La Conferencia Episcopal holandesa y la Asociación de
Órdenes Religiosas pidieron perdón por "la lacra de los abusos sexuales
cometidos en el seno de la Iglesia católica". "Nunca debió suceder.
Padres y niños depositaron su confianza en nosotros y hemos fallado", dijo
el arzobispo de Utrecht, Willem Eijk. Eso fue a media tarde. Apenas unas horas
antes, Wim Deetman, presidente de la comisión que lleva su nombre, encargada de
investigar los abusos, había descrito un panorama desolador”.
1.
La cita
es parte del texto de una noticia -una más de las tantas sobre el mismo tema-
divulgada en todos los periódicos del mundo nada menos que en vísperas de la
Navidad del 2011. Obispos, arzobispos, cardenales, el Papa, toda clase de
autoridades religiosas, no atinan más que a pedir perdón por faltas cometidas a ciudadanos de diversas naciones.
En
verdad, no se trata sólo de pecados (ausencia de la presencia de Dios en
el ser) sino de delitos, vale decir, transgresiones penadas por la Ley
en todos los países civilizados. De más está decir que el prestigio del
sacerdocio católico –aunque paguen justos más que pecadores- está por los
suelos. No pocos son los padres de familia dispuestos a no confiar la educación
de sus hijos a curas católicos. Incluso ya están siendo exhibidos filmes donde
los sacerdotes aparecen como símbolos de aberrantes perversiones sexuales.
Quien lo iba a
pensar. Cuando Almodóvar presentó su film “La mala educación”, fue vilipendiado
en los medios vaticanos. Hoy estamos viendo, en cambio, como la realidad supera
a la ficción. Son tantos las casos de transgresiones llevadas a cabo por
sacerdotes que resulta imposible seguir hablando de hechos aislados. Ha llegado
entonces la hora de decirlo –con todas sus letras y en voz muy alta– la Iglesia
Católica está enferma. Una disociante patología sexual la recorre de punta a
cabo.
Estamos frente a un
mal –la palabra la utilizo en dos sentidos: religioso y clínico- que no puede
ser lavado ni con simples peticiones de perdón ni con sinceros reconocimientos
de culpa. Se trata de uno que hay que –aunque parezca ironía tratándose de
curas- curar (sanar) Y ese mal tiene su origen, es mi opinión, en el propio
celibato eclesiástico.
Entiéndase: no
estoy diciendo que el celibato sea “en sí” el mal; estoy diciendo que el mal se
origina desde la institución del celibato, es decir, desde el momento cuando la
Iglesia, quizás por motivos históricamente justificados, intentó regular la
energía genital de sus huestes. Voy a fundamentar enseguida esa opinión
Los orígenes
históricos del celibato se remontan al año 305 d.C. (Concilio de Elvira) Las
razones de su implantación no pueden, luego, ser separadas del contexto signado
por el desmoronamiento del imperio romano el que no sólo fue institucional sino
también cultural y, sobre todo, moral. La Iglesia, en esas condiciones, hubo de
cerrar filas alrededor de hombres cuya misión era la de servir de ejemplo en
medio de la más caótica barbarie. A esa razón fue agregada otra no
menos importante: impedir que los bienes de la Iglesia fueran convertidos en
patrimonios, familiares y hereditarios (Concilio de Nicea, 324 d.C.) Hay, y no
por último, una tercera razón, y es la que predomina todavía en círculos
eclesiásticos: separar a los sacerdotes de la vida doméstica a fin de que
dediquen todo su tiempo a la causa de Dios. Idea que en cualquier caso no es
cristiana. Como muchos otros atributos del cristianismo, ella proviene del
mundo griego.
Dedicar tiempo a la
filosofía (amor por el saber) era para los griegos un medio para vincularse con
el más allá mediante el pensamiento dialógico. Las tareas domésticas, por muy
importantes que fueran, no deberían ser ejercidas por filósofos. Como es
sabido, Platón llevó esa idea al extremo cuando fundó las Academias en cuyos
interiores solo convivían hombres dedicados al pensamiento, a las artes y al
saber. Las ordenes religiosas y los primeros conventos de la cristiandad surgieron
a imagen y semejanza de las Academias platónicas.
2.
Huelga decir que
los fundamentos teológicos del celibato eclesiástico son muy débiles. Eso
explica por qué la mayoría de sus defensores ha intentado forzar las palabras
de Jesús de acuerdo a una muy mala interpretación de un pasaje del Evangelio
según Mateo. Es el siguiente: Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de
fornicación, y se casa con otra, cometerá adulterio; y el que se casa con la
repudiada, cometerá adulterio. - Le dijeron sus discípulos: -Si así es la
condición del hombre con su mujer, no conviene casarse. Entonces él les dijo:
-No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado. Hay
eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos
eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por
causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba. (19: 9-12)
El párrafo de Mateo
contiene dos partes. En la primera, Jesús, de acuerdo a la más estricta
tradición judía, defiende los derechos de la mujer en la familia. En la
segunda, cuando se refiere a los eunucos (personas desgenitalizadas) lo hace en
términos literales y simbólicos a la vez. Primero, hay según Jesús, seres no sexualizados
y lo son por naturaleza. Segundo, hay quienes han llegado a serlo por las
circunstancias de la vida. Y tercero, hay quienes han llegado a serlo al haber
trasladado su energía amatoria hacia Dios. Estos son los menos: los iluminados,
los santos, los que han visto la luz del cielo antes de morir. Pero, léase
bien: en ningún caso Jesús exigió a sus discípulos que asumieran la tercera
alternativa, la de ser eunucos espirituales, como una obligación a cumplir en
esta vida. ¿Cómo puede
exigir entonces la Iglesia a sus sacerdotes algo que jamás exigió Jesús a sus
discípulos? ¿No estamos frente a un “clásico” pecado de soberbia?
Iluminados
que han abandonado sus bienes para dedicarse a sublimes misiones ha habido
muchos. Seres para quienes la sexualidad ocupa un lugar muy secundario frente a
un ideal superior de vida, los podemos encontrar en artistas, filósofos e
incluso en científicos, tanto o más que en las religiones. Pero ninguno ha
alcanzado ese estadio destruyendo su propia materia sino siguiendo, desde su
materia, el mandato de una naturaleza espiritual, o de acuerdo a Jesús: como un
don que viene del cielo. Esa naturaleza espiritual, imposible de imponer a
nadie, es la que ha intentado imponer la Iglesia a sus sacerdotes. Razón por la cual los delincuentes sexuales –religiosos o no- son, como ocurre
en toda delincuencia, hechores pero también víctimas. Víctimas de un rigorismo
sexual frente al cual, por ser humanos, no están preparados la gran mayoría de
los sacerdotes. Ni siquiera los de “el nombre de la rosa” de Umberto Eco.
Si el
sentido de la abstención sexual era liberar el tiempo para que fuera dedicado a
Dios, hay que convenir que, siendo la intención buena, ha ocurrido todo lo
contrario. Pues si pensamos en términos de economía temporal hay que
preguntarse ¿Cuánto tiempo gasta un sacerdote en aventar sus deseos sexuales?
¿En atormentarse por poluciones involuntarias? ¿Cuántas
penitencias para castigar el simple recuerdo de los sueños eróticos? ¿Cuánta
mortificación cuando en ausencia de la piel de una mujer el deseo aparece
frente a un muchachito lampiño?
3.
El
sexo y el hambre son deseos del cuerpo. Ambos sirven a la perpetuación de la
vida, algo que no puede ser contrario al deseo de Dios, que es la vida misma.
Si ponemos a un ser humano –el ejemplo es hoy muy válido- al borde de la
inanición: ¿puede en esas condiciones pensar en Dios? Con el sexo ocurre lo
mismo: frente a la ausencia del objeto, el deseo sólo sabe crecer, hasta
convertirse en patológica obsesión.
La
abstención del objeto del deseo tiene como efecto aumentar el deseo del objeto.
Eso lo sabe cualquier sicoanalista de mediana formación. Mientras más prohibido
el deseo, más fuerte será su llamado. Lo dijo Sócrates muy bien: “el ser desea
lo que no tiene porque si lo tuviera no lo desearía”. Y mientras menos se
tiene, más grande será el deseo. Luego, si el objeto del deseo es interdicto,
el deseo buscará objetos sustitutivos. Ese será –lo sabemos desde Freud- el
momento de la “perversión”. La perversión (o desvío) emerge justamente ahí
donde aparece la prohibición. La perversión es el deseo que se estrella contra
el muro de la prohibición y busca salida a través de los menos imaginados
acueductos.
Si el
deseo se dirige a Dios, es divino. Si el deseo se dirige al humano, es humano.
Pero lo humano en el ser es condición de su divinidad, del mismo modo que la
materia es condición del espíritu. A partir del amor hacia lo humano podemos
pre-sentir el amor hacia lo divino. Nunca ocurrirá al revés. Lo superior sólo
puede existir sobre la base de lo inferior pero lo inferior puede seguir
existiendo sin lo superior. Quien niega la materialidad del ser niega por lo
mismo la potencia de su espiritualidad. El espíritu, hay que reiterarlo, no es
la negación de la materia, pero la materia es condición del espíritu. Eso lo
entendió muy bien la doctrina cristiana cuando nos habla de la resurrección de
los cuerpos: ¿No es también ese el sentido de la revelación del Nazareno cuando
nos dijo que el vino es su sangre y el pan su cuerpo? La negación del cuerpo
es, por lo mismo, la negación del alma. Es pecado. El celibato obligatorio,
como negación del placer que nos da la reproducción de la vida es, por lo
tanto, pecado. Y el pecado sólo puede producir pecado (ausencia de la presencia
de Dios en el ser)
Pero
el pecado no existe sin el conocimiento del pecado –lo sabemos desde Adán y
Eva- es decir, por la prohibición que lo da a conocer. Esa es, por lo demás,
una de las tesis centrales del fundador del cristianismo: el apóstol Pablo. “¿Es
la ley pecado? Jamás sea eso cierto. Pero yo no habría llegado a conocer el
pecado si no hubiera sido por la ley, y no hubiese conocido la codicia si la
ley no hubiese dicho: “No debes codiciar”. Mas, el pecado recibiendo incentivo
por medio del mandamiento, obró en mí toda clase de codicia, porque aparte de
la ley, el pecado estaba muerto. De hecho yo estaba vivo en otro tiempo aparte
de la ley; mas cuando llegó la ley, el pecado revivió pero yo morí”
(Romanos 7: 7-8-9)
La ley
mediante la prohibición nos da a conocer el pecado y por eso mismo el deseo del
pecado. El deseo prohibido se transforma así en patológica obsesión. Esa es la
que vive la Iglesia Católica de nuestro tiempo. Al negar al deseo sexual la
Iglesia no desexualizó a sus contingentes. Todo lo contrario: los
hipersexualizó. Casi no hay, efectivamente, institución más sexualizada que la
Iglesia Católica. La Iglesia ha terminado por convertirse así, en un sinónimo
de la sexualidad. Y eso no puede ser. Esa no es la Iglesia que necesitamos.
La
Iglesia Católica fue, es, y quizás será, uno de los pilares sobre los cuales
reposa el pensamiento moral, filosófico y político de esa unidad no geográfica
que es Occidente. Más allá de sus históricos extravíos, que han sido muchos, la
propia idea de Occidente no habría sido posible sin la Iglesia. Quiero decir:
la democracia y la libertad necesita de instituciones que resguarden ese tesoro
acumulado desde los días en que el cristianismo histórico emergió de la
convergencia que se dio entre la sabiduría moral de los judíos, el pensamiento
lógico de los griegos, y la legalidad republicana de los romanos. Dicho rol
resguardador ha sido cumplido por la Iglesia Católica. Por eso es que no solo
los católicos necesitamos de la Iglesia.
El
mundo de la libertad necesita una Iglesia libre de obsesiones, sean sexuales o
no. Necesitamos también sus sacerdotes. Algunos han sido mártires, otros
santos. Ocurre lo mismo en las artes: hay miles de pintores, pero como Leonardo
o Miguel Ángel no hay muchos. Esa es la razón por la cual ningún mártir, ningún
santo, podrá sustituir el rol que cumplen abnegados sacerdotes (y monjas) en
los más remotos rincones del planeta. Nadie exige, por lo tanto, que los curas
sean mártires o santos; tampoco superhombres elevados hacia el cielo sobre las
ruinas de sus propios cuerpos. Pero sí requerimos de profesionales de la fe; es
decir, seres que profesan una vocación con eficiencia, responsabilidad, y en
este caso, como profesores que enseñen la palabra de Cristo en su literalidad,
en su significado y en su sentido. Más no se les puede pedir a los curas: son
seres humanos, como tú y yo. Más no pidió tampoco Jesús a sus discípulos.