José Domingo Sosa - DEL MIEDO SENSORIAL A LA CONCIENCIA LÚCIDA

 


No deja de sorprenderme que personas cultas, instruidas, incluso sofisticadas en sus saberes técnicos o humanísticos, puedan caer con tanta facilidad bajo el hechizo de los miedos primarios. Lo que cabría esperar, al menos en teoría, es que la educación, la reflexión crítica, el acceso a información compleja y contrastada, sirvieran de antídoto contra la emocionalidad excesiva, la simplificación de los conflictos sociales y el impulso defensivo ante lo distinto. Y sin embargo, nos ocurre lo contrario: cuanto más valor le asignamos a nuestra estabilidad —económica, cultural, simbólica— más sensibles parecemos volvernos ante cualquier signo que percibimos como amenaza a ese orden íntimo que nos sostiene.

Es ahí donde los sentidos, más que la razón, entran en juego. Porque lo que desencadena el miedo no es el argumento del otro, sino su acento. No es su doctrina, sino su olor. No es su comportamiento ético, sino el color de su piel, su atuendo, su manera de ocupar el espacio. Los sentidos capturan diferencias que el intelecto aún no ha procesado. Y cuando la diferencia se asocia con lo extraño, lo nuevo, lo que no se comprende del todo, el cuerpo responde antes que la mente.

Esta reactividad sensorial tiene raíces profundas. La percepción humana evolucionó para alertarnos de lo inesperado: el ruido entre los arbustos, el sabor amargo de una fruta rara, la presencia de un rostro desconocido. Antes que ser racionales, somos seres cognitivos. Y eso que en otros tiempos fue herramienta de supervivencia, hoy puede volverse una trampa emocional y política. La amenaza ya no es un depredador escondido, sino un vecino con costumbres distintas o como decimos “un recién llegado”. El cuerpo no distingue entre el peligro real y el simbólico, y el miedo reacciona con la misma intensidad ante ambos.

Y es ahí donde la cultura del miedo se instala: en esa confusión entre percepción y amenaza. Porque lo que vemos —y sobre todo lo que creemos ver— puede más que lo que sabemos.

Pero ¿qué es exactamente lo que se protege con tanto celo? ¿Qué se defiende cuando se reacciona con desconfianza, incluso con hostilidad, ante la presencia de lo diferente?

Se defiende un templo invisible, íntimo y estructurante. Ese templo está construido con rutinas, referencias compartidas, símbolos culturales, paisajes familiares. Para muchos, no se trata solo de mantener un empleo o un idioma, sino de conservar algo más profundo: la sensación de pertenencia, el marco estable que permite situarse en el mundo con un mínimo de orientación emocional.

El templo del que hablo no está en una iglesia ni en la constitución de la nación; está en el orden interior que cada uno de nosotros necesita para soportar la incertidumbre de la existencia. Y como toda construcción simbólica, ese orden es frágil. Basta con que cambien las voces que se oyen en la calle, que la comida del vecindario huela diferente, que la ciudad empiece a hablar en otra manera estética o religiosa, para que muchos sintamos que estamos siendo expulsados emocionalmente de nuestro propio mundo.

Esta sensación no surge de un razonamiento explícito, sino de un estremecimiento sutil: “esto ya no me pertenece”, “esto ya no es mío”. Y entonces se produce una inversión perversa: los que han llegado buscando refugio o futuro son percibidos como invasores; y quienes se sienten desposeídos emocionalmente se consideran víctimas, incluso cuando objetivamente siguen teniendo poder, seguridad y derechos.

La defensa del templo no se manifiesta en términos filosóficos ni políticos: se siente en la piel. Y lo que se siente, cuando no se piensa, se actúa.

¿Es ignorancia existencial o instinto animal? Tal vez ambas cosas a la vez, y tal vez algo más.

Ignorancia existencial, sí: porque cuando se conocen las angustias existenciales, en toda su profundidad se vive en autenticidad. Entendemos  la diferencia entre lo inmediato y lo esencial, entre el ruido y el significado, entre la apariencia y el fenómeno profundo. Una cultura que ha abandonado la reflexión ontológica queda a merced de los instintos más básicos. Y no puede ver que lo verdaderamente amenazante no es el otro humano que viene a convivir, sino los sistemas no humanos que vienen a sustituirnos.

Pero también es supervivencia biológica: porque nuestros cerebros evolucionaron para detectar peligros concretos, visibles, tangibles. Y la inteligencia artificial, en cambio, no tiene rostro, no huele, no se escucha caminar. Su amenaza es abstracta, difusa, pospuesta. No genera reacción emocional inmediata. Por eso es tan fácil ignorarla, incluso cuando ya está modelando nuestras vidas desde las sombras del algoritmo.

La paradoja es dolorosa: se teme al cuerpo humano diferente, pero se abraza a la máquina sin cuerpo. Se rechaza al inmigrante que viene a compartir, y se celebra la tecnología que viene a reemplazar. Se reacciona ante el ruido ajeno, pero no ante el silencio sistemático de las decisiones automáticas que están redefiniendo el trabajo, la cultura y la vida pública.

Y todo esto ocurre porque no hemos cultivado la conciencia suficiente para percibir el largo plazo, para distinguir entre el ruido del presente y el signo del porvenir. Nos falta una ética del horizonte, una política del alma, una inteligencia emocional que no sea solamente instintiva sino reflexiva, consciente, libre.

No hay salida a esta paradoja sin un esfuerzo colectivo por reeducar los sentidos, reentrenar la percepción, reintegrar la reflexión crítica a la vida cotidiana. Solo una conciencia que reconozca sus propios miedos puede dejar de proyectarlos sobre los otros. Solo una ciudadanía que piense puede dejar de reaccionar. Solo una cultura que tolera la ambigüedad puede elegir con madurez sus prioridades históricas.

Porque lo que está en juego no es una cuestión de fronteras físicas, de líneas trazadas en un mapa que dividen territorios y soberanías. No es una disputa sobre quién tiene derecho a estar de un lado u otro. Lo que realmente se está dirimiendo es una cuestión de humanidad, de nuestra esencia como seres compasivos, empáticos y solidarios. Es una prueba de nuestra capacidad para reconocer la dignidad inherente en cada individuo, independientemente de su origen o circunstancias.

Si continuamos permitiendo que el miedo sea nuestra brújula, que el instinto primario de la desconfianza y la aversión a lo desconocido guíe nuestras decisiones, estaremos condenados a un destino sombrío. Nos veremos arrastrados por una corriente de irracionalidad que nos llevará a ceder nuestra historia, no a esos "extranjeros de carne y hueso" que a menudo son caricaturizados y demonizados, sino a algo mucho más insidioso y peligroso: a los sistemas sin alma.

Estos sistemas, desprovistos de empatía, de moral, de cualquier vestigio de humanidad, ya han aprendido a hablar nuestro lenguaje, a manipular nuestras emociones más profundas, a explotar nuestras inseguridades y prejuicios. Han perfeccionado la retórica del odio, la división y la xenofobia, y la utilizan para sembrar discordia y justificar políticas que deshumanizan y oprimen. Sus voces resuenan en los algoritmos de las redes sociales, en los discursos populistas y en las leyes que restringen derechos fundamentales.

Ellos, los sistemas sin alma, son los verdaderos usurpadores de nuestra narrativa. Son los que nos convencen de que el "otro" es una amenaza, de que la compasión es una debilidad y de que el repliegue egoísta es la única vía a la seguridad. Y si permitimos que el miedo continúe dictando nuestra visión del mundo, si no logramos trascenderlo para abrazar la humanidad que nos une, no solo perderemos nuestra historia, sino también nuestra propia alma colectiva, convirtiéndonos en meros engranajes de una maquinaria fría e insensible que ya no reconoce ni valora la vida humana.