Fernando Mires – EL TIEMPO DE DONALD TRUMP

 

1. No se puede entender ningún proceso, hecho o fenómeno sin considerar las condiciones de tiempo y lugar en donde se originan y desarrollan. Cada tiempo tiene sus propias claves. Omisión en que suelen ocurrir algunos historiadores y analistas políticos cuando piensan una realidad pretérita aplicando módulos del presente, o a la inversa, cuando piensan la realidad actual aplicando categorías sólo válidas en el pasado reciente. Error este último en que, a mi juicio, han incurrido no pocos autores que intentan analizar a la figura política más decisiva de la actualidad; sí, me refiero a Donald Trump.

El presidente norteamericano es un hombre de nuestro tiempo y ese tiempo ya no es el de la Guerra Fría. De ahí que todos los intentos para enfocar el fenómeno Trump con categorías como izquierda o derecha, progresista o reaccionario, comunista o capitalista, son inadecuados. La tarea de un historiador, de un sociólogo, de un politólogo, es detectar los periodos en donde se mueven los actores destinados a ser objeto de análisis. Y esas, las nombradas, eran categorías determinadas por las coordenadas de la Guerra Fría.

2. Llamamos Guerra Fría al periodo que se extiende desde 1945, cuando quedó definido que, después de la derrota del nazismo en Alemania, el mundo pasaba a ser dividido en dos bloques: el comunista dictatorial y el democrático, capitalista, separación que intentaba incluir nociones diferentes en unidades geo-estratégicas. No todo capitalismo, hoy está claro, es democrático, aunque sí todo comunismo era dictatorial, de tal modo que a veces la contradicción fundamental entre ambos bloques adquirió un formato económico (comunismo o capitalismo) y otras veces un formato político (dictadura o democracia).

En términos cronológicos, la división de bloques quedó claramente zanjada en 1947 cuando, frente a las pretensiones de Stalin para ocupar Turquía y Grecia, el presidente Truman levantó la consigna: "Ni un paso más". Stalin entendió, y entre una guerra caliente y otra fría, eligió la segunda. Pero esa guerra implicaba un pacto: EE UU y la URSS no se enfrentarán directa sino indirectamente en las llamadas guerras de representación. Así ocurrió en guerras como las de Corea (1949), Vietnam (1955-1975). Un choque directo estuvo a punto de ocurrir sólo en 1962, en la llamada crisis de los misiles cuando Jruschov, convirtiendo a Fidel Castro en lo que después nunca dejó de ser -una marioneta latinoamericana al servicio de la URSS- instaló misiles atómicos en Cuba. Después de ese incidente las dos potencias no se enfrentaron nunca más de modo directo.

El fin de la Guerra Fría comenzó antes de la caída del comunismo con la retirada de los Estados Unidos en Vietnam y la emergencia de un tercer poder geopolítico llamado China. La paz en Vietnam, si bien fue lograda gracias al asentimiento soviético, nunca hubiera tenido lugar sin conversaciones directas entre Kissinger y Mao más la consiguiente reanudación de las relaciones diplomáticas entre China y los Estados Unidos. De hecho, esos acontecimientos demostraron que el mundo pasaba a dividirse en tres bloques. Terminaba así la bipolaridad y en su lugar emergió lentamente una realidad tri-polar. La realidad bipolar, la actual, volvería años después con la Perestroika de Gorbachov y las revoluciones democráticas y anticomunistas ocurridas en Europa Central y Oriental, contexto al cual (tomemos nota) pertenece también Ucrania (1991). Esa, la bipolaridad que hoy vivimos es la que se da ahora entre la China de Xi Jinping y los Estados Unidos de Donald Trump.

3. El fin de la Guerra Fría impulsa y coincide con el llamado proceso de globalización. En efecto, la primera dimensión globalizadora no apareció en los mercados sino en el espacio geopolítico. Incluso, algunos autores (no solo Fukuyama) coincidieron en que, con el fin del comunismo, el mundo, al pasar a ser globalmente capitalista, entraría a esa fase denominada por Kant, "paz perpetua". Luego, la globalización digital, no sólo impulsó a la globalización de los mercados; también pondría fin a la, por Touraine llamada, "sociedad industrial", desplazando a la sociedad de clases y sustituyendola por una "nueva sociedad de masas" no organizadas, sobre todo en el sector de servicios y en la producción microelectrónica. El "proletariado" de Marx quedaría así reducido a su mínima expresión, sin partidos, sin sindicatos, así como "la burguesía" de Marx sería desplazada por una suerte de oligarquía tecno-económica cuya cuna no está en las naciones sino en las nubes digitales de la globalización.

La consiguiente globalización de los mercados surgida de las transformaciones mencionadas llevarían a su vez a la globalización de la fuerza de trabajo cuya evidencia se refleja en las enormes cantidades de trabajadores trashumantes que se desplazan a lo largo del planeta, fenómenos migratorios sin parangón en la historia universal, con las consecuencias demográficas, culturales y políticas que todos conocemos, entre ellas el aparecimiento de partidos xenófobos en Europa y en los Estados Unidos. Ese es el mundo en donde apareció Donald Trump. También es el mundo en donde China consolida sus espacios hegemónicos mundiales.

4. El éxito económico de China no puede ser separado de la globalización del mismo modo como la globalización no puede ser separada del éxito chino. China es hija predilecta de la globalización. De ahí que el antiglobalismo de Trump es solo en contra de China. Razón por la cual la gran disputa mundial que hoy presenciamos entre China y los Estados Unidos no es a favor o en contra de la globalización sino entre dos naciones que disputan la hegemonía sobre la misma globalización. Pues bien, para alcanzar ese lugar hegemónico, ambas naciones deben ser más fuertes que antes. Esa es también la convicción de sus líderes. Por eso ambos líderes son nacionalistas. Los nacionalismos americano y chino, así como el nacionalismo que emerge a lo largo y ancho del (ex) mundo occidental, no son antagónicos sino complementarios al proceso de globalización. Globalismo nacional, lo llaman algunos.

5. "Ser grandes otra vez" presupone para Xi y Trump mantener asegurado el poder político interno. Para Xi ese no es un problema. El PCCH es un pulpo que controla a la nación por abajo, por los lados y por arriba. El poder de Xi es totalitario. Trump, por su parte, no es un demócrata, pero nunca podrá convertir a los Estados Unidos en una nación totalitaria. Así se explica por qué busca asegurar al poder interno mediante una alianza tripartita que en el papel aparece imposible aunque en la realidad parece funcionar. Podríamos hablar en este punto de las tres vertientes del trumpismo.

La primera vertiente está formada por las vanguardias de la globalización, la de los nuevos millonarios globales, los tecnócratas que impulsan la revolución digital, portadores de una tendencia abiertamente internacional e internacionalista, es decir, globalista y antiestatista en la economía.

La segunda vertiente está formada por las capas más conservadoras del partido republicano, empeñado en recuperar el orden tradicional que reposa en la familia patriarcal, continúa en la nación religiosa, abiertamente anti feminista, enemiga mortal de las libertades sexuales y de la permisibilidad del aborto y, por ende, en contra de los movimientos culturales y libertarios que suelen tener origen en las universidades.

La tercera vertiente está formada por masas incultas, ultranacionalistas, xenofóbicas y homofóbicas, en fin, por los grandes perdedores de la globalización que se sienten "inundados" por un progreso que no entienden ni los beneficia. Sin esas masas el trumpismo no sería mayoría.

Esas tres vertientes están representadas en el bloque de poder trumpista. Como podemos observar se trata de una alianza formada por grupos antagónicos, cada una con sus representantes simbólicos girando en torno al significante llamado Trump. Si no existiera Trump esas tendencias se encontrarían en conflagración recíproca. Pongamos un ejemplo: no puede haber dos personas más diferentes que Elon Musk y J.D. Vance. El primero es un oligarca tecnológico, el segundo un político de pura sangre. El primero lleva una vida disoluta, el segundo una vida rígidamente patriarcal. El primero carece de ideología y de religión. El segundo es un fundamentalista ideológico, católico ultramontano.

La salida de Musk no fue en este caso producto de la política de Vance sino debido al hecho de que Musk intentó romper el equilibrio inestable en el cual se mantiene la coalición de gobierno, desconociendo la potestad de Trump, precisamente lo único que el presidente no puede permitir. Al fin y al cabo, oligarcas y millonarios tecno-económicos le sobran. Musk se va, pero la alianza entre conservadores y revolucionarios tecno-económicos, continúa. Trump es y se siente insustituible; él, y nadie más es líder de masas. Sin el movimiento de masas, articulado en MAGA, el trumpismo no podría existir.

Esas masas, la tercera vertiente del trumpismo, están a cargo del propio Trump. A ellas Trump, con su lenguaje grosero, con su homofobia declarada, con su aparente ignorancia, las representa a carta cabal. Trump es quien les dice que va a protegerlas de las turbas centroamericanas, el que llevará a América a la grandeza, el que demuestra odio a las ociosas elites universitarias, el que los liberará de naciones parásitas como son las europeas y las latinoamericanas, intentando destruir  instituciones como la UE y más recientemente la OEA. Pero para que eso sea posible, es necesario la comunicación directa entre caudillo y pueblo. Por lo tanto es necesario que la palabra de Trump esté situada sobre la Constitución, las Leyes, los tribunales de Justicia y el propio Capitolio. Trump es el hombre-pueblo y por lo mismo el hombre-nación de un gran movimiento nacionalista y de masas, es decir, del nacional-populismo norteamericano.

6. En gran medida la política internacional de Trump no es más que la proyección hacia afuera de su política nacional. Tanto hacia afuera como hacia adentro, Trump pasará sobre las leyes, convenios y tratados si éstos no concuerdan con sus objetivos. Por eso mismo ha sustituido los grandes acuerdos multinacionales por negociaciones bilaterales, las que nunca deben poner en juego los proyectos inmediatos de los EE UU.

Putin y Trump, el primero con su invasión a Ucrania, el segundo con su apoyo a Israel en Gaza, han deteriorado a la legislación internacional que regía desde 1945. Pero eso no significa que Putin y Trump persigan similares objetivos. La guerra a Ucrania no interesa a Trump en tanto no ponga en juego lo que para él son los intereses económicos de los Estados Unidos. Pero sí le interesa la guerra en Gaza y la guerra a Irán en tanto ve a Israel como un representante de los Estados Unidos en la región islámica. Así se explica que, por un lado, finja apoyar a Putin en su guerra de expansión en Ucrania pero, por otro, lo perjudica en otras regiones como en el Oriente Medio, cerrando el camino a Rusia al reconocer a la nueva Siria y al bombardear al mejor aliado ruso, Irán. 

Del mismo modo, Trump, al haber logrado que la gran mayoría de los gobiernos europeos aumenten en un 5% sus gastos militares, ha perjudicado a Putin. Este último no puede estar demasiado contento con Trump habida cuenta de que el único enemigo militar de Europa es Rusia. Es cierto que en el tema de la defensa militar Estados Unidos se está emancipando de Europa, pero a la vez, Europa se está emancipando militarmente de los Estados Unidos. Si el proyecto europeo destinado a convertir a Europa en una potencia militar llega a tener  éxito, los caminos europeos comenzarán a cerrase para la Rusia imperial.

7. Parece una ironía: Rusia ha perdido más terreno geopolítico durante un par de meses bajo Trump que durante todo el gobierno de Biden.

Pero, entiéndase bien: los Estados Unidos de Trump no están dirigidos en contra de Rusia. Solo están en contra de China. Y si Rusia es un gran aliado militar e Irán un gran aliado económico de China, lo más probable es que, en sus relaciones con los Estados Unidos, ambas dictaduras, la rusa y la iraní, pierdan y no ganen puntos en ese gran casino que es la geopolítica mundial. A su vez, Trump tampoco es occidentalista y no mantiene con las llamadas naciones occidentales ningún objetivo histórico común. Para Trump solo existen las naciones y los estados, sean de occidente o de oriente, sean democracias o autocracias. Lo importante es hacer negocios, pero nunca embarcarse en proyectos meta-históricos con ningún gobierno; ni siquiera con el de Israel, piensa seguramente Trump. El único objetivo de Trump es agrandar a los Estados Unidos, sea geográfica, militar o económicamente. El terreno cultural no le interesa, por el momento no es rentable.

Pero no engrandezcamos a la figura de Trump. Todo lo que está ocurriendo en el espectro mundial tiene que ver muy poco con su estrategia o inteligencia. Trump solo ha llenado un hueco. Mucho antes de Trump la democracia liberal se encontrara en franco retroceso. A ese retroceso Trump solo se ha sumado.

Obama y Biden también llevaron a cabo grandes deportaciones de emigrantes, Trump solo las ha convertido en un espectáculo cinematográfico -con cadenas y cárceles- para así alimentar el morbo de sus masas y aparecer frente a ellas como el gran liberador de su nación. De la misma manera los Estados Unidos han estado en dura competencia con China desde el fin de la Guerra Fría; la diferencia es que Trump ha convertido esa competencia en una épica nacional. 

No los nuevos tiempos son productos de la política de Trump, aunque sí Trump es un producto de los nuevos tiempos. Malos tiempos, sin duda. Pero, ¿cuándo la humanidad ha vivido buenos tiempos? Aparte de ese breve veranito que siguió a la caída del Muro de Berlín, no podemos encontrar ninguno. Es la dura realidad. No vinimos a este mundo para ser felices, nos dijo Nietzsche. Pero tampoco, podríamos responder, para ser infelices.

La felicidad, si es que existe, hay que buscarla en otros lares, distintos a los de la política nacional e internacional. De eso sí estoy seguro.

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