Recientemente, durante su viaje a un país escandinavo, una colega sostuvo una conversación con una investigadora local que le relató, con gran entusiasmo, la influencia del filósofo francés Bruno Latour en su tesis doctoral. Debido a mi desconocimiento de la obra de Latour, me propuse investigar más a fondo su legado filosófico y en ese proyecto me reencontré con el profesor John Searle.'EnNunca Hemos Sido Modernos, Bruno Latour examina la modernidad, sosteniendo que, en la práctica, nunca ha existido realmente tal como se teoriza. Latour cuestiona la "Gran División" que separa la naturaleza de la sociedad o los hechos científicos de sus contextos políticos y sociales, señalando su artificialidad y cómo oscurece la comprensión de "híbridos" complejos (entidades naturaleza-cultura).
En su obra, Latour nos invita a despojarnos de la ilusión moderna de una separación tajante entre la naturaleza y la sociedad. A través de ejemplos contundentes, como la crisis de la capa de ozono y la pandemia del SIDA, demuestra cómo los fenómenos que consideramos puramente científicos están intrínsecamente entrelazados con decisiones políticas, dinámicas económicas y estructuras sociales. La capa de ozono, por ejemplo, no fue solo un problema de química atmosférica; su deterioro implicó debates sobre regulación industrial, responsabilidades internacionales y hábitos de consumo. De manera similar, el SIDA, más allá de su etiología viral, reveló profundas conexiones con sistemas de salud, estigma social, economía farmacéutica y políticas de salud pública.
Frente a esta interconexión inquebrantable, Latour propone una "constitución no moderna". Esta no busca negar los logros de la modernidad, sino más bien corregir su falacia fundamental: la creencia en una purificación radical donde los hechos y los valores, la naturaleza y la cultura, los humanos y los no-humanos, pueden ser aislados y estudiados de forma independiente. Por el contrario, la constitución no moderna reconoce la constante y productiva hibridación entre estos dominios.
Para la operatividad de esta nueva comprensión, Latour aboga por la creación de un "Parlamento de las Cosas". Esta no es una metáfora trivial, sino una propuesta para una nueva forma de organización del conocimiento. En este parlamento, los no-humanos (desde el clima, los océanos, los animales, hasta la tecnología y los artefactos) no serían meros objetos de estudio o recursos a explotar, sino actores con agencia y derechos que requieren representación y consideración en las decisiones humanas. El Parlamento de las Cosas implicaría un cambio epistemológico y político profundo: una redefinición de quién tiene voz y qué es relevante en la construcción de nuestro mundo colectivo. Su objetivo es fomentar una representación y comprensión colectiva que trascienda los límites disciplinarios y los dominios previamente separados, permitiendo una gestión más holística y responsable de nuestras complejas realidades híbridas.
Siempre he sido un fervoroso crítico de la ortodoxia científica por la forma en que se presenta y aspira a ser percibida. En términos jungianos, la ciencia se presenta con una persona de absoluta objetividad, una máscara cuidadosamente construida para proyectar una imagen de imparcialidad y rigor inquebrantables. No dudo de su meta de integridad, que es loable y fundamental para el avance del conocimiento, pero percibo que esta persona es exagerada de cara a la realidad, una idealización que a menudo oscurece las complejidades inherentes al proceso científico.
Esta crítica no surge de un rechazo a la búsqueda de la verdad o a la aplicación del método científico, sino de una observación de cómo la ciencia, en su afán por consolidar su autoridad, a veces minimiza o ignora los factores humanos y sociales que inevitablemente la moldean. La insistencia en una objetividad pura, desprovista de cualquier sesgo, puede llevar a una visión reduccionista donde se desestiman las influencias culturales, históricas e incluso personales de los investigadores. Es esencial reconocer que la ciencia, aunque se esfuerce por trascender lo subjetivo, es una actividad humana, y como tal, está impregnada de las particularidades de aquellos que la practican. La persona de la objetividad absoluta, si bien busca inspirar confianza, corre el riesgo de crear una distancia artificial entre la ciencia y la sociedad, invisibilizando los debates, las incertidumbres y los errores que forman parte intrínseca de su desarrollo.
Desde los albores del pensamiento moderno, la ciencia ha sido investida con una aureola de objetividad. La razón iluminista, heredera de Galileo, Newton y Descartes, nos acostumbró a pensar que el mundo “está ahí”, esperando ser dilucidado por la mirada desapasionada del observador. Esta mirada, supuestamente libre de intereses, emociones o mediaciones, se convirtió en el estándar epistemológico del conocimiento verdadero. En ese escenario, el científico era casi un sacerdote secular, y el hecho científico, una verdad descubierta, no inventada. Fue en contra de esta tradición, tan profundamente enraizada en nuestra cultura, que Bruno Latour propuso su provocadora tesis: los hechos científicos no se descubren, se construyen.
Pero el término “construcción” no debe entenderse aquí como sinónimo de invención arbitraria o mentira deliberada. En la obra de Latour, construir significa inscribir, estabilizar, traducir, vincular, convencer. En otras palabras, significa tejer redes: de instrumentos, de laboratorios, de protocolos, de argumentos, de metáforas, de cuerpos humanos y no humanos. En libros como La vida en el laboratorio o Pandora’s Hope, Latour nos invita a entrar al mundo real de la ciencia viva —no el de las fórmulas terminadas, sino el de la incertidumbre, la persuasión y la experimentación— para mostrar que todo hecho, incluso el más resistente y aparentemente evidente, es el resultado de un arduo proceso de mediación. Así, Pasteur no simplemente “descubre” al microbio: lo aísla, lo cultiva, lo muestra, lo hace circular en textos, en imágenes, en experimentos que pueden repetirse. Y es precisamente esa red la que da existencia pública al microbio.
Este giro, lejos de relativizar la ciencia, la humaniza y la hace compleja. Nos recuerda que el conocimiento es una empresa situada, corporativa, política. Que la objetividad no es una esencia, sino una construcción colectiva. Y que incluso la realidad más “dura” necesita de medios técnicos y humanos para hacerse visible y significativa.
No obstante, esta propuesta no fue universalmente aceptada como una contribución al pensamiento contemporáneo. Filósofos como el difunto John Searle, por ejemplo, la consideraron una traición a la noción misma de verdad.
Llegado a este punto en mi intento de familiarizarme con la obra de Bruno Latour, la tarea se me hizo más que interesante, se convirtió en un desafío intelectual de proporciones considerables. Mi recorrido por el pensamiento contemporáneo me ha llevado a admirar profundamente a John Searle, cuya claridad argumentativa y rigor filosófico lo han convertido en uno de mis mentores más influyentes, a pesar de nunca haber tenido el privilegio de conocerlo personalmente. Sus teorías sobre la mente, el lenguaje y la realidad social han moldeado significativamente mi propia perspectiva filosófica.
Sin embargo, para mi sorpresa y creciente fascinación, ahora me encuentro con que Searle se opone, de manera frontal y categórica, a las ideas de Bruno Latour, un pensador con quien, de forma inesperada, he comenzado a identificarme en muchos aspectos. Las nociones de Latour sobre la simetría entre la naturaleza y la sociedad, su crítica a la separación moderna entre lo humano y lo no humano, y su redefinición de lo social como una red de actores heterogéneos, resuenan profundamente con mi intuición sobre la complejidad del mundo.
En pocas palabras, de pronto me encuentro en medio de una profunda paradoja filosófica. Mi adhesión a las ideas de Searle, que buscan la objetividad y la universalidad, choca con la perspectiva de Latour, que abraza la hibridación y la relatividad de los conocimientos. Esta colisión de paradigmas no es meramente académica; representa una encrucijada en mi propio camino intelectual, obligándome a reconsiderar mis fundamentos y a explorar los puntos de tensión y posible reconciliación entre estas dos visiones del mundo aparentemente irreconciliables. La tarea de comprender a Latour ya no es solo un ejercicio de familiarización, sino una inmersión en una dialéctica interna que promete transformar mi comprensión de la filosofía y de la realidad misma.
Y esta es la historia entre ellos dos: Una vez publicadas las ideas de Latour, desde la trinchera opuesta, John Searle no tardó en levantar la voz. Para él, el discurso de Latour, tan provocador como influyente, no sólo rozaba el relativismo sino que amenazaba con erosionar la distinción más fundamental entre el ser y el saber, entre lo que hay y lo que decimos que hay. Si la ciencia, como sugiere Latour, no descubre hechos sino que los construye a través de redes humanas, ¿qué queda del mundo en sí mismo? ¿Dónde está la piedra que no depende de que la nombremos, el virus que mata aunque no sepamos de su existencia, la estrella que brilla indiferente a nuestras categorías?
Searle, formado en la filosofía analítica y defensor de una ontología robusta, vio en Latour una confusión peligrosa entre epistemología y ontología. Para él, que el conocimiento (epistemología) esté socialmente mediado no implica que la realidad (ontología) misma lo esté. No negaba que los métodos científicos sean históricos y falibles; lo que rechazaba era la insinuación de que las entidades que la ciencia describe —átomos, genes, partículas, microbios— no existen sino en tanto son “construidas” por nosotros. Esa afirmación, a su juicio, no sólo es errónea sino risible: conduce a lo que llamó “resultados cómicos”, como afirmar que la peste bubónica no existía antes del siglo XIX porque no se había descubierto aún el bacilo.
No deja de ser irónico que Searle, tan sagaz al detectar falacias en los enunciados ajenos, haya interpretado literalmente aquello que Latour propuso con tanta sutileza. Porque, en rigor, Latour nunca dijo que los microbios no existían antes de Pasteur. Lo que sostuvo, más bien, es que no estaban inscritos en una red discursiva y técnica que les otorgara existencia pública, funcional y operativa dentro de un sistema de conocimiento. El bacilo estaba allí, sí, pero no era aún un actor en el mundo humano: no era objeto de políticas sanitarias, ni de representaciones gráficas, ni de controversias médicas. No había sido aún traducido al lenguaje del saber compartido. Y es precisamente esa traducción, esa inscripción, la que convierte a un elemento físico en un “hecho científico”.
Latour nunca defendió que el mundo es una fantasía verbal. Lo que pone en cuestión es la supuesta pureza del acceso que tenemos a ese mundo. Toda mirada es una construcción; todo dato, una mediación; todo hecho, un nodo en una red. Pero esto no implica que el mundo no exista, sino que sólo accedemos a él a través de filtros, dispositivos, narraciones y tecnologías que lo hacen visible y legible. Searle, en su crítica, parece pasar por alto esta distinción.
Hay aquí, entonces, un desencuentro filosófico más profundo. Mientras Searle defiende un realismo clásico, que presupone una distancia entre el lenguaje y las cosas, Latour se inscribe en una tradición más cercana a la fenomenología, al pragmatismo y al giro ontológico: una filosofía que no busca representar el mundo “desde fuera”, sino describir cómo emergen y circulan los elementos del mundo en nuestras prácticas cotidianas.
Lo que late bajo este desencuentro entre Searle y Latour no es simplemente una diferencia de interpretación, sino una forma distinta —casi opuesta— de concebir la relación entre los seres humanos y la realidad. Para Searle, el lenguaje describe un mundo que ya está ahí, y nuestra tarea es la de ajustarnos a él con precisión. Para Latour, en cambio, el mundo no es una colección de objetos preexistentes esperando ser nombrados, sino una trama en constante devenir, donde lo real se estabiliza a través de prácticas, relaciones y dispositivos.
Mi apreciado profesor Searle parte de la metafísica de la presencia, arraigado en la noción de una realidad independiente de la mente, directamente accesible a través de la percepción y el lenguaje. Para Searle, la conciencia, la intencionalidad y los actos de habla son fenómenos intrínsecamente reales, cuya existencia no depende de construcciones sociales o mediaciones externas. Su filosofía busca desentrañar las estructuras fundamentales de la mente y el lenguaje, asumiendo una correspondencia directa entre el mundo, nuestros pensamientos y nuestras expresiones lingüísticas. La verdad, en esta perspectiva, reside en la adecuación de nuestras representaciones a una realidad preexistente y objetiva.
Por otro lado, mi nuevo héroe Latour, parte del tejido de las mediaciones. Para Latour, la realidad no es una entidad dada, sino un entramado complejo de relaciones, negociaciones y traducciones entre diversos actores, tanto humanos como no humanos. Los "hechos" no son descubiertos, sino construidos a través de redes de laboratorio, instrumentos, discursos científicos, prácticas sociales y objetos técnicos. La ciencia, lejos de ser un espejo de la naturaleza, es una actividad que produce el mundo que describe. La presencia no es un punto de partida, sino un efecto, una configuración temporal que emerge de la interacción de múltiples fuerzas y agencias. Los objetos, en la visión de Latour, no son pasivos, sino que actúan, modifican y distribuyen la agencia dentro de estas redes.
Y sin embargo, quizás la verdadera riqueza del pensamiento reside precisamente en esta tensión irresuelta entre ambas perspectivas. Porque es cierto que una afirmación como “los microbios fueron construidos por Pasteur” puede prestarse fácilmente a la caricatura o al malentendido, sugiriendo una especie de idealismo extremo donde la realidad es meramente una invención subjetiva. Los críticos podrían argumentar que los microbios existían antes de Pasteur y que su descubrimiento fue un acto de revelación, no de creación. Una interpretación superficial de la postura de Latour podría llevar a relativizar en exceso la objetividad científica, abriendo la puerta a afirmaciones infundadas o a la negación de hechos empíricos. Podría parecer que se niega la materialidad y la autonomía del mundo natural, reduciéndolo todo a una construcción social o lingüística.
Pero también es cierto que la defensa a ultranza de un realismo ingenuo, que olvida las condiciones históricas, tecnológicas y retóricas que permiten afirmar algo como “real”, corre el riesgo de naturalizar el poder, invisibilizar los procedimientos, borrar la contingencia de todo conocimiento y, en última instancia, socavar la crítica. Cuando se presenta la ciencia como un mero reflejo de la realidad, se eluden las decisiones, las elecciones, las controversias y los compromisos que dan forma al conocimiento científico. Se ocultan las inversiones, las agendas políticas, los intereses económicos y las jerarquías sociales que influyen en lo que se investiga, cómo se investiga y qué se considera "verdad".
Al naturalizar el conocimiento, se corre el riesgo de presentar ciertos descubrimientos o teorías como ineludibles y universales, cuando en realidad son el resultado de procesos específicos, situados en el tiempo y el espacio. Esto puede invisibilizar a los actores menos poderosos, a las voces disidentes y a las epistemologías alternativas. Borra la contingencia, la posibilidad de que las cosas hubieran sido diferentes, que otros caminos se hubieran explorado, que otras verdades hubieran emergido. En un realismo ingenuo, los "hechos" se presentan como algo dado, incuestionable, lo que puede utilizarse para legitimar estructuras de poder existentes y para silenciar el debate. La crítica latouriana nos obliga a mirar más allá de la "presencia" de los hechos y a explorar la intrincada red de relaciones y mediaciones que los hacen posibles y creíbles. Reconocer la "construcción" no es negar la existencia, sino comprender los complejos procesos a través de los cuales la realidad se estabiliza y se vuelve operativa para nosotros.
En tiempos donde el escepticismo hacia la ciencia puede volverse una trinchera ideológica, la posición de Latour no es una negación de la verdad, sino una defensa más sofisticada: una que exige reconocer cómo se hace un hecho, cómo se gana autoridad, cómo se inscriben las pruebas, cómo se construyen los consensos. No para destruir la ciencia, sino para reforzar entendiendo su espesor humano.
Del otro lado, Searle nos recuerda que no todo se decide en el lenguaje. Que aunque cambiemos nuestras narrativas, los virus seguirán infectando, las placas tectónicas seguirán chocando, y las leyes físicas seguirán ejerciendo su fuerza más allá de nuestras teorías. Su defensa de una ontología objetiva es, en cierto modo, una forma de resistencia ante un mundo que, en su contingencia, nos exige puntos de anclaje firmes.
Tal vez no se trate de elegir entre una y otra visión, sino de mantener viva la fricción entre ambas. Porque en ese roce se depuran las simplificaciones, se agudiza la conciencia y se enriquece el pensamiento. Saber que la realidad resiste nuestras construcciones, pero también que nuestras construcciones le dan forma a lo real, es quizás una de las tensiones más fecundas que puede habitar el pensamiento contemporáneo.
Latour no nos pide que neguemos el mundo. Nos pide que miremos, con más honestidad y menos arrogancia, el modo en que lo habitamos, lo nombramos y lo hacemos visible. Y Searle, con su precisión ontológica, nos recuerda que aunque nos perdamos en redes y discursos, hay algo afuera —o quizás debajo— que no se deja reducir. Entre ambos, se abre una conversación necesaria para una época donde la verdad ya no puede ser simplemente creída, pero tampoco negada sin consecuencias.
El recorrido por la obra de Bruno Latour, que comenzó como una mera curiosidad ante la fascinación de una colega, ha mutado inesperadamente en un diálogo interno que me confronta con mis propias convicciones filosóficas. Mi arraigada admiración por John Searle, quien me ha guiado en la búsqueda de la objetividad y la claridad ontológica, ahora se encuentra en una fricción fructífera con la visión de Latour, que celebra la hibridación y la construcción de la realidad. Esta encrucijada intelectual no es un obstáculo, sino una invitación a la profundización, a la depuración de ideas simplificadas y a la asimilación de una comprensión más rica y compleja de lo real, reconociendo que el pensamiento contemporáneo se nutre precisamente de estas tensiones.
Al final, este viaje no me obliga a elegir entre Searle y Latour, sino a habitar el espacio fértil que se abre entre sus perspectivas. Me recuerda que la realidad, aunque exista independientemente de nosotros, se vuelve inteligible y operativa a través de intrincadas redes de mediaciones humanas y no-humanas. La verdad, entonces, no es una revelación pasiva, sino una construcción activa y constante, un proceso dinámico que exige honestidad y vigilancia. Mantener viva esta dialéctica es, para mí, el camino hacia una comprensión más robusta y humilde de nuestro mundo, en un momento donde la certeza absoluta se ha vuelto tan escurridiza como peligrosa.
jdsosa(v)2025