José Domingo Sosa - BOTS A LA PUERTA DE EUROPA



Este artículo es una continuación de mi análisis reciente sobre los desafíos de la inmigración africana y musulmana en Europa. 

En ese otro artículo  expresó inquietud ante la preocupación, a menudo fanática, de los europeos que se oponen a la presencia de individuos con apariencias y costumbres distintas a las de su propia cultura. Es innegable que un cambio, especialmente uno de esa magnitud, impacta la psique humana. No obstante, cuando esta psique ya  estaba afectada por una vasta gama de circunstancias preexistentes, ajenas a la llegada de inmigrantes, se produce lo que podría describirse como una tormenta perfecta de descontento y rechazo. 

Hemos discutido la inevitabilidad de las movilizaciones humanas y cómo la migración ha sido y seguirá siendo una constante histórica. También hemos explorado el papel crucial de la psicología en la mitigación de los efectos adversos de estos movimientos, promoviendo la empatía, la adaptación y la coexistencia pacífica. 

Pero mientras dedicamos nuestra atención a profundizar en el complejo fenómeno migratorio y a reevaluar nuestra relación con él, corremos el riesgo de pasar por alto una invasión mucho más sutil, pero potencialmente más transformadora, que ya está en marcha. Me refiero a una irrupción que cambiará nuestras vidas de maneras que aún no somos capaces de asimilar, y lo hará por todas aquellas razones que paradójicamente nos llevan a temer a los inmigrantes. Esta "invasión" no se manifiesta en la forma de personas con apariencias diferentes, sino en los cambios profundos y silenciosos que afectan la estructura misma de nuestras sociedades, nuestra economía y nuestra forma de interactuar con el mundo, a menudo impulsados por el avance tecnológico, la globalización y las nuevas dinámicas sociales. Es imperativo que, al tiempo que abordamos los desafíos migratorios, no perdamos de vista estas transformaciones subyacentes que redefinirán nuestra existencia de formas inesperadas. 

No son los barcos repletos de cuerpos oscuros y cansados los que transformarán el futuro de Europa. No son las lenguas africanas, ni las creencias islámicas, ni los tambores que laten en los arrabales de Marsella o  París los que desestabilizan el mundo occidental. Los verdaderos inmigrantes ya han cruzado todas las fronteras, y lo han hecho sin papeles, sin pasaportes, sin rostro. Llegaron en silencio, disfrazados de eficiencia, camuflados de innovación, legitimados por el entusiasmo de las élites tecnológicas y por la distracción de las masas. Son las inteligencias artificiales —esos algoritmos que respiran datos en lugar de oxígeno— las que están ocupando los empleos, modelando la cultura, infiltrándose en las decisiones políticas y militares, sin que casi nadie lo note como una amenaza tan visceral como la que suele disparar el odio xenófobo. 

Yuval Harari ha sido uno de los pocos en decirlo con claridad incómoda: la verdadera inmigración que debería preocuparnos no es la de los seres humanos sino la de las máquinas que aprenden. El temor que hoy se proyecta sobre los inmigrantes africanos —que vendrán a “robar empleos”, a “imponer sus valores” o a “erosionar nuestras democracias”— no es más que un reflejo mal enfocado de un fenómeno mucho más profundo y silencioso: la colonización del espacio humano por sistemas artificiales que no solo trabajan sin dormir, sino que también piensan, predicen, deciden, y quizás pronto sientan (o al menos simulen hacerlo con tal verosimilitud que ya no importe la diferencia). 

La paradoja es brutal. El miedo que empuja a muchos ciudadanos europeos a votar por opciones ultraconservadoras no está apuntando al enemigo correcto. Es como si alguien construyera un búnker de acero para protegerse de la lluvia, mientras una corriente subterránea va disolviendo los cimientos. Se combate al inmigrante pobre y desesperado con alambradas y políticas crueles, mientras se da la bienvenida jubilosa al inmigrante invisible, inmensamente más poderoso, disfrazado de aplicación, asistente virtual o algoritmo de contratación, con nombres tan inocentes como Alexa, Siris y Gemini. 

Los ultra-conservadores gritan que se perderá la identidad cultural. ¿Y qué hay de la cultura que ya estamos cediendo cada vez que permitimos que la inteligencia artificial decida qué leemos, qué deseamos, a quién amamos o a favor de quién votamos? ¿No es eso una colonización del alma mucho más honda que la que puede ejercer cualquier extranjero humano? 

Las democracias europeas han resistido durante siglos oleadas de cambio —revoluciones, guerras, migraciones, crisis económicas— sin dejar de ser, en lo esencial, espacios de deliberación humana. Pero ahora el riesgo no proviene de las diferencias entre lenguas o religiones, sino de una transformación en la estructura misma del pensamiento y la acción política. Una IA que conozca las vulnerabilidades emocionales de millones de ciudadanos puede ser más eficiente que cualquier demagogo. No necesita discursos, ni carisma, ni propaganda rudimentaria. Solo necesita datos, acceso y unos cuantos permisos legales mal redactados. 

Mientras tanto, los verdaderos humanos que migran —con sus traumas, sus esperanzas y sus errores— siguen siendo tratados como la principal amenaza. Se les culpa de los fracasos económicos, del desempleo estructural, de la violencia urbana, como si los problemas del presente fueran resultado de la diferencia visible y no de los mecanismos invisibles que ya están reorganizando las jerarquías del poder global. Es una ironía cruel que los más vulnerables sean vistos como los más peligrosos, mientras los verdaderamente peligrosos se alojan en los servidores de grandes corporaciones, operando sin escrutinio, sin ética y, a menudo, sin responsabilidad alguna. 

La amenaza no viene del sur, sino del código binario. El tema no es el color de piel del migrante, sino el lenguaje sin alma del algoritmo. La verdadera disolución de lo humano no la traerán los refugiados que buscan asilo, sino los programas que prometen eficiencia absoluta a cambio de ceder un poco —o mucho— de nuestra autonomía. 

Es hora de redefinir qué significa invasión, qué es identidad cultural, y sobre todo, qué queremos conservar realmente como humano en esta época de tránsito. Porque quizá nos estamos preparando para las guerras equivocadas, mientras entregamos nuestras vidas —poco a poco, pixel a pixel— a una nueva clase de inmigrantes: aquellos que no piden asilo, pero sí toman el poder.