El Parlamento Europeo nunca ha destacado por la calidad de sus miembros. Suelen ser segundones o burócratas procedentes de aparatos políticos que no han logrado hacer carrera en sus países de origen. Pero siempre nos queda la esperanza: con esta Asamblea recién elegida, podemos apostar por un espíritu nuevo, más creativo y mejor sintonizado con las exigencias históricas del momento. Naturalmente, no podremos evitar los debates estériles sobre los méritos respectivos de los molinos de viento y las baterías de litio, o las proclamas antiinmigración de una extrema derecha revitalizada por sus éxitos. Pero más allá de la postración de ecologistas y nacionalistas, podemos esperar que, de esta Asamblea, que sigue siendo predominantemente liberal y moderada, salgan hombres y mujeres de Estado de verdad. Y que esta mayoría se dedique a la única urgencia verdadera del momento, al único debate que debe tener lugar en este Parlamento, es decir, qué hacemos con Putin y cómo lidiamos con Rusia.
Ninguna discusión es más urgente porque su resultado determinará todo lo demás, incluida nuestra seguridad energética, la paz o la guerra en nuestras fronteras, el futuro de la OTAN, nuestras relaciones con Estados Unidos y China, y nuestra posición respecto al Sur global, especialmente África y los países árabes. Si de este nuevo Parlamento sale una mayoría clara que conduzca a una estrategia firme y precisa frente a Rusia, los Gobiernos europeos se sentirán respaldados por una nueva legitimidad. Entonces podrán embarcarse en una estrategia coherente y a largo plazo. ¿De qué hablamos exactamente y qué está en juego? Putin, y solamente Putin, representa actualmente la amenaza más temible para el orden mundial y para la estabilidad europea. No deberíamos tener ninguna duda sobre las intenciones del dictador ruso. Ha manifestado claramente su intención de sustituir el actual orden internacional por el caos y la descivilización, porque no propone un orden alternativo. Es una mente puramente destructiva para su propio país, para sus vecinos inmediatos y para la Alianza que intenta construir a su alrededor, a veces llamada el Sur Global. ¿Qué odia Putin de Europa? Nuestro éxito, nuestra prosperidad económica, nuestras libertades democráticas y la innegable atracción que ejercemos sobre todas las naciones, en todas las civilizaciones.
Desde hace más de 20 años, a Putin solo le mueve la venganza. Aplicando la táctica del salami, que domina a la perfección, está corroyendo sistemáticamente las fronteras de Europa, aniquilando Chechenia, mordisqueando Georgia, anexionándose de hecho Bielorrusia y, distrito a distrito, Ucrania. En esta empresa de demolición, en la que los muertos se cuentan por millones, Putin cuenta con el apoyo de todos aquellos que, por buenas y malas razones que a menudo se remontan a la historia de la colonización, manifiestan su frustración con la civilización europea y se empeñan en vengarse. Tampoco proponen el más mínimo orden alternativo. La barroca alianza entre Rusia, China, Irán, Corea del Norte, Sudáfrica y las dictaduras del Sahel gira exclusivamente en torno a la negación, no a la proposición. Los polacos y los países bálticos, aconsejados por su propia historia, llevan 20 años previniendo a Europa frente a este peligro putiniano y satánico. «Yo soy el que niega«, decía el Satán de Fausto. Pero no les hemos hecho caso; Europa ha intervenido muy tarde, quizá demasiado tarde.
No me hago ilusiones: el Parlamento Europeo no se entusiasmará de inmediato y hablará con una sola voz para definir la amenaza que representa la Rusia de Putin, formar un frente común para oponerse a ella y rechazar sus argucias. En el Parlamento Europeo oiremos a una minoría putinizada (y en parte comprada) responsabilizar a la OTAN y a Estados Unidos de la invasión de Ucrania. Por lo visto, hemos humillado a Rusia y esta defiende legítimamente su esencia y su existencia. Esta hipótesis no se sostiene: entra dentro de la propaganda y la manipulación de los hechos. Pero complace a todos aquellos para quienes el antiamericanismo, o incluso el odio a la civilización occidental, hace las veces de filosofía política. También escucharemos en este Parlamento Europeo a los defensores de la eterna «alma rusa» de la que Putin es la encarnación. Una vez más, esto es un mito, porque me parece que Solzhenitsyn y Navalny encarnaron el alma rusa eterna mucho mejor que Putin, que no tiene alma en absoluto.
Plantar cara a Putin y a las fuerzas que está reuniendo tras de sí –autócratas, antidemócratas, fundamentalistas de todo tipo, regímenes policiales, odiadores, vengadores, piratas y todos los enemigos del liberalismo democrático– requerirá del Parlamento Europeo resolución y decisiones. Por supuesto, Ucrania es el primer frente en el que Europa no puede rendirse. Partiendo del supuesto de que el imprevisible Donald Trump sea reelegido presidente, tal vez Europa sea la única que no podrá ceder. Ello exigirá grandes sacrificios por nuestra parte: reinvertir en nuestra defensa, prescindir quizá algún día de la OTAN, aceptar el riesgo de un descenso temporal de nuestro nivel de vida... Pero si cedemos en Ucrania, todo el edificio europeo se vendrá abajo.
Y sin ser profeta, es evidente que, después de Ucrania, la coalición de Putin, con el apoyo activo de Irán, China y Corea del Norte, se sentirá arrastrada por el éxito e intensificará sus agresiones de todo tipo, desde ataques militares frontales hasta la interrupción del comercio internacional, pasando por actos terroristas y desafíos a nuestra ciberseguridad. En cierta manera, desde su creación, Europa no se ha enfrentado así de sola a semejantes peligros. En los tiempos de la Guerra Fría o de Mao Zedong en China, cualquier riesgo podía calcularse en la medida en que nuestros adversarios eran hostiles, pero obedecían a cierta racionalidad. Ahora nos enfrentamos a lo imprevisible, a lo irracional, al mal mismo. Porque, insisto, ni Putin ni el Sur Global proponen una alternativa. Sus consignas son el caos, la violencia y la muerte. El lema de Putin podría ser «Viva la muerte» si no lo hubiera utilizado ya José Milán Astray en 1938 contra Miguel de Unamuno: estamos del lado de Unamuno, lo mejor del espíritu europeo en tiempos peligrosos. Por eso, el lema del Parlamento Europeo debería ser «Viva la vida». A este corresponde, en su papel histórico, actuar en consonancia con este eslogan.