Europa está preocupada, con razón, por las ambiciones imperialistas de Trump, que contempla absorber a Canadá y conquistar Groenlandia y Panamá. Toda Latinoamérica ha reaccionado negativamente ante el proyecto de Trump de volver a ocupar el canal de Panamá, que revive un siglo de imperialismo estadounidense y malos recuerdos. Pero nada de esto sucederá, y tampoco la conquista de Groenlandia y Canadá, porque el Ejército estadounidense no aceptará órdenes ilegales. Todo soldado estadounidense tiene el deber de rechazar una orden ilegal que emane del presidente. Así que cuesta ver quién invadiría Groenlandia, el canal de Panamá o Canadá a petición de Trump. En cualquier caso, Trump tiende a olvidar sus antojos de un día para otro y a inventarse otros aún más extravagantes. Su verdadero objetivo es ocupar los medios de comunicación, acaparar todos los focos.
Por eso no comparto la ansiedad excesiva de los analistas de la izquierda estadounidense, difundida por los medios de comunicación en Europa, que anuncian el fin de la democracia en Estados Unidos y, por contagio, el avance del iliberalismo en el resto del mundo a imagen del contramodelo húngaro o de las dictaduras china y rusa. Profetizar el fin de la democracia en Estados Unidos es ignorar sus fundamentos, esencialmente la división de poderes que pretendían los Padres Fundadores, inspirados por filósofos ingleses como Locke o franceses como Montesquieu. Comprendieron que todo poder tiende al exceso a menos que esté sometido a controles y equilibrios. Así es la Constitución de Estados Unidos: resistirá a Trump número dos igual que resistió a Trump número uno.
Sí percibo, en cambio, otra amenaza para la democracia liberal, que no tiene nada que ver con la personalidad de Donald Trump, sino con el ascenso al poder de las fuerzas del capital, que disponen de sumas de dinero e influencia nunca vistas. Ha surgido una casta de nuevos ricos, impulsada por la globalización, que multiplica los miles de millones hasta el infinito. Los multimillonarios en cuestión, en Estados Unidos o en cualquier otro lugar, tienen en común el no haber creado nada útil. No inventan nuevas máquinas o nuevos medicamentos; son artistas de las finanzas que saben situarse en la encrucijada de la creación y la empresa. Elon Musk, por ejemplo, símbolo de esta nueva casta de superricos, no inventó el coche eléctrico, pero sí supo adquirir, a plazos y en el momento oportuno, la empresa que lo había creado. A diferencia de Bill Gates, a quien debemos los programas indispensables para nuestros ordenadores, Musk no ha inventado nada; se ha beneficiado de los inventos de otros.
Estos superricos han acumulado fortunas nunca vistas y también un poder que nunca tuvieron la oportunidad de ejercer. En Francia, por ejemplo, casi toda la prensa escrita y las televisiones están ahora en manos de unos pocos superricos que imponen a los periodistas su visión ideológica de la sociedad. Adiós a la verdad. Las redes sociales, que en un momento dado pensamos que equilibrarían el debate político, contribuyen, por el contrario, a radicalizarlo. Porque también pertenecen a superricos más interesados en el poder que en la verdad. ¿Por qué es tan inquietante esta evolución? Es preciso insistir en que los fundadores de la democracia liberal en el siglo XVIII basaron su proyecto, que ahora es la norma en nuestras sociedades europeas, en la diferenciación de papeles. Según ellos, la libertad solo podía surgir de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Desde entonces, se ha añadido el poder de los medios de comunicación, a menudo denominado cuarto poder. También se pretendía que siguiera siendo independiente, con un código deontológico aplicado por los periodistas, pero como ya he señalado, la independencia de este cuarto poder se ve ahora amenazada.
Lo que los filósofos de la democracia liberal no habían imaginado, un fenómeno sobre el que siguen reflexionando poco, es la aparición de un quinto poder, el de los superricos; poco a poco, está corroyendo a todos los demás mediante una especie de corrupción, insidiosa o manifiesta. Simplificando y resumiendo, Elon Musk, por lo que representa en cuanto a ambición desmedida e influencia, me parece infinitamente más peligroso para la democracia liberal que Donald Trump. Los Elon Musk están surgiendo en todo el mundo, incluso en regímenes dictatoriales como Rusia y China. Estas personas superricas y superpoderosas eluden los controles y los equilibrios. Contribuyen poco al bien común y la mayoría de ellos, expertos en optimización fiscal, se valen de la globalización para evitar pagar impuestos a quien sea y donde sea.
Por tanto, es gente tan poderosa como inútil. El único contrapoder que se ha manifestado hasta ahora frente a la aparición de esta nueva y ambiciosa casta es la Comisión Europea en Bruselas. De vez en cuando impone multas por los abusos de poder de alguna red social, pero siendo realistas, se trata de una medida insignificante frente a la amenaza global que representan estos superricos. Una vez más, miremos en el lugar correcto y no nos confundamos de adversario. El enemigo no es Donald Trump, que será encarrilado por las propias instituciones de Estados Unidos y por la resistencia de los dirigentes europeos. El enemigo es Musk, no el señor Musk en particular, a quien obviamente no conozco, sino Musk como metáfora de la aparición de un monstruo antidemocrático nacido de las entrañas de una globalización desenfrenada.
Guy Sorman
ABC