Fernando Mires – LA PARADOJA DE LA DEMOCRACIA



La democracia se hizo para todos, pero no todos son para la democracia. Esa es la paradoja.

El ideal incumplido sería que todos los miembros de una nación democrática fueran democráticos. Pero ese ideal parece imposible. Además, podría ser indeseable. Si todos los habitantes de una nación fueran democráticos no habría lucha por la –o por más- democracia pues la democracia vive de sus luchas. Sin esas luchas, las democracias no existirían.

Puede ser, como apuntó  Hannah Arendt, que la lucha política sea la lucha por la libertad. No obstante, aunque así fuera, la lucha por la libertad pasa por la lucha democrática, sobre todo si consideramos que uno de los objetivos que plantea cada democracia es institucionalizar y constitucionalizar los resultados que surgen de sus conflictos. Sin instituciones y constituciones tampoco hay democracia. 

Toda democracia debe ser institucional y constitucional; o no ser.

La democracia es una forma institucional y constitucional de gobierno. Además, una forma de la política y, no por último, un modo de vida. No están equivocados quienes hablan de una cultura democrática y, por cierto, como ocurren en todos los ordenes políticos, hay en una nación ciudadanos que son muy, otros que son poco y otros que no son nada democráticos. Y sin embargo, en una democracia han de estar representados todos los ciudadanos de una nación, sean estos democráticos o no.

La democracia no puede ser exclusiva. Solo su inclusividad hace posible su existencia. Esta afirmación, aparentemente banal, no deja de ser importante. Lo es porque nos hace volver a la paradoja que da comienzo al texto. En efecto, si la democracia se hizo para todos pero no contiene a todos, quiere decir que, para que una democracia se mantenga en el tiempo, requiere de mayoría electoral, sea esta, absoluta o relativa. Si los demócratas en una nación son, o llegan a ser minoría, la democracia se encuentra en peligro. El problema es que, mientras la democracia para serlo debe aceptar a las minorías, la antidemocracia, en todas sus formas, sean autocráticas o dictatoriales, no las acepta.

Queramos o no, la democracia es numérica. 

Pero para conquistar a la mayoría en una nación donde no todos los ciudadanos son democráticos, los partidos democráticos deben intentar ganar apoyo numérico atendiendo a demandas que “per se” no son democráticas, entre otras, demandas sociales, económicas, culturales. Más todavía si consideramos que la democracia se encuentra situada no solo sobre una sociedad de clases, sino sobre lo que la mayoría de los sociólogos llaman, “sociedad de masas”. Por eso, si bien la democracia no puede ser populista, debe recurrir, en momentos electorales decisivos, a mecanismos populistas a fin de alcanzar la mayoría. La política de masas es y será siempre populista. De ahí no escapamos. No estamos en la Grecia Antigua donde la ciudadanía era una élite muy minoritaria. Hoy día, por lo menos en las democracias, Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos.

Repitiendo a Arendt podemos decir que las democracias no suelen surgir de las luchas sociales, cimentadas sobre la pobreza

Más aún, agregaba la filósofa, las luchas por más igualdad generan nuevas dictaduras, tanto o más represivas que las que fueron derribadas. No ocurre lo mismo en otras revoluciones donde las necesidades aparecen subordinadas al principio de la libertad. Arendt las llama revoluciones políticas, para diferenciarlas de las sociales. Lamentablemente, las revoluciones políticas son muy ocasionales.

En lo que va de la historia de la democracia, solo encontramos dos revoluciones en las cuales el principio de la libertad ha dominado por sobre el principio de la igualdad. Una fue la revolución norteamericana de 1775-1783 y su consiguiente Declaración de los Derechos Humanos, una revolución que fue tan poco social que ni siquiera se propuso abolir la esclavitud (solo de modo implícito al establecer en su Constitución que “todos los seres humanos son iguales ante Dios”). Y, pensando bien, si la revolución norteamericana hubiera incluido desde su inicio el tema de la liberación de los esclavos, habría anticipado una guerra civil, generando, como ocurre en situaciones de guerra, un estado militar y represivo, como fueron los que siguieron a la independencia de las naciones sudamericanas, hecho que remarca Alexis de Tocqueville.

La segunda revolución predominantemente política fue la que tuvo lugar en Europa del Este y Central en los países comunistas, entre 1989 1991, la que comenzó con el movimiento Solidarnosc en Polonia y culminó con el plebiscito que determinó la independencia política de Ucrania en 1991. La consigna central surgida en Berlín Este, Dresden y Leipzig, “nosotros somos el pueblo” fue después asumida por todas las naciones sometidas al imperio soviético. 

Desde esa perspectiva debemos entender la gesta que hoy libra el pueblo ucraniano en contra del imperio ruso. Esa lucha tiene un carácter antimperial y a la vez democrático. Pertenecer a Europa y no a Rusia significa determinar el carácter del orden político de la nación. En caso de que el emperador Putin se haga de Ucrania, Ucrania pasará a ser una provincia rusa. En caso de que triunfe la causa ucraniana, la lucha por la independencia de Ucrania adquiere la cualidad de una revolución democrática.

Aparte de las dos revoluciones políticas que han cambiado el orden de la historia, las revoluciones de la era moderna han sido más sociales que políticas

Es por eso que esas revoluciones -desde el Terror de Robespierre en Francia, desde las carnicerías de la revolución mexicana, desde el Gulag ruso, desde los campos de concentración de la revolución nacional-socialista alemana, desde los millones de chinos asesinados por Mao, desde los paredones de Cuba, desde los crímenes de Maduro y Ortega todas, aunque autodenominadas democráticas, han sido profundamente anti-democráticas. En ellas ha participado el pueblo; pero no el pueblo político sino el pueblo social, actuando como masa disgregada en torno a uno o varios caudillos que proclaman un final glorioso situado más allá de la realidad existente, hacia un horizonte indeterminado

Conviene al llegar a este punto hacer la diferencia entre movimientos ciudadanos y movimientos de masas. 

En sentido literal los primeros son los que ocurren en las grandes ciudades y los segundos los que aparecen en las zonas agrarias, o marcados por modos de vida patriarcales de origen agrarista.

En un sentido más amplio los movimientos ciudadanos son los que incorporan en su agenda objetivos más políticos que sociales. Ahora bien, los grandes movimientos ciudadanos no siguen la voz de un líder iluminado. No ocurre así con los movimientos de masas generalmente conducidos por un caudillo mesiánico. Esa puede ser también la diferencia entre movimientos populares y movimientos populistas. No hay, en efecto, populismo sin liderazgo populista.

La dicotomía ciudadanía–masas puede ser útil para entender los peligros que acosan a la democracia constitucional -por algunos llamada, democracia liberal-. Mientras los defensores del orden democrático postulan un orden basado en la división de los poderes públicos y en la garantización de las libertades constitucionales, los segundos se declaran como anti-sistema. 

En sentido estricto, los movimientos y partidos nacional-populistas de la actualidad proponen una revolución anti-liberal signada por la sumisión del poder judicial y parlamentario al ejecutivo, en contra de las élites, sobre todo de las intelectuales. En ese punto no pocos autores entienden al nacional-populismo de nuestros días como una reedición de los antiguos movimientos fascistas del pasado siglo, es decir, como una revolución de masas dirigida en contra del orden político democráticamente establecido.

Evidentemente, los actuales movimientos y gobiernos nacional-populistas comparten con el pretérito fascismo una serie de rasgos comunes. Pero las diferencias también son significativas. Una de ellas es que, mientras los fascismos europeos aparecieron como consecuencia de quiebres provocados por la revolución industrial, los nacional populistas han surgido como consecuencias de la desaparición paulatina del orden industrial y su sustitución por un orden  económico digital. A su vez, mientras los movimientos fascistas recogieron para sí algunos fragmentos ideológicos del movimiento obrero, entre otros, la lucha en contra del “capital usurero” (Hitler), los nacional-populistas del presente declaran su lucha en contra de los habitantes de los subsuelos más empobrecidos de la escala social: los emigrantes.

La revolución global-antiglobal de masas ha alcanzado su punto más alto: llegó a los Estados Unidos

Desde el momento en que Donald Trump ganó las elecciones para su segundo mandato quedó demostrado claramente que la aparición nacional-populista no solo era un fenómeno propio a algunos países de la vieja Europa sino una ola que azota al Occidente político. Evidentemente, no solo Trump posee características autocráticas, no solo su grupo ministerial es anti-democrático, también el movimiento que lo secunda, MAGA, es un movimiento de masas anti-ciudadano y por ende, también antidemocrático

En Estados Unidos como en muchas naciones del globo la política está cruzada por un enfrentamiento  permanente entre tendencias autocráticas, representadas en el gobierno por Trump y su movimiento MAGA, y tendencias democráticas, anidadas en los dos principales partidos nacionales, los Demócratas y los Republicanos. Solo el tiempo dirá si las  raíces democráticas de los Estados Unidos son lo suficientemente profundas para resistir la tormenta nacional populista, o el autocratismo, con algunas "deformaciones" democráticas, terminará arrasando con la más antigua democracia del mundo.

Decir que las democracias se encuentran replegadas a una fase defensiva plantea una discusión, acerca de las formas que deben asumir los movimientos ciudadanos, así como los gobiernos constitucionales para defenderse en contra de la alta ola anti-democrática. 

¿Cómo deben defenderse las democracias frente a los peligros internos que las amenazan?

En países como Alemania, el tema ha sido puesto en el centro de la discusión dado el rápido crecimiento de AfD. Desde la coalición de gobierno, particularmente desde el Partido Socialdemócrata, han aparecido proposiciones cuyo objetivo es ilegalizar a AfD. Enfocado el tema desde un punto de vista puramente jurídico, no faltan argumentos. No pocas propuestas de los dirigentes de AfD son anticonstitucionales. AfD justifica el racismo, apoya a la autocracia rusa, predica el odio social "hacia abajo". No obstante, si bien es cierto que la política se sostiene sobre fundamentos jurídicos, lo jurídico nunca puede sustituir a lo político. 

La posibilidad de la ilegalización ha sido hecha por un partido muy minoritario, como es la socialdemocracia, en contra de un partido que se encuentra a punto de doblarlo en votación, la AfD. Más todavía: si tuviera lugar la prohibición ella delataría ante la opinión pública la incapacidad de la socialdemocracia y otros sectores políticos para ofrecer argumentos atractivos a la ciudadanía y así debilitar el discurso nacional-populista. No por último, convertiría a los dirigentes del partido antidemocrático en mártires, lugar en el que se sentirían muy cómodos.

A la anti-democracia solo se la puede derrotar con más y nunca con menos democracia, decía ese gran socialdemócrata que fue Willy Brandt. 

La lucha por la democracia si bien es militar en Ucrania, es política en el resto de Europa. En los dos terrenos hay que asumirla sin concesiones. Refugiarse detrás de bastiones jurídicos significaría aumentar el tamaño de la ola democrática. La democracia es para todos, aún para los anti-demócratas. Ahí reside la fragilidad de la democracia, pero, a la vez, ahí reside su fuerza.

No es posible derrotar a movimientos y gobiernos antidemocráticos recurriendo a medios antidemocráticos

La frase que hizo famosa el dictador Pinochet en Chile,”la democracia debe ser lavada con sangre cada cierto tiempo”, solo puede decirla un dictador. Argumentos e ideas para derrotar a los nacional-populistas hay muchos. Que los políticos de la socialdemocracia alemana  –en cuyas filas militan incluso personajes pro-rusos- no sean capaces de recurrir a la fuerza de los argumentos, es otra cosa. Es una prueba que muestra, como en determinadas ocasiones, los partidos democráticos  no solo no pueden resolver los problemas que supone enfrentar a movimientos antidemocráticos, sino, además, pasan a ser parte del problema. Cuando es alcanzado ese punto, el declive de la democracia puede llegar a ser una posibilidad irreversible.

En las luchas democráticas, eso es lo que queremos decir,  el fin no justifica a los medios

La relación medios-fines, en contra de la tesis atribuida a Maquiavelo, quien nunca vivió en democracia, debe ser parte de la lucha defensiva que hoy tiene lugar en diferentes partes del mundo. Fundamento que vale no solo para los gobiernos que enfrentan olas anti-democráticas, sino también para las oposiciones que enfrentan a gobiernos anti-democráticos, sean estos autocracias, o dictaduras.

Evidentemente estoy pensando de modo implícito en países latinoamericanos. Particularmente en Chile donde una candidata comunista ha sido elegida como representante de la izquierda, incluida la izquierda democrática, para las próximas elecciones presidenciales. O en Venezuela, donde la oposición dirigida por María Corina Machado ha decidido -después del fraude cometido por Maduro- rechazar la lucha democrática electoral en espera de soluciones no democráticas como pueden ser la posibilidad de un golpe de estado o una intervención militar norteamericana. 

Dada la complejidad que encierran esos y otros ejemplos, he optado por desarrollarlos en un próximo artículo.