“Respecto de las ciudades de Grecia, a los tiranos que las gobernaban no les importaba sino su propia seguridad, conservar su autoridad, aumentar sus bienes y enriquecerse… por esto no se lee que hubiesen hecho cosa digna de memoria”.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso I 17
Hace pocos días me topé con un par de artículos que me parecieron de actualidad y utilidad para nosotros. Ambos están firmados por Robert K. Fleck y F. Andrew Hansen, profesores de la Escuela de Economía de la Universidad Clemson, en Carolina del Sur (sí, de Economía, estamos leyendo bien). El primero de estos artículos es del año 2013 y se titula “Cómo la tiranía allanó el camino a la democracia: la transición democrática en la antigua Grecia” (“How Tyranny Paved the Way to Democracy: The Democratic Transition in Ancient Greece”, Journal of Laws and Economics 53). El segundo es del 2018 y se llama “El camino de la dependencia y transiciones de la tiranía a la democracia. Evidencia de la antigua Grecia” (“Path dependence and transitions from tyranny to democracy. Evidence from ancient Greece”, Constitutional Political Economy 29). No pude menos que dejar lo que tenía en manos y ponerme a leerlos de inmediato.
Hay que decir que nuestro conocimiento de los fenómenos históricos de la antigüedad ha cambiado mucho en los últimos años, y la tiranía en tanto que hecho político y social no es una excepción. Los artículos de Fleck y Hansen son una prueba de cómo un enfoque multidisciplinario puede enriquecer ese conocimiento. Más allá de su justificada demonización, sobre todo a partir de lo dicho por Platón y Aristóteles, la figura del tirano y el proceso que representa ha comenzado a ser estudiado desde miradas más realistas y enfoques originales. Platón y Aristóteles tuvieron duras palabras para el tirano y la tiranía, pero hasta ahí. En la República (565 e) Platón dice que el tirano es un “lobo”, que “gusta de la sangre de sus hermanos con su lengua impura” mientras “mata y destierra”. Aristóteles, por su parte, dirá en la Política (1323 a) que el tirano “no se abstiene de los mayores crímenes con tal de satisfacer su deseo”. Hoy, más allá de lo que ya sabemos, historiadores y clasicistas tratan de entender las razones por las que surgió la tiranía en Grecia, como si se tratara de una enfermedad que tenemos que aprender a prevenir.
Lo primero que hay que decir es que en Grecia las tiranías no surgieron todas al mismo tiempo, ni se extinguieron todas a la vez, como tampoco la democracia surgió en todas las poleis de un solo golpe, ni de la misma manera, ni tampoco todas las ciudades alcanzaron el mismo grado de desarrollo democrático en términos de libertades, inclusión e instituciones democráticas, para usar nuestros parámetros. La tiranía como forma de gobierno surgió alrededor del siglo VI a.C. como producto de las grandes tensiones y el debilitamiento de la oligarquías dominantes en las distintas ciudades, la temible stásis, la confrontación interna. Esto ocasionó la aparición de demagogos salidos de las mismas clases dominantes, los cuales tomaron el poder generalmente de forma violenta e ilegítima con el apoyo de mercenarios o de las clases populares, el dêmos. Pero, repetimos, estos procesos no ocurrieron de forma sincrónica en todas las ciudades ni de la misma forma. Está también el caso de las tiranías surgidas en Jonia a causa de las invasiones persas. A finales del siglo VI los persas, en su imparable expansión hacia Occidente, tomaron las principales ciudades jonias e instalaron gobiernos títere encabezados por tiranos que respondían a sus intereses, los llamados sátrapas. Hoy, la mayoría de los historiadores de la antigüedad entienden a la tiranía como un estado en el proceso de evolución que va de la oligarquía a la democracia. Una de las tesis de Fleck y Hansen es que este proceso se desarrolló de forma diferente en las satrapías jonias y en las demás poleis griegas.
En un estudio fundamental, Inventario de las poleis arcáicas y clásicas (An Inventory of Archaic and Classical Poleis, Oxford, 2004), los investigadores daneses Mogens Hansen y Thomas Nielsen hacen una lista de 1.035 ciudades griegas antiguas y revisan, hasta donde permiten las fuentes, la evolución de sus diferentes instituciones. El libro de Hansen y Nielsen fue una herramienta indispensable sin el cual los trabajos de Fleck y Hansen no hubieran sido posibles. Claro que la ciudad sobre la que poseemos más y mejores fuentes es Atenas. Por otra parte, Atenas fue donde primero surgió la democracia, y este es el origen de un importante error, pues se tiende a confundir la democracia ateniense con la de todas las demás ciudades griegas.
Durante el período arcaico en Atenas hubo tres intentos de imponer una tiranía. La primera de ellas fue a finales del siglo VII a.C., cuando un ambicioso noble de nombre Cilón intentó un golpe de Estado con el apoyo de su suegro Teágenes, tirano de Megara. La historia la cuentan Tucídides y Plutarco en su Vida de Solón. Cilón tomó la Acrópolis con la ayuda de tropas megarenses y de algunos aristócratas atenienses. Para el dêmos, la toma de la Acrópolis significó un acto de impiedad inaceptable, por lo que se levantó contra los golpistas. Cilón fue expulsado de la ciudad y los soldados megarenses ajusticiados, pero la oligarquía permaneció en el poder y no se estableció una democracia.
A comienzos del siglo VI, otro miembro de la nobleza, Solón, recibió el mando supremo ante el estado de anarquía en que se encontraba la ciudad. Solón estableció una serie de reformas, por lo que le ofrecieron ser tirano, pero él rehusó -según cuenta él mismo en uno de sus poemas- y se exilió voluntariamente por diez años. Finalmente, hacia mitad de siglo, otro aristócrata de familia cercana a Solón, Pisístrato, dio un golpe de Estado con ayuda de su guardia personal, tomó la Acrópolis y se proclamó tirano de Atenas. Pisístrato gobernó de manera benévola durante veintiún años, ganándose el apoyo del dêmos. Acometió grandes obras de infraestructura, especialmente acueductos, lo que era muy apreciado por el pueblo. A su muerte en el 527, sus hijos, Hipias e Hiparco, le sucedieron en el poder, estableciendo un régimen de terror y represión, muy diferente del de su padre. Hiparco fue asesinado en el 514 y su hermano Hipias, derrocado cuatro años después.
Al caer Hipias otro noble ateniense, Clístenes, tomó el poder, pero esta vez no para restaurar a la oligarquía sino para instaurar una democracia. El cuento lo echa Heródoto en sus Historias. Clístenes pertenecía a la ilustre familia de los Alcmeónidas, vinculada sin embargo al dêmos y que había apoyado las reformas de Solón. Con el apoyo de tropas espartanas, Clístenes se alzó contra Hipias, que corrió a refugiarse en la Acrópolis. Clístenes sitió el santuario y a Hipias no le quedó más remedio que negociar su salida. Una vez en el poder, Clístenes emprendió una serie de reformas sociales y políticas que condujeron directamente a la democracia. Aristóteles, en La constitución de los atenienses, las describe. En primer lugar, inició una redistribución de la población a fin de desarticular las antiguas facciones y cacicazgos. En segundo lugar, instituyó el principio de la isonomía, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que se convirtió en el pilar fundamental del Estado democrático. Creó asimismo el ostracismo, por el que se podía desterrar a todos los sospechosos de atentar contra el Estado sin importar su clase social. En tercer lugar, creó la Ekklesía, la asamblea en la que participaban todos los ciudadanos por igual, y que tenía la última palabra en todas las decisiones, siendo sometidas a voto. Los miembros de la Ekklesía gozaban además de un sueldo, la mistophoría, para que pudieran ocuparse excusivamente de los asuntos de gobierno. Paralelamente, Clístenes estableció un Consejo, la Bulé, compuesta por 500 ciudadanos electos anualmente por sorteo, de modo que se garantizaba la participación de todos en la solución de los problemas de la comunidad. Estos magistrados, además, tenían que rendir cuentas a la Ekklesía. Finalmente, redujeron las atribuciones del Areópago, el viejo consejo de los aristócratas, convirtiéndolo simplemente en un órgano de consulta, marginándolo de las grandes decisiones y dejándole únicamente jurisdicción sobre los juicios penales por hechos de sangre. Por supuesto, las reformas de Clístenes le aseguraron de inmediato la adhesión incondicional del dêmos.
Como notan Fleck y Hansen, salvo el brevísimo e infortunado paréntesis de la dictadura de los Treinta Tiranos (404 a.C.), la democracia ateniense gozó de estabilidad. Duró casi doscientos años, hasta la derrota de Queronea y la incorporación de Atenas al imperio macedonio en el 338 a.C. El secreto de esa estabilidad puede encontrarse en las consecuencias de las reformas de Solón y Clístenes, pero también en algunas experiencias anteriores.
Desde luego, otras poleis tuvieron una evolución diferente con resultados diferentes. En el siglo VII a.C. la ciudad costera de Mégara, cercana al istmo de Corinto, era un próspero emporio comercial. En la segunda mitad del siglo, la lucha entre las facciones aristocráticas hicieron que surgiera un tirano, Teagenes. Al igual que Pisístrato, Teagenes invirtió en obras públicas y repartió la riqueza de los oligarcas entre el dêmos, pero no implementó políticas económicas ni sociales. En pocos años, un levantamiento popular lo derrocó y estableció una democracia extrema. Al poco tiempo la oligarquía reaccionó y retomó el poder. El experimento democrático megarense había durado poco. Esparta y Tebas, por el contrario, no eran ciudades costeras. Su economía dependía casi exclusivamente de la agricultura y la cría en los fértiles valles al interior del Peloponeso y de Beocia respectivamente. Este factor influyó en la configuración de una oligarquía homogénea y sin fisuras que se mantuvo, de donde no pudo surgir un tirano ni menos una democracia. Finalmente, Tebas venció a Esparta en la batalla de Mantinea (362 a.C.) y se convirtió en una pequeña democracia que sin embargo duró poco, hasta el advenimiento del imperio macedónico. Esparta, por el contrario, se mantuvo como una oligarquía hasta su desaparición como Estado.
La experiencia ateniense nos deja claras lecciones. En primer lugar, el intento fallido de Cilón muestra cómo ningún intento de quebrantar el orden imperante y tomar el poder en forma violenta e ilegítima puede tener éxito sin el apoyo del pueblo. Es por esta razón que la acción de los tiranos suele estar acompañada de medidas demagógicas y populistas. También es esta la causa de que algunos tiranos como Pisístrato o Teagenes hayan prestado especial atención a la construcción de obras públicas como propaganda de gobierno. En el caso de Clístenes, sus reformas ganaron inequívocamente el apoyo del dêmos, su participación política y, especialmente, su compromiso con el funcionamiento de la polis. Se muestra claramente cómo su gobierno buscaba establecer políticas que favorecieran a las masas que lo apoyaban, promoviendo una expansión socioeconómica contínua y prolongada. Por lo demás, es claro que las reformas políticas tienen mayor fuerza y una aplicación más expedita cuando nacen del consenso entre las élites y el dêmos, como ocurrió en el caso de Solón y Clístenes. En segundo lugar, cualquier intento de establecer un régimen democrático debe poner énfasis en su propia seguridad, esto es, en la capacidad del Estado para controlar la violencia, mejor si esta capacidad se ejerce de forma preventiva, como en el caso de las reformas sociales de Clístenes. El nombre de la democracia no basta por sí solo. El control de la violencia debe estar garantizado, además, por instituciones estables.
Por último -aunque tengo para mí que es un factor primordial-, la cultura democrática se sostiene sobre el principio básico de la despersonalización del poder, o lo que es lo mismo, su alternabilidad. Solo cuando el dêmos comprendió que el poder no era ínsito a una persona, a una familia o a una casta, fue posible una verdadera y exitosa transición democrática. Para ello, en su momento jugó un papel esencial una práctica tan absurda a nuestros ojos como la asignación de ciertas magistraturas por sorteo.