Fernando Mires - LA REVOLUCIÓN ANTIDEMOCRÁTICA DEL SIGLO XXl

 



Después de la gran avanzada democrática que siguió al derrumbe del comunismo soviético y europeo, era opinión generalizada – tranquilo: no vamos a nombrar a Fukuyama - que Europa y otras regiones del mundo entraban a la fase de una gran revolución democrática. Pero ya a comienzos del siglo XXl ese eufórico optimismo era más moderado. Hoy, desde el lado democrático del mundo, impera en cambio un rotundo pesimismo. La razón: el avance democrático no solo parece haber llegado a sus límites. Por el contrario, asistimos a un a rápida expansión de gobiernos autocráticos que no disimulan su propósito de sustituir el orden internacional generado después de la segunda guerra mundial, por una nueva repartición del mundo entre los grandes imperios de la actualidad, China y los Estados Unidos, y desde más atrás, Rusia, Irán, Corea del Norte, agrupados en el por Xi Jinping llamado Sur Global, entidad que no está en el Sur sino en todas aquellas naciones que se declaran antioccidentales.

La ofensiva militar, política, incluso religiosa en contra de Occidente, marca el tono de las potencias autocráticas de nuestro tiempo. La llegada al gobierno norteamericano de Donald Trump y su movimiento anárquico y conservador a la vez, MAGA, fue la coronación de un proceso que se venía dando en naciones europeas como Hungría, Serbia, Polonia, Eslovaquia, Turquía, gobernadas todas por gobiernos que se declaran con orgullo anti-liberales aunque desde el punto de vista económico defiendan el más radical liberalismo.

Estamos hablando de ese fenómeno que algunos llaman expansión de la ultraderecha, otros, nuevo fascismo, y algunos (entre los que me cuento), nacional-populismo. En fin, estamos frente a un giro histórico de dimensiones globales al que podríamos entender incluso con el nombre de revolución.

Una revolución nacionalista, de masas, antidemocrática, autoritaria y anti electoral. Una que se propone derribar los pilares conceptuales que sostienen a las democracias del orbe. Una, en fin, que no solo se satisface con erosionar el orden democrático, sino, además, la base republicana sobre la cual han sido erigidos los andamios de la democracia liberal y constitucional que todos conocemos.

Conviene hacer la diferencia: República y democracia no son lo mismo. Mientras la república es una forma de estado, la democracia es una forma de gobierno. Ya Platón entendía esas diferencias. En su La República distinguía entre la aristocracia, la democracia, la oligarquía, la timocracia (gobierno de los ricos) y la tiranía o monarquía, como formas de gobierno. Aristóteles redujo las formas de gobierno a tres: monarquía, aristocracia y politeia, o gobierno de la polis a la que pertenece la democracia. Mucho después Maquiavelo haría otra “rebaja”, a saber, entre repúblicas y principados. Según Kant después, el ideal no era la democracia sino la república constitucional, o como hoy se dice, “un estado de derecho”. Para los filósofos de la Ilustración francesa, la gran contradicción era la que se daba entre la monarquía y la república, o sea, entre dos formas de estado y no de gobierno.

Hoy existen muchas formas de gobierno, pero en esencia la lucha solo puede ser reducida a dos formas antagónicas de las cuales se hizo eco Joe Biden cuando estableció que la gran contradicción del siglo XXl era la que se dirimía en la lucha entre autocracias y democracias, entendiendo bajo autocracias a todas las formas de gobierno anti o no democráticas, fueran simples gobiernos autoritarios o dictaduras.

Así es efectivamente: nuestro mundo está dividido en repúblicas autocráticas y repúblicas democráticas. Ahora, atendiendo a las formas de gobierno, ambos tipos de repúblicas son definitivamente antagónicas. Ese antagonismo surgió recién en los Estados Unidos, el primer país democrático del mundo moderno.

Sin un pasado monárquico que negar, la república norteamericana nació -nos dice Alexis de Tocqueville- como una república democrática donde el lugar del Rey europeo fue ocupado por la Constitución. A partir de ese momento la diferencia entre república y democracia quedó definitivamente zanjada en contraste con lo que ocurría en los países europeos, incluyendo Francia, donde el conflicto todavía se debatía entre una república republicana (valga la redundancia) y una república democrática, entendiendo por ella la participación directa y no solo simbólica del pueblo en la generación del poder gubernamental.

Mientras en los EE UU la democracia surgió como una forma “natural” de gobierno, en Europa apareció como una forma (una entre otras) de la república. Debe ser por eso quizás que cuando el segundo gobierno de Trump erosiona los fundamentos de la democracia norteamericana, erosiona a la vez los fundamentos republicanos de su nación. República y democracia en los EE UU son una simbiosis a diferencia de los países europeos donde la democracia sigue siendo solo una forma de la república. Por ejemplo, el gobierno de Orban ha desmantelado a la democracia húngara, pero Hungría continúa siendo una república. Lo mismo puede decirse de la Turquía de Erdogan. La diferencia entonces está clara hasta en su sentido etimológico: la democracia incluye la participación del pueblo y la república no la incluye ni la excluye. Por eso se puede decir que toda democracia es republicana pero no toda república es democrática.

Por cierto, toda república, a diferencia de una tiranía o monarquía, es regida bajo el principio de la electividad de los representantes, independientemente de la fuente de la elección. Si es el pueblo, hablamos de democracia. Si es otra la fuente electiva (senado como entre los antiguos romanos, elecciones internas del partido como hoy en China) hablamos simplemente de república en el sentido más general del término.

Desaparecida la electividad hablamos de tiranía. Por ejemplo, Putin, Lukashenko, Kim Jong Um, Ortega, Maduro, ocupan el poder gracias a elecciones que nunca han sido tales y después gobiernan por sobre las instituciones, amparados en un poder judicial domesticado y en un parlamento no deliberante. En breve, las de esas dictaduras ya no son repúblicas; son simples tiranías. Internacionalmente se rodean de repúblicas antidemocráticas republicanas, pero ellas mismas ya no son repúblicas.

Los cinco personajes nombrados son tiranos, los cinco usurpan un poder que no les corresponde, los cinco deciden por sí mismos o solo consultando a amigotes personales o a la almohada. Xi Jinping y los ayatolas de Irán representan al menos a dictaduras concejales, llámense partido o clero (a veces es lo mismo) y están obligados a dar cuenta cada cierto tiempo a las instituciones desde donde proviene el poder personal.

Pero no solo el principio de electividad es el que separa a la democracia de una tiranía o de una república autocrática. Claude Lefort escribió en su ya clásico “La invención democrática” que la característica fundamental de una democracia no solo es la electividad sino la existencia de un trono vacío, es decir, de un poder que al pertenecer a todos los ciudadanos, no representa a nadie en especial. Ese trono vacío es el que a su vez hace posible la discusión permanente sobre el poder, o lo que es igual, la implementación de la política no como forma de gobierno sino como forma de vida dentro de la polis. A modo de síntesis, podríamos decir que en una república democrática la nación se piensa a sí misma mediante elecciones periódicas y secretas. En una república no democrática la nación es pensada desde las instituciones. En una tiranía la nación es pensada por una dictadura sin fecha de vencimiento.

La democracia, en fin, debe ser deliberativa o no ser. Esa es la razón por la cual los dictadores, o los que quieren serlo, lo primero que hacen en su lucha por el ascenso al poder, es liquidar la prensa libre como órgano de deliberación ciudadana. Precisamente eso es lo que está llevando a cabo el gobierno de Trump en estos momentos. La libertad de opinión en una no-democracia debe ser cercenada. Y para que eso sea posible, los pre-dictadores intentan, antes que nada, usurpar el poder judicial, convirtiéndolo en una rama del árbol gubernamental.

Solo después de haber liquidado la libertad de opinión y de prensa por medio de la sumisión del poder judicial al ejecutivo, los gobiernos pre-dictatoriales embisten en contra del segundo bastión, cruzando la marca que distingue Claude Le Fort como propia a toda democracia: los derechos humanos. Y de acuerdo al punto del poder en bruto los dictadores tienen razón. Desde que fueron incorporados a la Constitución en los EE UU y en Francia, los Derechos Humanos, conforman la carta de presentación de toda democracia. Su violación, por lo tanto, es el rasgo principal de toda autocracia, sea tiranía o dictadura.

Hoy los derechos humanos son universales. Justamente por eso Xi y Putin proyectan despojar a las Naciones Unidas del carácter universal de los derechos humanos aduciendo que son productos de ideologías occidentales y, por lo mismo, imperialistas. La razón es evidentemente otra. Al incorporar a los derechos humanos a la constitución simbólica del mundo democrático, quedó establecido que, más allá de los poderes de esta tierra, más allá de las diferentes formas de gobierno, más allá de dictadores y tiranos, hay un lugar natural y por lo mismo sagrado, inherente a todo ser humano por el solo hecho de ser humano. Un derecho que al ser inalienable despoja de la legitimidad absoluta que pretenden darse a sí mismas las dictaduras y tiranías.

Con toda razón, cuando Trump mandó a asesinar a los presuntos traficantes de drogas que navegaban en barcazas en las aguas del Caribe, han surgido voces de protestas en diferentes países. En situación de no-guerra ningún ciudadano puede ser eliminado sin previo juicio y condena. Ese es un derecho humano. Mucho menos si esa orden proviene de un país considerado mentor histórico de los derechos humanos, independientemente a que en el curso de su historia los haya muchas veces violado.

Los derechos humanos no son derechos adicionales a los derechos políticos y jurídicos. Ellos constituyen una dimensión ontológica inherente a toda constitución política. Desde su declaración, el ser pasó a ser reconocido como un ser, es decir, un ser de la creación, un ser que es el ser en el mundo pero que, solo por ser, trasciende al mundo.

Privar de la vida a un ser, a una raza, a un pueblo, a un individuo, es alterar el orden natural del mundo, asumir un poder que solo puede ser extrahumano y nunca político. Pues recordemos: la política nació en oposición a la guerra. Allí donde termina la política, nace la violencia. Por eso, y sobre todo por eso, es necesario defender a la democracia, sea como forma de gobierno, sea como modo de vida. Por eso estamos en contra de Putin cuando invade naciones extranjeras y en contra de Trump cuando utilizando las fuerzas armadas invade a su propio país. Por eso estamos en contra de Putin cuando manda deportar niños ucranianos desde Ucrania a Rusia y en contra de Trump cuando manda deportar a latinoamericanos encadenados a las cárceles de el Salvador.

La revolución antidemocrática que encabezan siniestras figuras como un Putin, un Kim Jong Un, un Maduro, incluyamos a un Netanyahu, y cada vez más a un Trump, puede acabar, no con los humanos biológicos, sino con la dignidad de ser pensante, un ser pensante en un mundo dominado por un no-ser, o lo que es igual, por la sumisión del principio de la vida ante el principio de la muerte.


Referencias:

Claude Lefort - La Invención Democrática

Fernando Mires - LA REVOLUCIÓN DE DONALD TRUMP