Acaso el gran problema de la sociedad abierta consista en que pocos quieren vivir en una sociedad abierta. Es difícil llegar a una conclusión diferente a la vista de la realidad política contemporánea: las democracias liberales sufren el embate de los viejos nacionalismos y del nuevo populismo, mientras se dibujan en el exterior los contornos de una nueva Guerra Fría que esta vez enfrenta a las democracias contra los autoritarismos. Todo ello en un mundo donde, según, el índice de la revista The Economist, apenas el 8% de la población vive en una «democracia plena» y solo un 7% lo hace en «democracias defectuosas»; en total, solo el 15% de la población mundial está constituida por ciudadanos y no por súbditos, que es como el eminente jurista austríaco Hans Kelsen llamaba a quienes carecían de derechos políticos. Para quienes esperábamos algo más del fin de la Historia en su versión finisecular, se trata de un resultado decepcionante; las olas democratizadoras parecen morir hoy en la orilla. Pero así funcionan los ideales: sufren en contacto con la realidad. Máxime cuando son tan exigentes como el que aquí nos ocupa:
¿Y qué es una sociedad abierta? El concepto es de Karl Popper, quien lo presenta en La sociedad abierta y sus enemigos, historia del pensamiento político en dos volúmenes que aparece en 1945. Es el año que conoce la derrota del imperialismo japonés y del totalitarismo nazi; el soviético estaba sin embargo a punto de cerrar su puño de hierro sobre Europa Oriental y los comunistas chinos no tardarían en llegar al poder. Aunque el historiador Samuel Moyn incluye a Popper entre los representantes del «liberalismo de la Guerra Fría» en su reciente Liberalism Against Itself, en compañía de Judith Shklar o Isaiah Berlin, el pensador vienés se adelanta a la contienda entre los bloques liberal y comunista; su genealogía del pensamiento totalitario –distinta a la que Hannah Arendt publicaría seis años más tarde– se alimenta de la amarga experiencia política suministrada por el periodo de entreguerras. Su tesis central es que una sociedad en la que se ejercita pacíficamente la razón crítica se distingue de aquellas que se organizan alrededor de la reverencia a la autoridad, el respeto al tradicionalismo o el rechazo del pensamiento científico.