Cuando vivía en París desde el 1973 me daba los paseos de rigor por el Boulevard Saint Michel. Habían allí de modo notable vendedores itinerantes africanos exponiendo sus chucherías a los transeúntes. En cuclillas, en esa posición anatómica que solo los flacos y fibrosos terciomundistas de tanto vagar por tierras, las suyas y las más extrañas, sólo pueden realizar, atraían algunos entre ellos a sus clientes con el sonido de un pequeño tambor. Simpático instrumento musical, pero que en manos de un niño curioso sacaría por las casillas a sus progenitores de tanto tam tam producir, atraído yo por la pieza en movimiento el nómada vendedor, el cual me interpelara nada más con el sonar al vuelo me daba el precio de venta: “45 francs, Monsieur”.
La media del parpadeo ocular es de unas 15 veces por minuto. El africano mercader ambulante, espabilado en su mirada detenida en mi rostro, no más previo al segundo del movimiento de mis párpados cambiaba el precio hacia un valor más bajo, y sin siquiera yo hacer una contraoferta: “35 francs, Monsieur”.
En esa radical asimetría de cuerpos, él en la zona baja como una suerte de servil súbdito, yo erguido en mi zona alta, como si yo creyese que mi verticalidad era el testimonio de una soberanía, el tendero saltimbanqui, antes de yo reaccionar a la nueva oferta del precio del pequeño tambor, volvía con una sonrisa espléndida a revalorizar aún más por lo bajo el objeto musical: “25 francs, Monsieur”. La tensión percibida por el desconcierto que por vez primera en mi vida yo experimentaba ante una interacción predicada por la parte del marchante en una desquiciante indecisión dada su errancia, me llevó entonces a aceptar esta última oferta; me hice del simpático tambor.
Trump, regordete y mofletudo, bordeando la obesidad mórbida no podría jamás asumir la postura anatómica de pollito, es decir la de entrar en interacciones humanas colocándose en cuclillas. Uno puede dudar con absoluta certeza que el energúmeno, por demás nada fibroso, por el contrario asquerosamente rollizo, que el tirano wannabe haya entrado en algún “deal” con un africano en cuclillas apostado en la Quinta Avenida de NYC para comprarle un tamborcillo. Menos aún, dudosamente lo hubiera hecho en Rabat o en alguna aldea de Argelia. No creo igual que el canalla haya tomado algún curso de antropología para principiantes. Sin embargo, este ser que se alimenta de la más atroz crueldad hacia sus semejantes, su treta del “deal” es una que, como el africano que me vendió el tamborcito, puede desquiciar a cualquiera. Y es que el cabroncete de marca mayor se desdice una y otra vez.
El pensador de la Ilustración, Montesquieu, nos legó la doctrina liberal del “doux commerce”, allí donde pasiones hay intereses deberían prevalecer. Base para la transición de la guerra a la política, el dulce comercio ilusoriamente brindaría la paz a los humanos. Mas parecería que la “modernidad” del sádico presidente se alimenta de un intersticio entre la guerra y la paz; como el africano nómada éste entra en lances de clientela con la convocatoria a un reto. Pero es un reto de la puesta en marcha de un valor que no se detiene, no encuentra clausura inmediata, distinto al saltimbanqui del continente cuna de la especie, el blanco cadavérico color naranja a fuerza de artificios, fobocrático como se ha revelado ser, lo que busca es una humillación en su concurrente mercader que de “dulce” nada tiene.
Pre cartesiano o post cartesiano, el ejemplo reciente en el duelo entre Zelensky y éste, nos anticipa, una vez más, de cómo el mundo en tiempo real estará girando al ritmo de una pasión malsana que no halla su contenedor preclaro de veracidad.
Discépolo, te ruego que regreses, se han vuelto todos locos.
22 de febrero de 2025
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