Democracia
no sólo significa no-dictadura. Entre dictadura y democracia hay intermedios,
algunos más democráticos que dictatoriales, o a la inversa. La prueba es que el primer decenio del siglo XXl se llenó de regímenes en los cuales es imposible
discernir donde termina la democracia y donde comienza una dictadura. No
obstante, esos híbridos tienen un punto en común: todos son electoralistas.
Las
elecciones en los regímenes autocráticos del siglo XXl son el expediente
notarial que les permite legitimarse ante la comunidad internacional, no
importando si hubo fraude o fueron ganadas mediante el monopolio de la propaganda,
o que los votos sean hijos del miedo. Uno de esos regímenes es el que impera en
Ucrania bajo el gobierno del nacional- populista Viktor Yuschenko.
Como
en Rusia o Bielo Rusia, como en Hungría o en el Caúcaso, como en Nicaragua y
Venezuela, el autócrata de Ucrania mantiene secuestrada la voluntad popular, a
veces sin siquiera apelar al fraude, bastando el ejercicio del terror en contra
de sus principales opositores.
Sin
embargo, Viktor Yuschenko transgredió sus propios límites cuando envió a
prisión a Yulia Tymoshenko, carismática líder de “la revolución naranja” de
2004 y después primera ministra en dos ocasiones (2005, 2007). La acusación de
haber firmado con Rusia contratos de gas desventajosos no amerita ninguna
causa legal. Si ese motivo fuera válido, la mayoría de los mandatarios del
mundo estaría en prisión. De modo que para nadie es un misterio que Yulia
Tymoshenko es una prisionera política “personal” del mandatario.
Quizás
esa fue una razón que explica por qué cuando la prensa dio a conocer
fotografías de Yulia con heridas en su cuerpo, secuelas de viles maltratos, una ola de indignación recorrió a Europa. Probablemente Yuschenko,
pensando que lo único que interesa a los gobiernos del continente son temas
económicos, imaginó que podía darse el lujo de maltratar con impunidad a su ex
compañera de ruta.
Menuda
fue su sorpresa cuando la canciller alemana Ángela Merkel, anticipándose a
socialdemócratas y “verdes”, inició una campaña a favor de la liberación de Yulia
Tymoshenko, poniendo incluso en juego la participación de Alemania en el
campeonato de fútbol que tendrá lugar en Polonia y Ucrania. A esa iniciativa
han ido sumándose otros gobiernos de Europa.
Hoy,
Yuschenko sólo atina a justificar la maldad cometida en el cuerpo de Yulia
aduciendo que ese es un tema de competencia del poder judicial y no del
ejecutivo. Como si nadie supiera que en Ucrania el poder judicial es el
ejecutivo.
En
América Latina ocurrió una vez un caso parecido.
La jueza venezolana María Lourdes Afiuni, acusada de haber liberado a un banquero cuya detención sin sentencia había superado lejos el plazo constitucional mínimo de dos años, fue condenada a prisión de acuerdo a ordenes de Chávez, impartidas no en un tribunal sino desde la televisión. El mandatario exigió, sin mediar pruebas, 30 años de prisión, sentencia que fue cambiada en una de esas “reuniones de los viernes”, cuando Chávez –según el ex magistrado Aponte Aponte- imparte ordenes a los jueces, particularmente a esas funcionarias conocidas como “las dos Luisas” cuyo amor a Chávez es infinito y, por lo mismo, más allá de toda ley.
Como
Yulia Tymoshenko, la jueza Afiuni fue sometida a maltratos, rodeada de
prisioneras comunes, entre ellas vengativas mujeres condenadas por la misma
jueza. Solo como resultado de la presión de la prensa mundial, de reclamos de
Amnesty International y de algunas personalidades entre las cuales se cuenta el
admirador de Chávez, Noam Chomsky, la jueza Afiuni, ya en pésimo estado de
salud, ha sido recluida, transitoriamente, en prisión domiciliaria.
¿Cuáles
son las razones que explican ese sadismo extremo, en especial ejercido en
contra de mujeres, que caracteriza a los autócratas de nuestro tiempo?
Ni
la Tymoschenko ni la Afiuni representan una real amenaza. Desde una perspectiva
pragmática, la crueldad ejercida aparece entonces como inexplicable. Pero si
observamos el tema desde una perspectiva simbólica, que es la de los
gobernantes populistas, podemos vislumbrar algunas razones.
Por
de pronto los autócratas intentan demostrar que ellos son depositarios de una
justicia que no sólo viene de los comicios sino de un “más allá”. Chávez, como
se sabe, ha bajado a ultratumba a palpar las cenizas de Bolivar y, confirmando
que para él lo privado es público (y lo público, privado) ha sollozado frente a
sus enardecidas masas, clamando a Jesucristo por su vida. Así se explica por
qué otros autócratas de similar calaña no
sólo violan la constitución, sino, además, lo hacen de modo ostensivo, con
placer, como diciendo: aquí la justicia soy yo, mi mandato es divino y mi
palabra es la ley.
¿Pero
por qué en contra de las mujeres?
No
creo seguir a C. G.Jung –Dios me libre- para pensar que los mandatarios
sado-populistas de nuestros días apelan a arquetipos arcaicos, entre ellos un
patriarcalismo muy presente entre los sectores más atrasados de cada nación, en
este caso Ucrania y Venezuela. Y si nos detenemos en ese punto, podemos
convenir que a través de la mujer entre rejas, el autócrata envía al pueblo un
mensaje que dice así: “Yo soy el hombre de la casa, mi nación es mi casa, y las
mujeres me deben obediencia. Las fieles serán premiadas. Las infieles
castigadas”.
En
el pasado bíblico las infieles eran lapidadas, tradición que hoy continúa en
algunos países bárbaros.
Hasta
que un día un Viktor Yuschenko tropieza con una mujer que tiene los ovarios
bien puestos: Ángela Merkel.
Razón
suficiente para pensar cuanta falta haría una Ángela Merkel en América Latina.
Quienes debieran ser como ella, Dilma Rousseff o Cristina Fernández, parecen
estar sólo interesadas en el poder y en las finanzas. Los derechos humanos no
están en la lista de sus preocupaciones. Los de las humanas, tampoco.