Las cosas se precipitan. Faltan cien días para las elecciones presidenciales. Y, desde que Biden dimitió, hace ocho días, las contribuciones a la campaña de Harris de donantes que hasta ahora se resistían suman ya 140 millones de dólares (900.000, de personas que dan dinero por primera vez); y no deja de llegar más dinero. Desde el punto de vista objetivo —aunque la realidad se ha vuelto efímera—, la vicepresidenta Harris necesita 1.976 votos de los delegados a la Convención Demócrata para ser oficialmente la candidata presidencial. Pero eso se da por descontado. En cuanto a que este apresurado proceso pueda ser “ordenado y transparente”, seamos realistas. El 78% de los demócratas ya quieren que Harris sea la candidata. El 61% no quiere que se presenten competidores. Nancy Pelosi, los Obama y George Clooney ya han hablado. Con toda esa euforia, los demócratas piensan, con cierto vértigo:“¿Así que me estás diciendo que hay una oportunidad?”
En el lado positivo —y esta es una realidad—, Kamala Harris constituye una incógnita que aterra a los republicanos, para los que no hay nada que odien más que lo desconocido. Sobre todo para Trump. Las dudas le vuelven más caprichoso, propenso a soltar todavía más chifladuras y vitriolo sobre su derrota electoral. Al lado de Harris, Trump da muy mala imagen —un hombre cansado, abotargado y mezquino—, no como cuando era uno de los dos vejestorios que nunca deberían volver a ser presidentes. Que haya debate, alardean los demócratas: Harris se lo comerá vivo.
Ahora bien, antes de que todas esas sonrisas empiecen a resquebrajarse y desvanecerse, veamos otro punto de vista. Cuando dispararon a Trump en Pensilvania—¿cuánto hace de eso?—, un gurú republicano observó que, con el disparo, Trump se había asegurado automáticamente la victoria. Es la extraña lógica de que lo que no te mata —supongo— te hace presidente. Y parecía verdad. Esa constatación desató en mí una nauseabunda sensación de irrealidad. Estaba a punto de materializarse la peor pesadilla. Reconozco que albergué pensamientos muy oscuros.
Sin embargo, ahora, una irrealidad equivalente —aunque claramente distinta— impregna el oxígeno que respiran los demócratas y, me temo, el que respiro yo también. La avalancha de apoyos a Harris y la fe en que puede ganar reflejan una desorientación y una falta de disciplina elemental que son las que han dejado que el partido no apartara de la campaña electoral a un Biden innegablemente deteriorado hace meses. Hemos pasado del “¡Cómo vamos a hacer una cosa así!” al “¡Claro que debemos hacer eso!” Por lo visto, los demócratas pretenden gobernar nuestro país al estilo de Lewis Carroll.
No cabe duda de que, cuando empiecen a desvanecerse las ávidas sonrisas, a Harris no le va a ser fácil conseguir la victoria. Para empezar, se puede decir que, sin un proceso tan alejado de los procedimientos normales como el que va a coronarla, nunca habría sido la candidata. Al fin y al cabo, en 2020 perdió las primarias para la nominación y demostró que, como oradora y activista, no era capaz de inspirar ni transmitir su mensaje a los votantes. Corre el desagradable rumor (seguramente falso) de que no consigue retener a la gente de su equipo porque no es especialmente simpática. Lo que desde luego está completamente injustificado es la desconfianza —expresada a menudo incluso entre los votantes demócratas negros— en que una mujer de color pueda ganar las elecciones, la falacia tóxica de que “Estados Unidos no está preparado” (por supuesto que lo está).
Además, Harris procede de California (un universo aparte de Michigan o Pensilvania, por ejemplo). Y lleva tres años ocupando el nada envidiable puesto de vicepresidenta de Biden. Por si fuera poco, las vacilaciones de Biden sobre si retirarse o no han hecho que ahora apenas le quede tiempo para presentar su nuevo yo ante el electorado estadounidense. Desde luego, tiene todas las papeletas en contra.
Y todavía falta que los republicanos la emprendan contra ella con las teorías nativistas, los infundios de que solo está ahí para cubrir una cuota de diversidad, la desinformación sobre su labor en las fronteras y quién sabe cuántas calumnias más que estén cocinando ya Steve Bannon y Alex Jones, dispuestos a propagar sus locuras, su odio y su nihilismo.
Dicho todo esto, si Biden se mantiene verdaderamente al margen, los demócratas disponen de unas bazas que quizá les permitan alzarse con la victoria en noviembre. Ya sé que el país está profundamente dividido sobre el rumbo que debe seguir y la persona que debe dirigirlo. Pero, hoy en día, la ideología y las convicciones fundamentales les importan cada vez menos a los votantes y Trump no es un candidato popular, salvo entre los chiflados del “Make America Great Again”. Y repito mi opinión de que no parecerá tan impresionante cuando se enfrente en un estrado a Harris, más joven, atractiva y con la actitud imperturbable propia de una fiscal. Además, el tándem Biden-Harris puede presumir de un historial sólido. Han hecho grandes cosas en la financiación de infraestructuras, el debate sobre los derechos reproductivos de la mujer, la recuperación posterior a la pandemia, la condonación de préstamos a estudiantes, la legislación medioambiental y sanitaria y otros ámbitos. A Harris le será fácil atribuirse esos méritos. Sigue arrastrando el fracaso en la frontera sur, un desastre que no acaba y que los republicanos intentarán achacarle a ella. Pero tiene la oportunidad de hacer comprender a los estadounidenses —excepto a los lunáticos— que la frontera es un problema que ambos partidos políticos llevan décadas sin resolver y que, de hecho, es un dilema geográfico y moral implacable, que quizá ningún partido resuelva nunca de verdad salvo en las conversaciones de bar en las que todos los problemas son facilísimos de solucionar.
Y luego hay otro factor. Incluso en medio de salvajes ataques por parte de los republicanos, seguramente sin el apoyo incondicional de los demócratas y reconociendo los puntos débiles que tiene Harris, muchos estadounidenses están deseando votar a cualquiera que no sea Donald Trump. En todas las elecciones, el motivo por el que votamos a un candidato no es que estamos de acuerdo con todo lo que piensa, ni tampoco para que él o ella haga lo que queremos, sino porque, como ciudadanos, esperamos y confiamos en que el candidato no va a enloquecer, va a hacer lo que considera mejor para el país; y para ello nos basamos no solo en la historia o la obediencia filosófica, sino en alguna dimensión personal recién descubierta que denota una cualidad. ¿Más responsabilidad cívica? ¿Una mayor apreciación de las posibilidades del ser humano? ¿Una nueva visión del bien que quizá nunca se habría manifestado ni incluso existido si no hubiera sido por el crisol de un debate, a veces estridente, que es la razón de la supervivencia de nuestro país? A la señora Harris le ha llegado el momento de actuar, y veremos si es capaz de estar a la altura de las circunstancias, de asumir plenamente su misión. Porque, francamente, ¿qué otra oportunidad tiene nuestro país?
Richard Ford es novelista estadounidense, y ganador en 2016 del Premio Princesa de Asturias de las Letras. Su último libro publicado en España es Sé mía (Anagrama). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.