Para junio de 1934, en ocasión del décimo aniversario de la muerte de Kafka, Walter Benjamín presentó un estudio sobre su obra que hoy nos interpela con igual vigor. Aquel aniversario cruza un túnel de casi un siglo y su inalterable agudeza funda todavía los aniversarios. Era una de las deslumbrantes lecturas de Benjamín, critico mayor del siglo XX, sobre los textos más enigmáticos de la literatura moderna. Había detectado muy temprano el estilo vertiginosamente exacto y la serenidad impasible de una prosa que, cuando enunciaba, remitía siempre a otra cosa. Exploró su cósmica opacidad, el desplazamiento incesante, la postergación, su simbología, los vínculos herméticos con la Tora y el Talmud, las geniales paradojas de esa enrarecida temporalidad. Esbozaba uno de los sentidos que posteriormente la Shoah y las décadas ahondaron sin agotarlo, la condición judía como un fósil indescifrable en la modernidad. Registraba un largo desfile mítico, la tenue presencia de una Hagada sin Halaja, como si la escritura primitiva estuviera perdida. Las ruinas sobrevivían al olvido, signos invirtiendo la teología, y constató alientos proféticos y alegóricos, esperanza y melancolía. Advirtió una amplia elipse que abarcaba núcleos místicos, saturados de la experiencia soterrada en la metrópolis. Para esa indagación, que tornaba irreal a la Historia, empleaba los malabares deslumbrantes de intuición y meditación. Procedía con el rigor flotante de los cabalistas, pero entre los restos combinados no procuraba divisar un plan histórico hegeliano, en la onda interpretativa totalizante de Lukács o Goldman. Derramaba borbotones lucidos en dibujos opacos del mosaico, sobre el trazo fragmentado de sus “constelaciones” reflexivas, y surcaba airosamente los espacios vacíos. Ejercía un pensamiento discontinuo, oyente del latido kafkiano, asincrónico entre lo infinitamente grande y lo pequeño. Su definición: las ideas son a las cosas lo que las estrellas a las constelaciones, le permitió atisbar las remotas formas místicas detenidas, sin perderse en el infinito. Judío entonces, pero no por la familiaridad identificatoria que alentaba Max Brod o podían sugerir las parábolas que había recogido Martin Buber o los encriptados aforismos, sino por la mirada en escorzo sobre el curvado espejo de una subjetividad que no era ajena. SEGUIR LEYENDO>>