Guy Sorman - YA NO ES MIGRACIÓN, ES ÉXODO

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Alrededor de 10.000 inmigrantes clandestinos se han ahogado supuestamente en 2024 entre Senegal y España, según las estadísticas publicadas por los dos Gobiernos afectados. Esta cifra es sin duda inferior a la realidad. Y únicamente describe una de las muchas rutas por las que el sur se abre camino hacia el norte. Podríamos añadir, en Europa solamente, las migraciones que acaban en ahogamientos en el Mediterráneo, entre Libia e Italia, y en el canal de la Mancha, entre Francia y Gran Bretaña. Nadie sabe el número de inmigrantes que atraviesan Turquía y Grecia, o los que cruzan a pie el Sahel para llegar hasta Libia e Italia. Pasando a otro continente, Australia se ve asediada por multitudes de chinos y vietnamitas. Y por supuesto, un número ingente de personas se desplaza hasta México y Canadá desde Latinoamérica. Y seguramente podríamos medir en millones el éxodo masivo desde países dictatoriales pobres como Eritrea y China, desde el sur hacia el norte o, en otras palabras, hacia las prósperas democracias liberales: la nueva Tierra Prometida. Estamos ante un movimiento histórico que nadie sabe encauzar. El éxodo en la historia de la humanidad es ciertamente tan antiguo como la humanidad misma. Si hemos de creer a la Biblia, los hebreos vagaron por el desierto durante 40 años para llegar desde Egipto hasta su Tierra Prometida; Moisés, que guiaba a sus fieles, nunca llegó a su destino.

Norteamérica y Europa son hoy la Tierra Prometida. Esto debería relativizar nuestras críticas internas; nos quejamos de nuestras desgracias cotidianas, pero para los pueblos del sur que no conocen ni la libertad ni la prosperidad representa el ideal por el que están dispuestos a arriesgar su vida. Puede que estos inmigrantes estén haciéndose ilusiones sobre nuestros países del norte, pero en general están bastante bien informados a través de los circuitos que unen las diásporas instaladas en el país de acogida con los pueblos de origen. Conocen los riesgos que corren. El comportamiento de los países de acogida es mucho más ambiguo. Dejando a un lado el caso excepcional de la bienvenida de la canciller Angela Merkel a los inmigrantes sirios, en general se observa un rechazo creciente a esta oleada migratoria.

Como todo el mundo sabe, esta ola suscita inquietud e incluso cólera en nuestros países, un movimiento que se está convirtiendo rápidamente en xenófobo, con el argumento de que no es posible coexistir con personas de culturas y religiones totalmente ajenas. En los países de acogida, muchos asalariados, sobre todo obreros, temen que los despidan por culpa de los recién llegados. En realidad, si nos atenemos a un enfoque puramente económico, que admito que es restrictivo, la contribución de la inmigración ha sido bastante positiva. Los inmigrantes son jóvenes y emprendedores, porque inicialmente se produce una especie de autoselección: los que consiguen llegar al norte son los más audaces, y una vez allí, salvo contadas excepciones, estos inmigrantes, ilegales o no, enriquecen con su trabajo al país de acogida. Pero esto son solo estadísticas, mientras que nuestras reservas son más bien de orden cultural.

Tampoco tiene mucho sentido señalar que, en el fondo, todos somos inmigrantes y que la noción de un primer pueblo no existe más que en la imaginación de algunos antropólogos. Sé que estos argumentos eruditos no sirven para gestionar el éxodo y evitar que degenere en altercados entre los pueblos de acogida y los recién llegados. Las soluciones adoptadas hasta la fecha apenas han demostrado su valía. La Unión Europea paga a Libia y a Turquía para que retengan a los inmigrantes antes de que crucen las fronteras de la Unión Europea; la eficacia de estas medidas está por demostrar, pero su inhumanidad es indiscutible. Otro ejemplo es Australia, que envía a los solicitantes de asilo a una isla del Pacífico, donde los inmigrantes en potencia pasan años antes de que se examinen sus solicitudes. Reino Unido había previsto un circuito idéntico en el que los solicitantes de asilo iban a ser enviados a Ruanda, donde esperarían durante años su turno ante una ventanilla hipotética. Estas soluciones prácticas no solucionan nada y las soluciones jurídicas tampoco. ¿Cómo distinguir a un solicitante de asilo legítimo de un inmigrante económico no legítimo? Es difícil, porque todo inmigrante sabe la historia que tiene que contar para ser reconocido como refugiado político. Además, el refugiado económico puede ser más útil para el país de acogida que el refugiado político.

Hay una solución económica que nunca se ha probado, propuesta por el economista de Chicago Gary Baker. Este señalaba que un inmigrante que llegaba a un país del norte tenía acceso inmediato al capital acumulado durante generaciones por los trabajadores del país de acogida. Según Gary Baker, desde un punto de vista estrictamente económico, sería normal que el inmigrante pagara por este derecho de acceso al capital acumulado. Así pues, los países de acogida pondrían a la venta visados relativamente caros y la inmigración se seleccionaría sobre esta base financiera. No es moral, pero es legítimo. Y seguramente inviable. En cuanto a cerrar las fronteras, ni soñarlo. Aunque la Unión Europea estuviera rodeada de alambre de espino, la desesperación y la determinación ayudarían a los emigrantes a llegar a nuestro país.

El eurodiputado Daniel Cohn-Bendit propuso otra solución, quizá más práctica, inspirada en un modelo suizo ya desaparecido: sugirió que cada año el Parlamento Europeo adoptara una cuota de inmigrantes acorde a las necesidades económicas del país de acogida. Esta cuota se aplicaría con absoluto rigor en las fronteras de la Unión Europea, sin diferenciar entre inmigrantes económicos y políticos. Por el momento, es la solución más imaginativa y práctica que conocemos, pero choca con el Derecho Internacional. Y da por sentado que existe un acuerdo entre todos los países europeos, que no se ven afectados de la misma manera por este éxodo.

Por tanto, es de temer que, aparte de las baladronadas políticas, no ocurra nada más en los próximos años. Los movimientos demográficos y las tragedias continuarán; los africanos seguirán ahogándose en el Atlántico o el Mediterráneo. Haremos retroceder a algunos y acogeremos a otros. Miles de ellos burlarán nuestras porosas fronteras para instalarse entre nosotros. ¿Transformarán nuestra cultura? Probablemente sí. Ya es el caso de la música y la gastronomía, por citar ejemplos anecdóticos. ¿Perjudicarán a nuestra economía? Desde luego que no; como hemos dicho, la inmigración es buena para el país de acogida. Nos gustaría aportar una solución más definitiva basada en el modelo de 'cada uno en su casa'. Pero eso sería poco práctico, inmoral y contrario a toda la historia de la humanidad. Igual que los hebreos en el desierto, todos los pueblos sueñan con la Tierra Prometida, ya sea real o mitológica. El éxodo forma parte de nuestra historia y de nuestro destino; no podremos impedirlo. Pero no resulta imposible debatir una política clara y realista, combinando las hipótesis de Becker y Cohn Bendit. Eso tranquilizaría a las poblaciones de acogida, limitaría la demagogia populista y reduciría las tragedias mortales. 

 ABC