Comprender la guerra, predecirla, organizarla e incluso dictar sus leyes han formado parte durante siglos de un arte estratégico desarrollado por filósofos chinos como Sun Tzu ('El arte de la guerra', publicado hace 2.500 años pero que aún se estudia en China), en tiempos modernos por Carl von Clausewitz en Prusia ('De la guerra', 1835) y más recientemente por Henry Kissinger ('La diplomacia', 1994). Después de los juicios de los dirigentes nazis en Nuremberg, en 1945, y de los instigadores de la guerra en Tokio, en 1946, se nos hizo creer que desde entonces el horror del combate tenía unos límites que ya no podían traspasarse. Es más, el desarrollo de las armas nucleares condujo a la elaboración de unas complejas reglas del juego, conocidas como disuasión mutua, para que nadie que poseyera esas armas letales sintiera la tentación de utilizarlas, so pena de ser él mismo aniquilado. Desde 1945, estas construcciones filosóficas, jurídicas y diplomáticas no han eliminado la guerra, pero han contenido los conflictos dentro de límites manejables que no ponían en peligro los fundamentos del Derecho Internacional ni la supervivencia de nuestro planeta.
Me parece que estas convicciones están haciéndose añicos ahora con los conflictos que masacran Oriente Próximo, Ucrania, el África saheliana y tropical y amenazan Extremo Oriente. Hasta que Rusia agredió a Ucrania, todavía era posible suponer que las grandes potencias respetarían más o menos la Carta de Naciones Unidas y la estabilidad de las fronteras. Desde que Putin hizo trizas esta carta, es evidente que el núcleo central del Derecho Internacional ya no es válido. En Oriente Próximo, por ejemplo, la venganza de Israel por la agresión de Hamás ya ha rebasado los límites de la represalia para embarcarse en una remodelación completa de los contornos de la región. En el Sahel, en Congo y en Sudán, de los que se habla poco, los caudillos militares recomponen, en función de sus victorias y derrotas, territorios gigantescos cuyos nombres, heredados de la colonización, ya no abarcan ninguna realidad, ni humana ni política. En Asia, la congelación del conflicto entre las dos Coreas también parece cada vez más frágil y nos preguntamos si la zona desmilitarizada que separa el norte y el sur resistirá las tentaciones nucleares del norte. Taiwán, que es una China democrática, pende ahora de un hilo para lograr su independencia, un hilo que Estados Unidos podría cortar mañana mismo si conviniera a su relación con la China comunista.
La novedad de todos estos conflictos es que son totalmente aberrantes. Me refiero a que, en el pasado, las guerras obedecían a una cierta lógica, con objetivos anunciados de antemano y operaciones militares relativamente comprensibles. Esta lógica y esta claridad han sido sustituidas por una especie de delirio por parte de los señores de la guerra, que no tienen ni idea de lo que persiguen, aparte de su deseo narcisista de ser líderes. Por ejemplo, ¿qué quiere Putin en Ucrania? Nadie lo sabe con certeza, excepto a lo mejor él mismo, pero no podemos estar seguros. ¿Está haciendo la guerra porque sí, o se plantea en serio conquistar Ucrania, o realmente quiere reconstruir el Imperio Soviético? Nadie puede responder a estas preguntas. Es una estrategia deliberada de Putin: parecer totalmente irracional e impredecible. Cuando amenaza con utilizar armas nucleares, no sabemos si es un farol o si es una posibilidad real. Es la estrategia del loco. Como estoy loco, Putin nos da a entender, soy capaz de cualquier cosa. Evidentemente, esta estrategia del loco también podría atribuirse de forma muy creíble a Corea del Norte, ya que, también allí, un dictador que no parece muy equilibrado amenaza con lanzar misiles nucleares contra Estados Unidos, Corea del Sur y Japón. Kim Jong Un hace que la gente crea en su locura, que podría ser real, y así desestabilizar a Occidente e impedir que ideemos una estrategia en respuesta. Netanyahu, desde luego, no está loco, pero su estrategia sí es de locos porque pasa por alto el hecho de que los palestinos existen realmente. Y su mensaje al mundo árabe da a entender que, impulsado por la verdadera locura de su coalición, si no por la suya propia, es capaz de cualquier cosa, hasta de atacar a Irán, aunque ello signifique desencadenar un conflicto mundial.
En África, desde la caída de Libia, las antiguas tropas mercenarias empleadas por Muamar el Gadafi, asesinado en 2011, han ido troceando los territorios del Sahel para formar nuevos reinos. Puede que Gadafi nos pareciera un loco, pero era más previsible que los jefes militares que ahora desgarran Malí, Níger, Sudán, Chad y Libia.
Los occidentales no estamos acostumbrados a tratar con locos. Como somos demasiado cultos, demasiado educados y demasiado racionales, atribuimos espontáneamente a los demás la mismas capacidades de análisis y de previsión que las nuestras. Pero, ¿qué sabemos? No sabemos nada. Porque la característica principal de la locura del otro es que escapa a toda identificación y a toda previsión. Por otra parte, ahora estamos obligados a preguntarnos si la locura no habrá penetrado en nuestro propio bando. Es imposible e hipócrita no preguntarse por el futuro modo de operar de Donald Trump. Puede que Estados Unidos, lleno de contradicciones, sin una visión clara del mundo que dirigirá el nuevo presidente, rodeado de un futuro gobierno notoriamente incompetente y ocasionalmente psicótico, esté entrando a su vez en la estrategia del loco. Imaginemos un diálogo, teórico por el momento, entre Putin, Trump, el presidente chino y el presidente de Corea del Norte. Cada uno podría decirle al otro: «Cuidado conmigo, estoy aún más loco que tú, soy capaz de lo peor, todavía peor que tú». Necesitaríamos un Kissinger o un Sun Tzu para replantearnos el futuro del mundo y la estrategia correcta que debemos adoptar, Europa en particular, teniendo en cuenta la escala de esta nueva locura. Europa parece muy cuerda en este manicomio en que se ha convertido nuestro planeta. Pero es una cordura desarmada. Es imposible razonar con los locos. Únicamente nos queda contenerlos con una camisa de fuerza, cosa que la Unión Europea de momento no es capaz de hacer. Tenemos los medios, pero nos falta la voluntad tanto como la unidad. Necesitamos un líder, y el único posible sería, evidentemente, Donald Tusk.
Me parece que estas convicciones están haciéndose añicos ahora con los conflictos que masacran Oriente Próximo, Ucrania, el África saheliana y tropical y amenazan Extremo Oriente. Hasta que Rusia agredió a Ucrania, todavía era posible suponer que las grandes potencias respetarían más o menos la Carta de Naciones Unidas y la estabilidad de las fronteras. Desde que Putin hizo trizas esta carta, es evidente que el núcleo central del Derecho Internacional ya no es válido. En Oriente Próximo, por ejemplo, la venganza de Israel por la agresión de Hamás ya ha rebasado los límites de la represalia para embarcarse en una remodelación completa de los contornos de la región. En el Sahel, en Congo y en Sudán, de los que se habla poco, los caudillos militares recomponen, en función de sus victorias y derrotas, territorios gigantescos cuyos nombres, heredados de la colonización, ya no abarcan ninguna realidad, ni humana ni política. En Asia, la congelación del conflicto entre las dos Coreas también parece cada vez más frágil y nos preguntamos si la zona desmilitarizada que separa el norte y el sur resistirá las tentaciones nucleares del norte. Taiwán, que es una China democrática, pende ahora de un hilo para lograr su independencia, un hilo que Estados Unidos podría cortar mañana mismo si conviniera a su relación con la China comunista.
La novedad de todos estos conflictos es que son totalmente aberrantes. Me refiero a que, en el pasado, las guerras obedecían a una cierta lógica, con objetivos anunciados de antemano y operaciones militares relativamente comprensibles. Esta lógica y esta claridad han sido sustituidas por una especie de delirio por parte de los señores de la guerra, que no tienen ni idea de lo que persiguen, aparte de su deseo narcisista de ser líderes. Por ejemplo, ¿qué quiere Putin en Ucrania? Nadie lo sabe con certeza, excepto a lo mejor él mismo, pero no podemos estar seguros. ¿Está haciendo la guerra porque sí, o se plantea en serio conquistar Ucrania, o realmente quiere reconstruir el Imperio Soviético? Nadie puede responder a estas preguntas. Es una estrategia deliberada de Putin: parecer totalmente irracional e impredecible. Cuando amenaza con utilizar armas nucleares, no sabemos si es un farol o si es una posibilidad real. Es la estrategia del loco. Como estoy loco, Putin nos da a entender, soy capaz de cualquier cosa. Evidentemente, esta estrategia del loco también podría atribuirse de forma muy creíble a Corea del Norte, ya que, también allí, un dictador que no parece muy equilibrado amenaza con lanzar misiles nucleares contra Estados Unidos, Corea del Sur y Japón. Kim Jong Un hace que la gente crea en su locura, que podría ser real, y así desestabilizar a Occidente e impedir que ideemos una estrategia en respuesta. Netanyahu, desde luego, no está loco, pero su estrategia sí es de locos porque pasa por alto el hecho de que los palestinos existen realmente. Y su mensaje al mundo árabe da a entender que, impulsado por la verdadera locura de su coalición, si no por la suya propia, es capaz de cualquier cosa, hasta de atacar a Irán, aunque ello signifique desencadenar un conflicto mundial.
En África, desde la caída de Libia, las antiguas tropas mercenarias empleadas por Muamar el Gadafi, asesinado en 2011, han ido troceando los territorios del Sahel para formar nuevos reinos. Puede que Gadafi nos pareciera un loco, pero era más previsible que los jefes militares que ahora desgarran Malí, Níger, Sudán, Chad y Libia.
Los occidentales no estamos acostumbrados a tratar con locos. Como somos demasiado cultos, demasiado educados y demasiado racionales, atribuimos espontáneamente a los demás la mismas capacidades de análisis y de previsión que las nuestras. Pero, ¿qué sabemos? No sabemos nada. Porque la característica principal de la locura del otro es que escapa a toda identificación y a toda previsión. Por otra parte, ahora estamos obligados a preguntarnos si la locura no habrá penetrado en nuestro propio bando. Es imposible e hipócrita no preguntarse por el futuro modo de operar de Donald Trump. Puede que Estados Unidos, lleno de contradicciones, sin una visión clara del mundo que dirigirá el nuevo presidente, rodeado de un futuro gobierno notoriamente incompetente y ocasionalmente psicótico, esté entrando a su vez en la estrategia del loco. Imaginemos un diálogo, teórico por el momento, entre Putin, Trump, el presidente chino y el presidente de Corea del Norte. Cada uno podría decirle al otro: «Cuidado conmigo, estoy aún más loco que tú, soy capaz de lo peor, todavía peor que tú». Necesitaríamos un Kissinger o un Sun Tzu para replantearnos el futuro del mundo y la estrategia correcta que debemos adoptar, Europa en particular, teniendo en cuenta la escala de esta nueva locura. Europa parece muy cuerda en este manicomio en que se ha convertido nuestro planeta. Pero es una cordura desarmada. Es imposible razonar con los locos. Únicamente nos queda contenerlos con una camisa de fuerza, cosa que la Unión Europea de momento no es capaz de hacer. Tenemos los medios, pero nos falta la voluntad tanto como la unidad. Necesitamos un líder, y el único posible sería, evidentemente, Donald Tusk.