Estamos presenciando un marcado cambio con respecto a la primera administración Trump, que al menos mantuvo la alianza ideológica transatlántica prácticamente intacta. Esta vez, los ideólogos republicanos de línea dura libran una guerra cultural que posiciona a Rusia como un socio potencial y a las sociedades europeas liberales y abiertas como adversarias.
ESTOCOLMO – Hubo un tiempo en que Estados Unidos consideraba la pugna entre la democracia y el autoritarismo un asunto singularmente determinante. Fue esta perspectiva, forjada en el crisol de la Segunda Guerra Mundial, la que creó lazos transatlánticos tan fuertes. Durante muchas décadas, la alianza entre Estados Unidos y Europa no se centró solo en la seguridad, sino también en la ideología y los valores compartidos. Por eso, la relación perduró durante 80 años.
Pero ahora, gracias al presidente estadounidense Donald Trump, el mundo de hace apenas dos meses ya parece historia lejana. La naturaleza misma de Occidente está cambiando a la velocidad del rayo ante nuestros ojos. La disrupción es tan repentina y desorientadora que muchos se han visto obligados a aferrarse a un ancla. La nueva realidad se hizo evidente cuando Estados Unidos se unió a Rusia y a algunos otros países autoritarios marginados para votar en contra de una resolución de la Asamblea General de la ONU que condenaba la agresión rusa contra Ucrania en el tercer aniversario de la invasión a gran escala. Ese fue un punto de inflexión, una fecha que vivirá en la infamia.
Obviamente, las implicaciones de la nueva política exterior estadounidense son profundas. Nadie puede negar que la alianza de seguridad transatlántica se está debilitando. Los líderes políticos podrían sentir el deber de insistir públicamente en que los antiguos compromisos mutuos de defensa siguen siendo sólidos; pero no engañan a nadie, ni siquiera a sí mismos. La credibilidad de la alianza depende de la persona en la Casa Blanca, y esa persona carece de credibilidad en materia de seguridad transatlántica.
Además, estamos presenciando un marcado cambio con respecto a la primera administración Trump, que al menos mantuvo la alianza ideológica transatlántica prácticamente intacta. El discurso del vicepresidente J.D. Vance en la Conferencia de Seguridad de Múnich indicó que esta vez es diferente. Su mensaje causó conmoción en los círculos europeos de seguridad, defensa y política exterior. No solo descartó como irrelevantes los problemas de seguridad que han anclado a la OTAN durante tres cuartos de siglo, sino que rediseñó por completo el mapa ideológico, enfrentando a Europa y Estados Unidos. De repente, Estados Unidos dejó de ser un aliado para convertirse en un adversario.
Los fundamentalistas de MAGA (Make America Great Again), en el corazón de la administración Trump, están inmersos en una guerra cultural que busca transformar la sociedad estadounidense. Su proyecto es, en gran medida, una contrarrevolución reaccionaria contra las tendencias liberales que, según ellos, han subvertido su país. MAGA pretende regresar a una versión más marcial, conservadora y semiaislacionista del excepcionalismo estadounidense. Por lo tanto, su lucha definitoria no tiene nada que ver con la contienda entre democracia y autoritarismo. Esas palabras apenas figuran en sus narrativas.
Dada la naturaleza de su proyecto de guerra cultural, MAGA ve a Europa como un adversario. Vance, quien ha alineado su retórica con la de los extremistas de derecha europeos, argumenta que Europa corre el riesgo de cometer un suicidio civilizatorio. De igual manera, Elon Musk, principal apoyo financiero y asesor de Trump, ha hecho campaña abiertamente a favor de partidos de extrema derecha en Alemania y el Reino Unido. De cara al futuro, es casi seguro que veremos más apoyo a este movimiento en países como Polonia y Rumanía (donde un tribunal anuló el resultado de una primera vuelta electoral el año pasado, alegando la interferencia rusa). Dado que los ideólogos de MAGA ven a las sociedades europeas abiertas y liberales como extensiones de sus enemigos internos, su apoyo a fuerzas iliberales y antidemocráticas es perfectamente lógico.
También tienen una visión fundamentalmente diferente de Rusia. No es casualidad que su retórica a menudo refleje la del régimen del presidente ruso Vladimir Putin (a veces casi palabra por palabra). Tanto MAGA como Putin propugnan un nacionalismo agresivo y una hostilidad hacia los valores liberales; ambos insisten en hablar incansablemente sobre la soberanía y el papel de líderes y naciones fuertes en la construcción del futuro. Ya sea en el Kremlin o en la Casa Blanca, los llamados globalistas son el enemigo.
Mientras que el gobierno de Biden obviamente deseaba un cambio de régimen en Rusia —aunque nunca lo expresó como un objetivo político oficial—, el gobierno de Trump desea un cambio de régimen en Europa. Europa ya no es un aliado, sino un enemigo; y aunque Rusia podría no ser (todavía) un aliado pleno de Estados Unidos, tampoco es un adversario. El régimen de Putin tiene una afinidad ideológica más estrecha con el actual gobierno estadounidense que la que jamás tendrán los europeos.
Si hay alguna esperanza para el mundo transatlántico, reside en que Estados Unidos no es uniforme. Contrariamente a lo que afirma, Trump no tiene el mandato para hacer lo que está haciendo. Pero con la sociedad estadounidense tan polarizada, su trayectoria política no es fácil de predecir. Incluso si aún es posible un retorno parcial al viejo orden, las fuerzas que impulsan la contrarrevolución reaccionaria seguirán presentes durante años.
El mundo debe tomar nota y adaptar sus políticas en consecuencia. Los europeos pueden esperar lo mejor, pero deben prepararse para lo peor. Lo que antes parecía imposible —una América rebelde— se ha vuelto demasiado probable. (Project Syndicate)
Carl Bildt es un ex primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores de Suecia.