Hay dos caminos en la vida:
El camino de la naturaleza
O el camino de la Gracia
Tú eliges cuál seguir
Cuando durante esas inevitables conversaciones de fin de año me preguntaron cuál había sido la película que más me gustó durante 2011, dije de inmediato y sin pensarlo: "El árbol de la vida“ (The tree of life) de Terrence Malick.
Nunca –puedo asegurarlo- hay una verdad más verdadera
que una respuesta dicha sin pensar.
Solamente podemos pensar con palabras, de eso no cabe
duda, pero cuando la palabra es dicha antes del pensamiento es porque nos viene
de otro lugar; uno que está antes y quizás después del pensamiento, lugar cuyo
nombre no conozco, aunque creo que ese podría ser, efectivamente, “el lugar del ser”.
Fue ese mismo ser “quien” respondió a la madre del
hijo muerto con las imágenes metafísicas de Malick cuando ella, en el mismo
límite que surca al dolor con la muerte, preguntó dónde estaba el objeto de su
más grande amor. La respuesta de las imágenes de Malick no fue la piadosa
convención con la cual intentamos consolar al prójimo, o salir del paso cuando
enfrentamos situaciones semejantes. No “en el más allá”. Tampoco “en el cielo”,
o en el acomodaticio “él está en las manos de Dios”; ni siquiera en su
equivalente metafísico: “quizás está en otra parte”
La respuesta que esperaba la Sra. O' Brien no tiene
palabras, no la puedo decir en un artículo, no la puede decir nadie pensando,
mucho menos re-flexionando: hay que recurrir entonces a otros medios: a la
música quizás, o a la pintura, o a la poesía, o simplemente al cine, como
Malick al mostrarnos en maravillosos términos aproximados lo que con nuestros
ojos no podemos ver, solamente presentir, o en el mejor de los casos: adivinar.
Repito, no un “más allá” pensado desde un “más acá”, sino una eternidad
inpensable, una que está antes, durante y después de nosotros y que nos
cuestiona ahí, justamente ahí, cuando llegamos al límite de lo viviente, en
medio del dolor más grande que puede sentir el ser humano –el dolor de María-
cuando recibe el anuncio de la muerte del hijo amado y pregunta ¿Dónde está?
¿Adónde se ha ido? O dicho con las palabras radicales del libro de Hiob (capítulo
8-Vers. 4-7): "Where were you when I laid
the earth’s foundation...while the morning stars sang together and all the sons
of God shouted for joy?"
Nunca estamos más cerca de Dios como cuando creemos
sentir el peso de su –para nosotros- inexplicable injusticia. Es el momento de la
pregunta y de la respuesta a la vez. Y la respuesta implícita de Malick es “yo
no lo sé, sólo puedo imaginarlo con la imaginación que dan las imágenes”, las
que, estando cerca del final nos muestran el origen de todas las cosas del
mundo. O como afirmó Martin Heidegger: “El origen no está al comienzo sino al
final”
-Malick filmó “Ser y Tiempo” de Heidegger- dije
intentando hacer una broma que apagara un poco el estridente silencio en que
nos sumió “El árbol de la vida“ .¡Qué ironía!- resultó no ser broma. Pues al
día siguiente, buceando en Internet, me enteré de que Terrence Malick no sólo
es un profundo conocedor de la filosofía de Heidegger; además había
intentado escribir su doctorado sobre la obra del gran filósofo. Yo no estaba
tan equivocado entonces cuando pensé que las imágenes de Malick son, si así se
pudiera decir, heideggerianas.
La relación tridimensional que establece Malick con
la tragedia de la familia O’Brian, corresponde exactamente con las
tres instancias del “ser” sugeridas por Heidegger: la del SER, la del ser en el
ser, y la de estar en el ser. Está última es la que portamos como seres vivientes:
la vida normativizada, la misma que intentó inculcar el severo ingeniero
O’Brien (el mejor Brad Pitt que he visto) en sus tres hijos, creyendo como
todo puritano que la salvación la encontraremos no en el amor -como sin
pensarlo ya lo sabía la madre (Jessica Chastain: el amor en persona) - sino en
la ley, la norma, la disciplina y el orden. Estructuras indispensables para
llevar una buena vida pero que nunca pueden ser un “fin en sí” como indican las
religiones ritualizadas.
La perfección no se hizo para nosotros, los humanos.
Luego, el verdadero éxito no está en esta vida sino saliendo de ella (exit).
Así debió reconocerlo el mismo O’Brien en esos momentos de fracaso que todos,
unos más otros menos, hemos experimentado alguna vez. Sólo el amor dirigido al ser
total a través del otro transitorio (El “Sorge” heideggeriano) puede salvarnos.
La mujer O’Brien, no su marido, era la portadora de ese amor, amor que nadie
sabe de donde viene pero, y de eso estoy convencido: no (sólo) es de este
mundo.
Mas, por favor, no se asuste el lector. Nadie necesita
leer a Heidegger para ver “El árbol de la vida”. Incluso sugiero que nadie lea
nada poco antes de ver ese film. Olviden señoras y señores toda teoría, tesis,
hipótesis, e incluso, si las tienen, creencias. Miren, vean y
sientan. Dejen que el alma les sea llevada por esas bellísimas imágenes que nos
muestran como la historia del universo está en cada uno de nosotros; como ya
éramos antes de que apareciéramos sobre la faz de la tierra, quizás en los ojos
asustados de un dinosaurio herido, o en la verdad profunda que revela la planta
del pie de un niño recién nacido, o incluso en las algas que nos preceden, en
fin, en todo eso que nos muestra como hay un lugar sin antes y después, un
lugar en donde nos encontraremos para siempre porque, aún sin saberlo, siempre
habíamos estado ahí. Efectivamente, es el mismo lugar que con rostro
desesperado –Sean Penn no tiene otro- encontró el Jack O’Brian adulto. Allí –es
la intuición magnífica de Malick- a diferencia de lo que ocurre en nuestra vida
terrena en donde el espíritu surge desde el fondo de la materia, la materia
proviene desde la luz más radiante del espíritu divino. Justo en ese lugar
donde todos los tiempos no son más que uno: el tiempo del amor infinito y
total, anticipado como si fuera un sueño por “El árbol de la vida”
Eso fue al menos lo que sentí y pensé después de ver
“El árbol de la vida”. Puede que usted haya sentido y pensado algo diferente
cuando vió el mismo film. Si es así, tanto mejor.