José Domingo Sosa - MARK EPSTEIN Y COMO LA ONTOGENIA RECAPITULA LA FILOGENIA




Hay trayectorias personales que parecen resonar con la historia misma del pensamiento, como
si en ellas se condensara una memoria evolutiva que atraviesa culturas, disciplinas y épocas.
Tal es el caso del afamado psicoterapeuta neoyorquino Mark Epstein, quien en El Zen de la
terapia (The Zen of Therapy) ha narrado su propio itinerario espiritual e intelectual. En su
juventud, fascinado por el budismo, encontró en las enseñanzas de la meditación un lenguaje
capaz de acoger lo que la mente no sabe expresar. Años después, convertido en psiquiatra y
psicoanalista en Nueva York, se adentró en los laberintos del inconsciente, en la tradición
freudiana de desentrañar lo reprimido. Lo notable de su obra no es la yuxtaposición de estas
dos vertientes, ciencia y espiritualidad, sino la forma en que, medio siglo más tarde, logra
tejerlas en un discurso vivo que reconoce la continuidad entre Oriente y Occidente, entre el
psicoanálisis freudiano y la práctica contemplativa budista.

Este trayecto individual se convierte en metáfora de un proceso histórico mayor. La idea de
que la ontogenia recapitula la filogenia, que en biología alude a cómo el desarrollo de un
organismo repite en miniatura la evolución de la especie, se ilumina aquí en clave filosófico-
psicológica: la vida de Epstein recapitula la evolución del psicoanálisis. Freud, al formular su
teoría del inconsciente, tiene una clara deuda con Schopenhauer. Y Schopenhauer, a su vez,
había bebido de las fuentes del hinduismo y del budismo para describir la “voluntad” como
fuerza ciega e inconsciente que subyace a todo fenómeno. La línea de transmisión se vuelve
evidente: del budismo al pensamiento schopenhaueriano, de éste al psicoanálisis freudiano, y
finalmente a la síntesis contemporánea que Epstein encarna al unir la psicoterapia occidental
con el mindfulness.

Pero reducir este proceso a un simple hilo histórico sería perder de vista lo esencial: lo que
está en juego no es únicamente una herencia intelectual, sino la posibilidad de reconocer en la
experiencia humana algo común, una condición compartida que atraviesa culturas. Lo que
Freud llamó “inconsciente” y lo que Buda nombró “deseo” o “apego” responden a la misma
intuición de fondo: el ser humano se encuentra atravesado por fuerzas que desconoce, que lo
mueven y lo atan al sufrimiento. Schopenhauer, con su sombría visión de la voluntad, fue
quizás el primero en Occidente en intuir este parentesco. Freud tradujo esas intuiciones en una ciencia de lo psíquico. Epstein, en nuestra época, vuelve a tender el puente entre la clínica y la espiritualidad, recordándonos que el sufrimiento no se resuelve solo en la interpretación, ni tampoco solo en la meditación, sino en un trabajo conjunto de lucidez y compasión

El interés de esta genealogía no es histórico solamente, sino existencial. En cada uno de
nosotros la vida repite, a su manera, esa misma trayectoria. Nos iniciamos buscando certezas
espirituales, símbolos de pertenencia, respuestas que calmen la ansiedad de existir. Luego, en
la adultez, nos arrojamos a la ciencia, a lo tangible, a lo verificable, como si la objetividad
pudiera silenciar la fragilidad de nuestro ser. Y más tarde, si tenemos la fortuna de perseverar
en la búsqueda, volvemos a tender puentes entre esos dos mundos: reconocemos que ni la
espiritualidad sola ni la racionalidad por sí misma bastan, y que la verdad del existir se abre
cuando dejamos de oponerlas. En ese sentido, la obra de Epstein refleja no solo la historia del
psicoanálisis, sino la propia historia del alma humana en su tránsito hacia la integración.

Quizá por eso su figura resulta tan sugestiva: porque encarna un gesto que todos
necesitamos realizar. Reconocer que el inconsciente freudiano y la compasión budista son dos
formas de hablar de lo mismo: la urgencia de comprendernos más allá de la superficie. Lo que para Freud era el retorno de lo reprimido, para el Buda era la ilusión del yo; lo que para
Schopenhauer era la voluntad ciega, para Epstein es el apego que puede volverse transparente
en la atención plena. Así, en este entrecruce, no solo se ilumina la continuidad de una tradición intelectual, sino que se abre un camino posible para nosotros mismos: un modo de sostener la angustia, de habitar el vacío y, al mismo tiempo, de hallar una libertad que no es evasión, sino presencia.