José Domingo Sosa - LA TERNURA COMO MEDIDA DEL AMOR



Hay momentos en que una pregunta aparentemente simple, casi ingenua, me abre de golpe un abismo de reflexión: Viendo una serie en Netflix me vino a la mente la siguiente: ¿Qué sucede cuando en una pareja hay poca ternura y consideración por los sentimientos del otro? La respuesta, lejos de ser técnica o clínica, tiene el tono de lo existencial. Porque en esa ausencia se juega algo más que la salud de una relación: se juega, en cierto modo, la dignidad misma del amor y con ello una vida feliz.

He escuchado muchas veces, en sesiones o conversaciones confidenciales, relatos de parejas donde el amor “sigue ahí”, o al menos así lo aseguran, pero donde el trato cotidiano es seco, casi que ejecutivo-administrativo. Hay acuerdos, hay convivencia, incluso puede haber deseo. Pero no hay ternura. No hay esa pausa que permite ver al otro(a) no solo como un compañero(a) funcional, sino como un ser humano vulnerable, herido, necesitado de afecto y reconocimiento. La falta de ternura es una forma de exilio emocional y cuando la pareja conoce de antemano las sombras y debilidades del otro, esa falta de ternura se convierte hasta en un acto de crueldad.

Y sin embargo, el imaginario cultural que heredamos nos ha vendido una versión edulcorada y peligrosa del amor. Nos habla de la pasión, del alma gemela, la media naranja, del destino compartido, pero rara vez nos habla de los gestos y detalles. Como si fueran cosas menores, invisibles, casi indignas de formar parte del relato amoroso. Pero lo son todo. El modo en que se agarran de la mano, se dan las buenas noches, los buenos días, el beso del encuentro y despedida. El tono con que se pregunta cómo te fue hoy. La forma en que se escucha, o se evita escuchar,  lo que el otro necesita decir.

El amor, si ha de ser algo más que un ideal, requiere trabajo y cuidado. Y el cuidado no es un ideal abstracto ni una frase en una de esas tarjetas tipo Hallmark: es presencia, atención concreta, compromiso emocional con lo que el otro siente y necesita. Es saber que el otro existe no como una extensión de nuestros deseos, sino como un mundo aparte, con su fragilidad, con su historia, con sus cicatrices y su compromiso con uno.

Es allí donde lo trascendente del amor se vuelve real. No en las cumbres emocionales, no en las promesas eternas, sino en lo cotidiano: en la ternura. Y no cualquier ternura, sino aquella que no se da por deber ni se ofrece como transacción, sino que nace del reconocimiento íntimo de la humanidad del otro. En ese gesto, muchas veces invisible, el amor deja de ser una idea y se convierte en una presencia que sostiene, libera, fortalece y llena la vida. 

Pienso que cuando en una relación se pierde esa consideración, cuando los sentimientos del otro ya no conmueven, no importa cuán buenos sean los planes y las conveniencias sociales, y materiales a futuro, ni cuántas veces se repita que se “ama”: el amor ha comenzado a desvanecerse. Puede seguir existiendo como forma, como hábito, incluso como dependencia emocional. Pero ha perdido el oxígeno para su respiración. Y esa respiración es la ternura.

No hay amor sin ternura. Puede haber deseo, necesidad, apego, incluso admiración. Pero amor, en el sentido profundo del término, aquel que nos eleva por encima del mero instinto de sobrevivir, solo existe cuando somos capaces de cuidar del alma del otro como si fuera, por un instante, más importante que la nuestra. 

Ahora bien, la ternura no se retira por capricho. Su ausencia es casi siempre síntoma de algo más profundo: una herida no reconocida, un temor que se disfraza de indiferencia, una antigua vergüenza que ha encontrado en la frialdad su forma de protección. La mayoría de las personas no dejan de ser tiernas por malvadas, sino por miedo. El miedo a depender emocionalmente, a mostrarse vulnerable, a que el otro vea lo que uno mismo ha ocultado, incluso de sí mismo. Muchos han aprendido, desde muy temprano en sus vidas, que expresar afecto o mostrar sensibilidad era peligroso. Tal vez crecieron en entornos donde la ternura era escasa, castigada o ridiculizada. Tal vez aprendieron a vincular el cuidado con la debilidad, o la sensibilidad con la humillación. Así, de adultos, pueden amar sin saber cómo demostrarlo, o demostrarlo sin saber que su modo de hacerlo no le llega al ser amado. 

No es raro que quien ha vivido carencias afectivas o una crianza emocionalmente distante, desarrolle una forma rígida de protegerse: evita el contacto emocional profundo, se refugia en el control, en lo práctico, en lo que se puede medir o razonar. Para estas personas, la ternura puede resultar incómoda, incluso amenazante, porque activa zonas de su ser que fueron dolorosas o que quedaron congeladas hace mucho tiempo.

Otros, en cambio, han desarrollado una forma ansiosa de vincularse. La ternura se ofrece, pero suele estar impregnada de angustia, de necesidad excesiva, de un deseo casi desesperado de ser validado. En este caso, la ternura no fluye como una fuente, sino que se lanza como un anzuelo. Y el problema es que, al percibirse como una demanda y no como un regalo, muchas veces aleja en lugar de acercar.

Ambos estilos, aunque opuestos en la superficie, comparten una raíz común: el miedo al rechazo y al abandono. Y ese miedo es el que sabotea la expresión libre y serena de la ternura. Así, las parejas se ven envueltas en dinámicas donde el amor está presente, pero no logra traducirse en cuidado; donde el afecto existe, pero se encierra en capas de defensividad, reproche o control.

Esta dinámica encuentra una explicación poderosa en los postulados de la teoría del apego formulada por John Bowlby. Según esta visión, los primeros vínculos que establecemos durante la infancia configuran una matriz emocional que moldea nuestras relaciones posteriores. El niño que crece bajo el cuidado de un adulto sensible y disponible desarrolla un apego seguro. Aprende que sus emociones importan, que el mundo puede ser un lugar confiable, que la proximidad no implica amenaza. Ese niño, cuando sea adulto, probablemente sabrá ofrecer ternura sin sentir que se pone en peligro al hacerlo.

Pero quienes crecieron en entornos emocionales inestables, negligentes o impredecibles, tienden a desarrollar patrones de apego ansioso o evitativo. Y en ambos casos, la ternura queda atrapada en un sistema de defensa. Quien evita no se atreve a entregarse; quien ansía se entrega con desesperación. Ambos quieren amar, pero no saben si es seguro hacerlo. Esa ambivalencia termina por empobrecer la experiencia amorosa.

El trabajo terapéutico, especialmente desde una mirada humanista y existencial, puede ofrecer un espacio para revisar estas heridas. En un entorno donde uno puede sentirse visto sin ser juzgado, aceptado sin condiciones, comienza a emerger una nueva forma de comprender los propios impulsos afectivos. Tanto el evitativo como el ansioso pueden descubrir que su forma de vincularse no es una sentencia definitiva, sino una estrategia de supervivencia que puede transformarse.

La terapia humanista ayuda a cultivar la presencia y la autenticidad. La existencial, por su parte, invita a asumir la libertad de elegir cómo relacionarse, a pesar de los condicionamientos previos. Para el evitativo, el proceso puede consistir en reconocer que su autosuficiencia es una armadura y que necesita aprender a confiar. Para el ansioso, en descubrir que no necesita rogar por afecto, que puede sostenerse sin perderse en el otro. En ambos casos, se trata de pasar de la reactividad inconsciente a la responsabilidad consciente.

Cuando uno comprende que sus respuestas emocionales están ligadas a viejas memorias y no necesariamente al presente, se abre la posibilidad de anticiparse al impulso, de hacer una pausa, de elegir otra manera de hacer las cosas. Y en esa pausa se abre también la posibilidad de la ternura. Porque la ternura no es sólo un don espontáneo, sino una conquista. Algo que se aprende, se trabaja, se cultiva, se ofrece desde un lugar más consciente.

A menudo olvidamos una verdad fundamental: el amor no se basa únicamente en la pasión, los acuerdos o la lealtad. Su verdadero sustento, insisto, es la ternura. Una ternura activa, atenta y encarnada, que no surge de la improvisación. 

La falta de ternura no es, como muchos creen, una señal de que el amor ha muerto. A menudo, es todo lo contrario: un signo de que el amor no sabe cómo nacer del todo, atrapado entre miedos, memorias y mecanismos que se forjaron mucho antes de que la pareja existiera. Allí la teoría del apego ilumina el camino, mostrándonos cómo el modo en que fuimos amados configura la forma en que luego intentamos, o evitamos, amar.

Pero quedarnos ahí parados sería incompleto. Porque si bien el pasado nos moldea, no nos condena. Y es en esa posibilidad de transformación donde la psicoterapia humanista y existencial abre la puerta a una ternura nueva: no como reflejo automático, sino como elección consciente. Una ternura que se vuelve proyecto ético, ejercicio de libertad interior, un acto creativo.

Decía Rollo May que el amor es la afirmación más poderosa de lo que en realidad es, el otro. Y la ternura, en su forma más pura, es esa afirmación en acción. Es mirar al otro y decirle, sin palabras: “Te veo. Te siento. Te cuido no porque seas perfecto, ni porque me convengas, sino porque reconozco en ti la fragilidad que compartimos.” No hay espiritualidad más profunda que esa.

Y sin embargo, esa ternura no se da sola. Requiere coraje. El coraje de revisar nuestras heridas, de desnudar nuestros automatismos, de abandonar las corazas que nos mantienen a salvo pero también nos aíslan. En una época que premia el apuro, la eficacia y el control, elegir la ternura es un acto de desobediencia. Es afirmar lo humano por encima de lo funcional, lo afectivo por encima de lo útil, lo poético por encima de lo predecible.

De allí que la ternura no sea un simple condimento del amor, sino su sustancia más honda. Y al mismo tiempo, sea una tarea existencial: algo que exige trabajo, cultivarse, que se forma como se crea una obra de arte. En ella confluyen la memoria y la voluntad, la humildad y la entrega, la herida y el deseo de sanar. La ternura nos recuerda que estamos vivos no solo porque sentimos, sino porque nos atrevemos a cuidar y a dejarnos cuidar.

Cuando se elige con conciencia, la ternura se convierte en una vía hacia la existencia auténtica. Nos conecta con lo más genuino de nuestro ser, con esa parte que no busca vencer ni imponerse, sino simplemente estar presente con el otro, en la intemperie de lo real, sin máscaras, sin garantías, pero con una lucidez que transforma.

Y tal vez, solo tal vez, sea en esa ternura donde el amor encuentra su forma más verdadera: no como promesa de perfección, sino como ejercicio de humanidad compartida.  En ese acto silencioso pero profundo en el que dejamos de sobrevivir, superamos el dolor, las heridas del pasado y comenzamos, por fin, a vivir creativamente en armonía con la naturaleza.

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