José Domingo Sosa - EL FINAL DE UNA ERA: ANSIEDAD, AUTOCRACIA Y ALGORITMOS



Estamos viviendo el final de una era. No el final simbólico de un ciclo más, ni el cansancio natural de una generación de ideas, sino el cierre estructural de un modelo civilizatorio: el de la modernidad liberal. Las señales no son sutiles. Democracias representativas que se vacían desde adentro, líderes electos que desprecian las normas que los legitiman, instituciones corroídas por la desconfianza, y una población crecientemente fragmentada, ansiosa y emocionalmente extenuada.

A todo esto se suma un factor radicalmente nuevo: la tecnología. Nunca antes el ser humano había dispuesto de herramientas tan potentes para modelar la realidad a voluntad —ni tampoco tan desconectadas de cualquier ética humanista. La inteligencia artificial, las plataformas digitales, los sistemas de vigilancia, el control algorítmico de la atención y del deseo han introducido una discontinuidad histórica. Ya no solo se gobierna desde el Estado o desde la plaza pública. Se gobierna desde las redes sociales, desde los flujos invisibles de datos, desde las narrativas automatizadas que colonizan la percepción. Lo que está en juego no es solo la opinión pública, sino la estructura misma de la conciencia colectiva.

Pero sería un error pensar que esta crisis es solo política o tecnológica. Es también emocional y espiritual. Lo que se ha roto —o se está rompiendo— no es únicamente el contrato social, sino el sentido mismo de lo humano como horizonte común. Se ha desdibujado la noción de destino compartido, y con ella, la posibilidad de proyectar un "nosotros" que no esté basado en la exclusión o en la amenaza. En lugar de imaginar futuros, las sociedades se atrincheran en pasados idealizados. En vez de conversación, hay indignación. En vez de complejidad, tribalismo.

Ya lo advirtió el destacado psicólogo Rollo May hace apenas unas décadas: los finales de era no se viven primero en la política, sino en el alma. La ansiedad que recorre nuestras sociedades no es solo patología individual, sino señal de que se ha quebrado el marco simbólico que daba sentido a la existencia. Cuando una cultura pierde sus mitos fundantes, sus relatos de futuro y sus vínculos profundos, el miedo ocupa su lugar. Y ese miedo, si no se transforma en conciencia, se transforma en defensa.

La ansiedad crece no porque haya más dolor, sino porque ya no sabemos para qué sirve ese dolor. Ante esta ruptura simbólica, la sociedad entra en una fase defensiva: predomina la regresión emocional, la idealización de figuras autoritarias, la búsqueda de certezas exteriores que sustituyan el trabajo interior. Se desconfía del otro porque ya no se confía en uno mismo. El pasado se convierte en refugio, aunque esté deformado por la nostalgia.

La cultura de la desconfianza ha reemplazado al diálogo. Y la emoción dominante ya no es la esperanza, sino la sospecha. El alma colectiva, desprovista de relatos capaces de contener la fragilidad, se refugia en estructuras autorreferenciales, que ofrecen identidad sin autoconocimiento, pertenencia sin comunidad, y propósito sin propósito. El resultado no es un proyecto político: es una coartada emocional para evitar el vacío. Una política de defensa que no busca transformar la realidad, sino reducirla a un campo de batalla afectivo, donde todo lo distinto se vive como amenaza. En ese clima, los afectos no se integran: se instrumentalizan.

La historia ofrece paralelos: En la Alemania de Weimar, donde el agotamiento económico y emocional de la posguerra creó un terreno fértil para el ascenso del autoritarismo. La democracia, aún en pie, no ofrecía consuelo ni dirección. En ese clima, el lenguaje de la fuerza, del enemigo interno, de la pureza nacional, resultó emocionalmente más convincente que cualquier programa republicano. El líder autoritario no apareció como ruptura, sino como solución. Y esa solución fue aclamada, no por su verdad, sino por su capacidad de contener el miedo.

En la actualidad, aunque los escenarios y tecnologías hayan cambiado, la lógica emocional es inquietantemente parecida. En múltiples democracias contemporáneas, se ha visto cómo sectores importantes de la población, atravesados por la ansiedad económica, el desencanto cultural y el vértigo tecnológico, han optado por figuras políticas que no ofrecen proyectos estructurados, sino identidades emocionales. No se trata ya de debatir ideas, sino de pertenecer a un bando. Y el líder deja de ser un administrador público para convertirse en un espejo emocional: alguien que canaliza el resentimiento, simplifica el malestar y promete restauración. La racionalidad institucional es desbordada por el lenguaje afectivo. Se aplaude al que humilla, se cree al que grita, se sigue al que divide. Y bajo esa lógica emocional, el autoritarismo deja de parecer una amenaza y empieza a sentirse como una forma de consuelo.

La figura de Donald Trump, y el movimiento que lidera MAGA, ejemplifican este punto. Su atractivo no se basa en un programa político, sino en la conexión emocional que establece con sus seguidores. Su discurso se centra en la identificación de "enemigos" (inmigrantes, élites liberales, medios de comunicación), la promesa de "hacer a América grande otra vez" evocando una nostalgia por un pasado idealizado, y la simplificación de problemas complejos con soluciones populistas y a menudo autoritarias en su retórica. Las normas democráticas, el respeto por las instituciones y el debate basado en hechos a menudo son socavados por un lenguaje cargado de emociones, insultos y teorías conspirativas. Sus discursos y tweets en las redes sociales son un escenario donde la intensidad emocional y la retórica divisiva tienen más peso que los argumentos racionales.

En este contexto, los líderes autoritarios no llegan como anomalías: son la consecuencia. No subvierten el orden; encarnan su agotamiento. Son elegidos democráticamente por electores que, desesperados por la búsqueda de certidumbre, aceptan sacrificar libertad. No porque desconozcan el valor de la democracia, sino porque ya no sienten que ella los represente emocionalmente. La democracia moderna fue diseñada para administrar intereses, deliberar leyes y distribuir poder. Pero no fue hecha para acompañar almas heridas ni para ofrecer sentido en medio del colapso simbólico.

Y cuando el alma colectiva está rota —cuando se ha perdido el relato interior que permite procesar la finitud, la incertidumbre, el conflicto— entonces el orden emocional se vuelve más urgente que cualquier forma de deliberación racional. El discurso del líder autoritario no seduce por su lógica, sino por su tono. No es la propuesta lo que importa, sino la contención afectiva que promete: la imagen de fuerza, la identidad clara, la promesa de que todo volverá a su lugar. Así, el lenguaje político se convierte en ritual tranquilizador, y la obediencia deja de ser una imposición para convertirse en un refugio emocional. No se vota por un programa, se vota por una anestesia.

Este es el rostro de un final. No el apocalipsis ruidoso de las películas en el cine, sino un colapso silencioso, afectivo, progresivo. No cae todo a la vez. Primero se deteriora la confianza, luego la conversación pública, luego el sentido de lo común. Y cuando todo eso se erosiona, la libertad ya no se percibe como conquista, sino como carga. Entonces se abre el camino del caudillo. Entonces el algoritmo encuentra su dios.

Pero la salida nunca es volver atrás: la única posibilidad de sanación cultural es el riesgo del acto creativo que nos corresponde hacer cada uno como individuos. Crear no como entretenimiento, sino como respuesta ética al caos. Recuperar el coraje de proponer lo nuevo sin certezas. Sostener, desde lo personal, una responsabilidad compartida. Porque cuando ya no hay verdad colectiva, la única forma de verdad que queda es la que se atreve a nacer desde adentro de uno mismo.


* José Domingo Sosa, es economista, MBA, y ex banquero de inversión. Tras retirarse del mundo financiero, se ha dedicado durante los últimos veinte y cinco años al estudio de la filosofía, con especial énfasis en un doctorado en la psicología profunda, la fenomenología, el existencialismo y la crítica al autoritarismo moderno.