a la vida del candidato o de la de otros líderes de la oposición. Se
trata, en este caso, de un intento amedrentador
La segunda obedece a un cálculo
estratégico, a saber: enrarecer el clima provocando al adversario para que éste
reaccione igual a él, y abandone así la línea de la política. De más está decir
que en un marco antipolítico Chávez es imbatible. Su capacidad de insulto y las
dimensiones de sus groserías son insuperables.
La tercera intención también es
racional. Chávez –lo ha demostrado- domina a la perfección el lenguaje de los
bajos fondos. Y el hampa, eso lo sabe él muy bien, también vota. Mas todavía:
el hampa se ha apoderado de Caracas hasta el punto de que durante el mandato de
Chávez ha llegado a ser, junto a Ciudad Juárez, la ciudad más peligrosa del
continente. De tal modo, cuando Chávez habla como hampón, interpela a la parte
más “dura” de su propio frente interno: la delincuencia organizada.
La cuarta intención es un
derivado de la tercera: a través de la destrucción del lenguaje político, Chávez
intenta introducir en Venezuela un clima de terror. Tropas de choque,
encapuchados motorizados, franco-tiradores, matones a sueldos, en fin, toda esa
ralea que ha llevado a algunos analistas a caracterizar al régimen como
fascista, ya está tomando posiciones de combate. Atentados, vehículos y
edificios incendiados, secuestros, asaltos a mano armada, serán los
complementos naturales de la violencia gramatical del mandatario. Venezuela, de
aquí a las elecciones, será un infierno.
Sin embargo, Chávez no está
sólo. Su lenguaje –reitero- es constitutivo a esa cultura de la violencia que
todavía impera en gran parte del continente, tanto en sus derechas como en sus
izquierdas.
Cuando los mandatarios del ALBA
-con excepción del cubano llegados al poder mediante elecciones democráticas-
al confraternizar con los genocidas más repugnantes del planeta, llámense
Gadafi o Bashar el Asad, no pueden ocultar la relación de identidad
antipolítica que a todos los une.
Incluso partidos políticos de
izquierda que forman parte del sistema democrático de sus respectivos países
son afectados cada cierto tiempo por peligrosas recaídas en la cultura de la
violencia ¿Qué oculto inconsciente llevó por ejemplo a los dirigentes
comunistas chilenos a presentar, hace un par de meses, sus condolencias a la
dinastía coreana cuando falleció Kim Jong, uno de los más tenebrosos dictadores
de la historia mundial?
Para que quede claro: no estoy
hablando de un grupo armado sino de un partido del cual sus dirigentes son casi
todos profesionales, gente de buen vivir, habitantes de barrios apacibles, con
hijos en excelentes colegios, es decir, de un partido del que gran parte de su
militancia no se diferencia -ni en gustos, ni en hábitos consumistas, ni en nivel cultural- de la derecha; en fin, de personas que no soportarían
vivir no sólo en Corea del Norte, tampoco en Cuba más de una semana. ¿Qué
charco ideológico les impide salir de esa cultura de la violencia que ellos
mismos nunca han practicado y asumir la vida democrática sin ningún complejo de
culpa? ¿No se dan cuenta de que mientras no se distancien explícitamente de
Chávez, los Castro y otros autócratas, nunca van a tener la más mínima chance
política en su propio país?
En el fondo, resulta evidente,
el problema no es político: es quizás antropológico; o tal vez psiquiátrico.
Es una lástima. El juego
democrático de las naciones latinoamericanas necesita de una izquierda, de un
centro y de una derecha bien constituidos. Si la izquierda -y no sólo la
derecha- no abandona de una vez por todas esa cultura de la violencia verbal
tan propia a Chávez y a los chavistas más fanáticos, llevará otra vez a que
algunos no resistan la tentación de cortar otra vez la misma rama del árbol en
donde están todos sentados. ¿Es que no han aprendido nada?