El reciente premio nobel de economía fue otorgado a dos investigadores que, contra las tendencias numéricas y financieras de las últimas décadas, enfatizaron el papel decisivo de las instituciones y del sistema de creencias regional. La distancia antropológica del frenesí económico, esa prudencia con la heterogénea realidad, aumenta también el espacio de la reflexión histórica y cultural. Nada más oportuno en esta época de aventureros económicos, filibusteros políticos, impostores avezados en la desinformación, que nadan teóricamente en los vacíos del corrompido espectro público. En este cuarto del nuevo siglo queda claro que la anhelada globalización tuvo una expresión más geográfica que humanista, y ha logrado que todos se parezcan en pretenderse diferentes. Uno de sus efectos fue tribalizar las sociedades, pero reduciendo también los valores colectivos. La aldea global profetizada se ajustó con mala fortuna al aforismo “pueblo chico infierno grande”. Lo cierto es que la noción del Otro se transformó, los temples particulares más degradados se naturalizaron poco a poco y los estereotipos del fascismo ya no resultan vergonzosos. Una metamorfosis asombrosa hizo de la tragedia una farsa y de las ideologías las caricaturas de un comic universal. Las distopías amenazantes y las utopías embriagantes, suelen ser hoy los remos mayores de las inciertas travesías políticas, sin otra bitácora que la ambición pasional de corto plazo. Por ello las instituciones adquieren un renovado valor, no solo para los economistas del nobel, también hacen las veces de guías cívicas, columnas de saber acumulado contra las audaces cabriolas de los oportunistas. Sin respiro, los cambios históricos vertiginosos y la creciente ignorancia social facilitan el provecho de gente inescrupulosa, dispuesta a promover el mesianismo, el resentimiento, la autocracia, la xenofobia, el antisemitismo y el goce de las más bajas pasiones públicas.