Considerado como uno de los más destacados escritores vivos de nuestro tiempo, Mircea Cartarescu (Rumanía, 1956) es autor de notables novelas, colecciones de relatos y volúmenes de poesía. Entre otros, ha sido reconocido con el Premio Austríaco de Literatura (2015), el Premio Thomas Mann (2018) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2022)
En el mundo que vivimos, siempre hay cosas que suceden y otras que tendrían que acontecer siguiendo los sistemas más simples y sencillos de la evolución natural. Como los insectos o, mucho más allá, como las ciudades, pareciera que todo nace, evoluciona, se construye, se destruye y se vuelve a reconstruir en las obras de Mircea Cărtărescu. Cada libro entreteje historias que se narran desde lo personal hasta los mayores esfuerzos lingüísticos y poéticos que sintetizan antiguas conexiones de los dialectos, de la poesía, de los sueños donde se combinan varios cuerpos. Considerado siempre como uno de los más relevantes candidatos para el Premio Nobel de Literatura, la humildad de Cărtărescu se adelanta siempre a cualquiera de los resultados, pues su verdadero galardón ha sido el profundo reconocimiento de su obra, traducida a 23 idiomas, y compartida por la reconstrucción de una identidad múltiple, de un espacio liminal, de un relato repleto de alternancias. Desde las palabras en cada una de sus páginas, o partiendo de ciertas imágenes que comparte con sus lectores en las redes, todo lo móvil reconstruye un puente indetenible para sus lectores.
Claudia Cavallin: Hace poco, salió publicada una de sus fotografías en Facebook, donde el sol ilumina su cuerpo y la naturaleza se impone, titulada «En el camino largo y familiar». Pensando en el símbolo de los insectos que también aparecen en sus redes, en especial en uno de sus regalos sostenido entre las manos de quien construye a los insectos pieza por pieza, me gustaría pasar a su trilogía Cegador, descrita como uno de los proyectos políticos y narrativos más destacados de su obra. El Ala Izquierda, El Cuerpo y El Ala Derecha, publicadas con la tradución al español de Marian Ochoa Uribe (Impedimenta, 2022), transforman la vida en un viaje, en un revoloteo que se traza en el camino. Conectando cada ilustración de sus libros, donde las representaciones simbólicas de las alas y el cuerpo de los voladores también podrían ser los extremos de la luz y la oscuridad en la vida de los insectos, mi pregunta es: ¿es su experiencia de vida como el movimiento de un insecto que nunca se detiene y solo nace y muere constantemente impregnado por aleteos y sentimientos?
Mircea Cărtărescu: Para ser honesto, querida Claudia, he olvidado y me he alejado un poco de Cegador. Es uno de mis libros más antiguos. A veces pienso que lo escribí en una vida anterior, cuando vivía en otra casa, con otra mujer, y ciertamente en otro cuerpo, porque cambiamos completamente cada siete años. Ni un sólo átomo de mi cuerpo participó en la escritura de esa novela. Además, nunca vuelvo a releer mis libros, los abandono a propósito, así como trato de olvidar, todas las noches, cómo me veo, solo para sorprenderme a mí mismo por la mañana, cuando me miro en el espejo.
Los insectos, y principalmente las mariposas, son el verdadero símbolo de nuestras almas y de nuestro destino en este mundo, no sólo por su belleza, extrañeza y fragilidad, sino por su metamorfosis. Esto es lo más fascinante, el cambio radical que sufren, desde una oruga, básicamente un gusano, al milagro de la mariposa. Nuestro destino y nuestro sueño son los mismos. Vivimos nuestras vidas en la Tierra como orugas peludas, egoístas y voraces, pero también soñamos que, en nuestra próxima vida, liberándonos de la crisálida de nuestro ataúd, emergeremos como mariposas aladas, maravillosas, coloridas y sutilmente graciosas. Uno de mis mejores cuentos, incluido en mi libro llamado Melancolía (Noir Blanc, 2021), que no ha sido traducido al español aún, se basa en el concepto de la metamorfosis. Allí describo un mundo en el que los hombres dejan caer su piel cada cinco años, como las langostas, mientras que las mujeres sufren el otro tipo de metamorfosis, encerrándose en una crisálida, tan sólo una vez en la vida, cuando son niñas, y convirtiéndose en magníficas criaturas aladas.
Me encantan los insectos, como a muchos otros artistas —pensemos en Nabokov, por ejemplo—, porque son fábulas vivientes, símbolos enérgicos de nuestro destino. En Cegador escribí sobre la eterna guerra entre la araña y la mariposa —nuestro lado oscuro y nuestro lado claro—, mientras que en Solenoide (Impedimenta, 2017), me centré en «los insectos», los ácaros, las criaturas invisibles que se arrastran sobre nuestros cuerpos, día y noche. Es en Solenoide donde imagino una comunidad de ácaros viviendo vidas miserables en la ignorancia y la oscuridad (como nosotros), creyendo que son los únicos seres vivos en todo el universo (como pensamos). Un Salvador es enviado a ellos desde nuestro mundo mucho más elevado para traerles la buena noticia de que no están solos en toda la Creación, pero lo matan, incapaces de entender su mensaje de paz y bondad.
Sí, es cierto. Los insectos son seres estroboscópicos, rápidas alternancias de oscuridad y luz, que provocan en el alma de un artista la epilepsia divina que llamamos inspiración.
C.C.: En El Cuerpo, usted describe una forma artificial de nuestra vida como mamíferos neoténicos que intentamos ser inmaduros el mayor tiempo posible, donde los humanos somos parecidos a insectos que duermen en un capullo de seda hasta los diecisiete años cuando, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, comenzamos a levantar el vuelo. Más allá de lo que somos, ¿se puede también proyectar esta figura de las etapas de desarrollo de los insectos, como seres estroboscópicos, en la figura de una ciudad? ¿Las ciudades y sus contextos políticos también funcionan como cuerpos que pueden ser destruidos y reconstruidos en sus novelas?
M.C.: ¿Por qué no? Las ciudades también son orgánicas, son seres vivos, crecen, tienen cambios de humor, enfermedades, tienen una relación simbiótica con sus habitantes, y finalmente, sí, pueden volar. Laputa de Swift lo hizo, la ciudad de Miyazaki también voló, y Bucarest, al final de Solenoide, se desprendió de su lugar en la Tierra para cernirse sobre el pozo infernal, lleno de demonios, que pudo dejar atrás.
En mi trilogía, Bucarest es, por supuesto, no sólo uno de los lugares más importantes del universo, sino que también es un personaje trascendental, una persona, soy yo mismo. Mi alter ego hecho de ladrillos y cemento, junto a las pesadillas de sus habitantes, también está presente en mis poemas. Su aspecto nunca es el mismo en la larga fila de mis libros, sino que cambia todo el tiempo: en mis poemas, Bucarest es una ciudad de sueños, una especie de megalópolis maravillosa y de alta tecnología, «la ciudad más bella del mundo». En Cegador ya empieza a perder su aura, transformándose «en cierta existencia rica y extraña», esculpida en mi propio cerebro e iluminada por la memoria; mientras que en Solenoide ya es una ruina, una ciudad quemada y degradada, «la más triste del mundo». Finalmente, en Melancolía simplemente desaparece, la ciudad donde transcurren las historias no tiene nombre ni rasgo alguno que pueda hacerla reconocible. Aquí se convierte en una ciudad imaginada, como en el libro de Italo Calvino, llena de arquetipos, un equivalente a mi subconsciente junguiano. La última metamorfosis de Bucarest ocurre en mi novela más reciente, Theodoros (Humanitas, 2022). Aquí, Bucarest es una ciudad oriental llena de maravillas y milagros, color y poesía. No soy el mismo todo el tiempo, tengo muchas caras e identidades. Mi ciudad es mi imagen y semejanza: multifacética, el lugar que brilla como un resplandor en la sombra y en la soledad.
C.C.: Hay algo en El Ala Derecha que me llama la atención. «Los artefactos», dijo Herman, «muestran, dondequiera que brillen, en la tierra ciega y sin memoria, en una historia caótica como los estratos geológicos, en la anomia, lo absurdo y lo inexpresable, que no hay diferencia entre la manipulación de la materia y la del espíritu, que la tecnología es mística para aquellos que no la entienden, y que la mística es una tecnología aún desconocida». Y añade que hemos aprendido a deslizarnos entre los espacios totales y vacíos de este mundo. Hoy en día, cuando la tecnología parece trascender todas las fronteras geográficas entre la escritura y los lectores, ¿la literatura en línea vuelve al misticismo o transforma a las novelas en artefactos culturales?
M.C.: Obviamente, Herman aludió aquí a la famosa ley formulada por Arthur C. Clarke, un autor que podría haber conocido por los folletos de ciencia ficción publicados en Rumania, en aquel momento. Una tecnología avanzada, dice Clarke, parece mágica para las personas menos avanzadas (un OVNI, por ejemplo, es una especie de magia para nosotros). Para un gato, los humanos deben parecer una raza de magos, ya que sus amos pueden encender las luces de una habitación, escuchar música en la radio, viajar en automóviles, etc. Y para un caracol, un gato debe parecerse a una criatura mágica.
Tienes razón, el libro, este fantástico mecanismo de lectura, que durante siglos estuvo en el centro de la galaxia de Gutenberg, parece ahora un poco obsoleto. Para los jóvenes, que nacen con el smartphone y la tableta en la mano, un libro puede ser un objeto extraño, perteneciente a una cultura casi olvidada. Simula un artefacto, hecho básicamente de madera como un ídolo, impreso con extraños signos monótonos como hormiguitas negras, y una especie de código. Un niño pequeño que está acostumbrado a jugar videojuegos en la consola todo el tiempo puede confundirse cuando ve un libro. ¿Qué tipo de hechizos contiene? ¿No es peligroso? ¿Puede convocar espíritus oscuros y traviesos?
Tiene razón, y Clarke se equivocó. No sólo porque una tecnología avanzada es indistinguible de la magia, sino aún más por las tecnologías antiguas. En realidad, la magia no tiene nada que ver con el tiempo y la evolución. La magia es lo desconocido, aún no inventado o ya olvidado. La magia es la oscuridad infinita que rodea nuestras vidas y mentes microscópicas. Los libros son en realidad mágicos y ciertamente pueden convocar fantasmas: Shakespeare, Tolstoi, Safo, Dante, Joyce, Borges. Los obligan a venir y hablar delante de nosotros. Si sabes cómo usarlos, por la magia de la lectura, puedes viajar con la velocidad del pensamiento a reinos lejanos, dentro o fuera de ti (de hecho, todo está dentro de ti). El smartphone es el objeto central de nuestro tiempo y, a pesar de su evidente magia, es una banalidad para nosotros. Pero un libro o un OVNI, un platillo volador, como se llamaba en los tiempos dorados de mi infancia, son los verdaderos objetos de placer y asombro: un libro es un OVNI del pasado, y un OVNI es un libro del futuro. Ambos son artefactos hipnóticos hechos para la sed de lo desconocido.
C.C.: Cuando menciona el deseo o la sed del deleite del saber, pienso de nuevo en el cuerpo. Vuelvo a Solenoide porque es una de las novelas que más nos conecta con la existencia como un diagrama anatómico. En esta obra hay una simbología de lo corpóreo, pues mencionas partes y movimientos, dentro y fuera de la piel. «El humano de adentro hacia afuera, el guante humano con sus órganos internos desplegados, el árbol de Navidad humano con sus adornos de ganglios linfáticos, intestinos, glándulas y huesos, con el oropel de venas y arterias, mientras que adentro, las constelaciones, el sol y la luna ardían con todas sus fuerzas». También tenemos un movimiento único dentro de todos los cuerpos, en la mente. ¿Podría atribuirse esto, al menos en parte, al compromiso de los surrealistas con las teorías psicoanalíticas freudianas dentro de su novela? En Solenoide incluye citas de Borges y cuando estamos leyendo, estamos viviendo un sueño que crea otro sueño, como lo hicimos en Las ruinas circulares. ¿Usamos nuestro inconsciente para ser parte de nuestro sueño como escritores míticos?
M.C.: El surrealismo no es sólo un producto del freudismo, sino también del romanticismo. En realidad, el reino fantástico de los sueños, nuestro reino onírico interior, era una invención romántica. Jung fue un romántico, incluso más que Freud, pisó las huellas de gigantes como Hoffmann, Chamisso, Tieck, Jean Paul, Achim von Arnim o Gerard de Nerval. Habló de nuestro continente interior lleno de arquetipos, ya cartografiados por los poetas y novelistas románticos. Más tarde, la visión surrealista sobre la vida y el arte fue exportada de Europa a América Latina, donde floreció una vez más con la etiqueta del «realismo mágico», en las obras de García Márquez, y en Cortázar, Borges, Sábato, Asturias, Carpentier y muchos otros.
Solenoide puede ser vista como una obra romántica o surrealista, pero creo que es mucho más. De hecho, escribí la novela durante un proceso de trance autoinducido, como en un sueño lúcido. Tiene casi mil páginas, pero prácticamente no hay palabras borradas en su manuscrito, escrito a mano en cuadernos de notas durante cinco años. Y, definitivamente, no arranqué ni una sola página. Mientras escribía esta novela tan compleja decidí disminuirme lo más que pude. Me convertí en un jinete pequeño y ligero en el fondo de mi propia mente. No soy yo, sino mi mente la que hizo todo el trabajo, como el caballo que gana la carrera sólo si el que lo monta es tan pequeño e insignificante como se debe. Casi nunca toqué el lomo de mi caballo, levitaba por encima de él, viviendo sobre un caballo libre, capaz de correr y ganar su propia carrera, no la mía. La libertad de mi imaginación fue la principal regla respetada en esta novela.
A pesar de su casi total libertad de desarrollo, Solenoide no es caótica, sino una de mis construcciones más rigurosas. Es una demostración tan clara como lo es un teorema. Las matemáticas, la biología, la filosofía, la física cuántica y la teología no son tan divergentes como pensamos, son ramas del mismo árbol. Solenoide tiene todas esas ramas, ya que es de hecho un summum, una imagen de lo que somos, de lo que sabemos y, sobre todo, de lo que no sabemos. Ha sido mi manera de interpretar las enigmáticas palabras de Rimbaud: «Expresa lo inexpresable». El sentido último de este libro es gnóstico: nacimos en una cárcel y nuestro deber es escapar de ella.
C.C.: Ya para finalizar, en Solenoide también hay realidad. Allí se detalla una extraña Bucarest que, en otras entrevistas, usted ha descrito como un «París del siglo XIX, con una vida subterránea, llena de misterios, que se parece tanto a Estambul o El Cairo como a Bruselas o Viena» (Words Without Borders). Usted lleva años conectándose profundamente con la cultura y los lectores latinoamericanos. ¿Cuáles son los detalles más creativos y específicos que puede relacionar con nuestras ciudades en este momento y en un futuro cercano?
M.C.: Me encanta América Latina. Este magnífico continente geográfico y cultural fue mi gran descubrimiento en los últimos años. Tuve la oportunidad de visitar, hasta ahora, países muy diferentes como México, República Dominicana, Colombia, Argentina, Uruguay y Chile, y realmente me sentí como en casa, en todas partes. No puedo esperar para visitar los que todavía no conozco personalmente. Ustedes saben, Rumanía es tan similar a sus países, desde muchos puntos de vista, que algunas personas dicen que, en realidad, es un país sudamericano que se perdió en Europa. Y hay mucha verdad en ello: nuestra lengua es de origen latino, como lo es la de ustedes, hemos tenido muchas dictaduras de derecha e izquierda en nuestra historia reciente, como las que ustedes han tenido que enfrentar, mantenemos la enorme brecha entre ricos y pobres que permanece en América Latina, y —lo que más me importa— nuestras literaturas son imaginativas, explosivas, repletas de vida y amor por los demás. Hasta ahora, he conocido a muchos escritores latinoamericanos relevantes, y he leído cada uno de sus libros con un profundo placer. ( Papel Literario )
En el mundo que vivimos, siempre hay cosas que suceden y otras que tendrían que acontecer siguiendo los sistemas más simples y sencillos de la evolución natural. Como los insectos o, mucho más allá, como las ciudades, pareciera que todo nace, evoluciona, se construye, se destruye y se vuelve a reconstruir en las obras de Mircea Cărtărescu. Cada libro entreteje historias que se narran desde lo personal hasta los mayores esfuerzos lingüísticos y poéticos que sintetizan antiguas conexiones de los dialectos, de la poesía, de los sueños donde se combinan varios cuerpos. Considerado siempre como uno de los más relevantes candidatos para el Premio Nobel de Literatura, la humildad de Cărtărescu se adelanta siempre a cualquiera de los resultados, pues su verdadero galardón ha sido el profundo reconocimiento de su obra, traducida a 23 idiomas, y compartida por la reconstrucción de una identidad múltiple, de un espacio liminal, de un relato repleto de alternancias. Desde las palabras en cada una de sus páginas, o partiendo de ciertas imágenes que comparte con sus lectores en las redes, todo lo móvil reconstruye un puente indetenible para sus lectores.
Claudia Cavallin: Hace poco, salió publicada una de sus fotografías en Facebook, donde el sol ilumina su cuerpo y la naturaleza se impone, titulada «En el camino largo y familiar». Pensando en el símbolo de los insectos que también aparecen en sus redes, en especial en uno de sus regalos sostenido entre las manos de quien construye a los insectos pieza por pieza, me gustaría pasar a su trilogía Cegador, descrita como uno de los proyectos políticos y narrativos más destacados de su obra. El Ala Izquierda, El Cuerpo y El Ala Derecha, publicadas con la tradución al español de Marian Ochoa Uribe (Impedimenta, 2022), transforman la vida en un viaje, en un revoloteo que se traza en el camino. Conectando cada ilustración de sus libros, donde las representaciones simbólicas de las alas y el cuerpo de los voladores también podrían ser los extremos de la luz y la oscuridad en la vida de los insectos, mi pregunta es: ¿es su experiencia de vida como el movimiento de un insecto que nunca se detiene y solo nace y muere constantemente impregnado por aleteos y sentimientos?
Mircea Cărtărescu: Para ser honesto, querida Claudia, he olvidado y me he alejado un poco de Cegador. Es uno de mis libros más antiguos. A veces pienso que lo escribí en una vida anterior, cuando vivía en otra casa, con otra mujer, y ciertamente en otro cuerpo, porque cambiamos completamente cada siete años. Ni un sólo átomo de mi cuerpo participó en la escritura de esa novela. Además, nunca vuelvo a releer mis libros, los abandono a propósito, así como trato de olvidar, todas las noches, cómo me veo, solo para sorprenderme a mí mismo por la mañana, cuando me miro en el espejo.
Los insectos, y principalmente las mariposas, son el verdadero símbolo de nuestras almas y de nuestro destino en este mundo, no sólo por su belleza, extrañeza y fragilidad, sino por su metamorfosis. Esto es lo más fascinante, el cambio radical que sufren, desde una oruga, básicamente un gusano, al milagro de la mariposa. Nuestro destino y nuestro sueño son los mismos. Vivimos nuestras vidas en la Tierra como orugas peludas, egoístas y voraces, pero también soñamos que, en nuestra próxima vida, liberándonos de la crisálida de nuestro ataúd, emergeremos como mariposas aladas, maravillosas, coloridas y sutilmente graciosas. Uno de mis mejores cuentos, incluido en mi libro llamado Melancolía (Noir Blanc, 2021), que no ha sido traducido al español aún, se basa en el concepto de la metamorfosis. Allí describo un mundo en el que los hombres dejan caer su piel cada cinco años, como las langostas, mientras que las mujeres sufren el otro tipo de metamorfosis, encerrándose en una crisálida, tan sólo una vez en la vida, cuando son niñas, y convirtiéndose en magníficas criaturas aladas.
Me encantan los insectos, como a muchos otros artistas —pensemos en Nabokov, por ejemplo—, porque son fábulas vivientes, símbolos enérgicos de nuestro destino. En Cegador escribí sobre la eterna guerra entre la araña y la mariposa —nuestro lado oscuro y nuestro lado claro—, mientras que en Solenoide (Impedimenta, 2017), me centré en «los insectos», los ácaros, las criaturas invisibles que se arrastran sobre nuestros cuerpos, día y noche. Es en Solenoide donde imagino una comunidad de ácaros viviendo vidas miserables en la ignorancia y la oscuridad (como nosotros), creyendo que son los únicos seres vivos en todo el universo (como pensamos). Un Salvador es enviado a ellos desde nuestro mundo mucho más elevado para traerles la buena noticia de que no están solos en toda la Creación, pero lo matan, incapaces de entender su mensaje de paz y bondad.
Sí, es cierto. Los insectos son seres estroboscópicos, rápidas alternancias de oscuridad y luz, que provocan en el alma de un artista la epilepsia divina que llamamos inspiración.
C.C.: En El Cuerpo, usted describe una forma artificial de nuestra vida como mamíferos neoténicos que intentamos ser inmaduros el mayor tiempo posible, donde los humanos somos parecidos a insectos que duermen en un capullo de seda hasta los diecisiete años cuando, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, comenzamos a levantar el vuelo. Más allá de lo que somos, ¿se puede también proyectar esta figura de las etapas de desarrollo de los insectos, como seres estroboscópicos, en la figura de una ciudad? ¿Las ciudades y sus contextos políticos también funcionan como cuerpos que pueden ser destruidos y reconstruidos en sus novelas?
M.C.: ¿Por qué no? Las ciudades también son orgánicas, son seres vivos, crecen, tienen cambios de humor, enfermedades, tienen una relación simbiótica con sus habitantes, y finalmente, sí, pueden volar. Laputa de Swift lo hizo, la ciudad de Miyazaki también voló, y Bucarest, al final de Solenoide, se desprendió de su lugar en la Tierra para cernirse sobre el pozo infernal, lleno de demonios, que pudo dejar atrás.
En mi trilogía, Bucarest es, por supuesto, no sólo uno de los lugares más importantes del universo, sino que también es un personaje trascendental, una persona, soy yo mismo. Mi alter ego hecho de ladrillos y cemento, junto a las pesadillas de sus habitantes, también está presente en mis poemas. Su aspecto nunca es el mismo en la larga fila de mis libros, sino que cambia todo el tiempo: en mis poemas, Bucarest es una ciudad de sueños, una especie de megalópolis maravillosa y de alta tecnología, «la ciudad más bella del mundo». En Cegador ya empieza a perder su aura, transformándose «en cierta existencia rica y extraña», esculpida en mi propio cerebro e iluminada por la memoria; mientras que en Solenoide ya es una ruina, una ciudad quemada y degradada, «la más triste del mundo». Finalmente, en Melancolía simplemente desaparece, la ciudad donde transcurren las historias no tiene nombre ni rasgo alguno que pueda hacerla reconocible. Aquí se convierte en una ciudad imaginada, como en el libro de Italo Calvino, llena de arquetipos, un equivalente a mi subconsciente junguiano. La última metamorfosis de Bucarest ocurre en mi novela más reciente, Theodoros (Humanitas, 2022). Aquí, Bucarest es una ciudad oriental llena de maravillas y milagros, color y poesía. No soy el mismo todo el tiempo, tengo muchas caras e identidades. Mi ciudad es mi imagen y semejanza: multifacética, el lugar que brilla como un resplandor en la sombra y en la soledad.
C.C.: Hay algo en El Ala Derecha que me llama la atención. «Los artefactos», dijo Herman, «muestran, dondequiera que brillen, en la tierra ciega y sin memoria, en una historia caótica como los estratos geológicos, en la anomia, lo absurdo y lo inexpresable, que no hay diferencia entre la manipulación de la materia y la del espíritu, que la tecnología es mística para aquellos que no la entienden, y que la mística es una tecnología aún desconocida». Y añade que hemos aprendido a deslizarnos entre los espacios totales y vacíos de este mundo. Hoy en día, cuando la tecnología parece trascender todas las fronteras geográficas entre la escritura y los lectores, ¿la literatura en línea vuelve al misticismo o transforma a las novelas en artefactos culturales?
M.C.: Obviamente, Herman aludió aquí a la famosa ley formulada por Arthur C. Clarke, un autor que podría haber conocido por los folletos de ciencia ficción publicados en Rumania, en aquel momento. Una tecnología avanzada, dice Clarke, parece mágica para las personas menos avanzadas (un OVNI, por ejemplo, es una especie de magia para nosotros). Para un gato, los humanos deben parecer una raza de magos, ya que sus amos pueden encender las luces de una habitación, escuchar música en la radio, viajar en automóviles, etc. Y para un caracol, un gato debe parecerse a una criatura mágica.
Tienes razón, el libro, este fantástico mecanismo de lectura, que durante siglos estuvo en el centro de la galaxia de Gutenberg, parece ahora un poco obsoleto. Para los jóvenes, que nacen con el smartphone y la tableta en la mano, un libro puede ser un objeto extraño, perteneciente a una cultura casi olvidada. Simula un artefacto, hecho básicamente de madera como un ídolo, impreso con extraños signos monótonos como hormiguitas negras, y una especie de código. Un niño pequeño que está acostumbrado a jugar videojuegos en la consola todo el tiempo puede confundirse cuando ve un libro. ¿Qué tipo de hechizos contiene? ¿No es peligroso? ¿Puede convocar espíritus oscuros y traviesos?
Tiene razón, y Clarke se equivocó. No sólo porque una tecnología avanzada es indistinguible de la magia, sino aún más por las tecnologías antiguas. En realidad, la magia no tiene nada que ver con el tiempo y la evolución. La magia es lo desconocido, aún no inventado o ya olvidado. La magia es la oscuridad infinita que rodea nuestras vidas y mentes microscópicas. Los libros son en realidad mágicos y ciertamente pueden convocar fantasmas: Shakespeare, Tolstoi, Safo, Dante, Joyce, Borges. Los obligan a venir y hablar delante de nosotros. Si sabes cómo usarlos, por la magia de la lectura, puedes viajar con la velocidad del pensamiento a reinos lejanos, dentro o fuera de ti (de hecho, todo está dentro de ti). El smartphone es el objeto central de nuestro tiempo y, a pesar de su evidente magia, es una banalidad para nosotros. Pero un libro o un OVNI, un platillo volador, como se llamaba en los tiempos dorados de mi infancia, son los verdaderos objetos de placer y asombro: un libro es un OVNI del pasado, y un OVNI es un libro del futuro. Ambos son artefactos hipnóticos hechos para la sed de lo desconocido.
C.C.: Cuando menciona el deseo o la sed del deleite del saber, pienso de nuevo en el cuerpo. Vuelvo a Solenoide porque es una de las novelas que más nos conecta con la existencia como un diagrama anatómico. En esta obra hay una simbología de lo corpóreo, pues mencionas partes y movimientos, dentro y fuera de la piel. «El humano de adentro hacia afuera, el guante humano con sus órganos internos desplegados, el árbol de Navidad humano con sus adornos de ganglios linfáticos, intestinos, glándulas y huesos, con el oropel de venas y arterias, mientras que adentro, las constelaciones, el sol y la luna ardían con todas sus fuerzas». También tenemos un movimiento único dentro de todos los cuerpos, en la mente. ¿Podría atribuirse esto, al menos en parte, al compromiso de los surrealistas con las teorías psicoanalíticas freudianas dentro de su novela? En Solenoide incluye citas de Borges y cuando estamos leyendo, estamos viviendo un sueño que crea otro sueño, como lo hicimos en Las ruinas circulares. ¿Usamos nuestro inconsciente para ser parte de nuestro sueño como escritores míticos?
M.C.: El surrealismo no es sólo un producto del freudismo, sino también del romanticismo. En realidad, el reino fantástico de los sueños, nuestro reino onírico interior, era una invención romántica. Jung fue un romántico, incluso más que Freud, pisó las huellas de gigantes como Hoffmann, Chamisso, Tieck, Jean Paul, Achim von Arnim o Gerard de Nerval. Habló de nuestro continente interior lleno de arquetipos, ya cartografiados por los poetas y novelistas románticos. Más tarde, la visión surrealista sobre la vida y el arte fue exportada de Europa a América Latina, donde floreció una vez más con la etiqueta del «realismo mágico», en las obras de García Márquez, y en Cortázar, Borges, Sábato, Asturias, Carpentier y muchos otros.
Solenoide puede ser vista como una obra romántica o surrealista, pero creo que es mucho más. De hecho, escribí la novela durante un proceso de trance autoinducido, como en un sueño lúcido. Tiene casi mil páginas, pero prácticamente no hay palabras borradas en su manuscrito, escrito a mano en cuadernos de notas durante cinco años. Y, definitivamente, no arranqué ni una sola página. Mientras escribía esta novela tan compleja decidí disminuirme lo más que pude. Me convertí en un jinete pequeño y ligero en el fondo de mi propia mente. No soy yo, sino mi mente la que hizo todo el trabajo, como el caballo que gana la carrera sólo si el que lo monta es tan pequeño e insignificante como se debe. Casi nunca toqué el lomo de mi caballo, levitaba por encima de él, viviendo sobre un caballo libre, capaz de correr y ganar su propia carrera, no la mía. La libertad de mi imaginación fue la principal regla respetada en esta novela.
A pesar de su casi total libertad de desarrollo, Solenoide no es caótica, sino una de mis construcciones más rigurosas. Es una demostración tan clara como lo es un teorema. Las matemáticas, la biología, la filosofía, la física cuántica y la teología no son tan divergentes como pensamos, son ramas del mismo árbol. Solenoide tiene todas esas ramas, ya que es de hecho un summum, una imagen de lo que somos, de lo que sabemos y, sobre todo, de lo que no sabemos. Ha sido mi manera de interpretar las enigmáticas palabras de Rimbaud: «Expresa lo inexpresable». El sentido último de este libro es gnóstico: nacimos en una cárcel y nuestro deber es escapar de ella.
C.C.: Ya para finalizar, en Solenoide también hay realidad. Allí se detalla una extraña Bucarest que, en otras entrevistas, usted ha descrito como un «París del siglo XIX, con una vida subterránea, llena de misterios, que se parece tanto a Estambul o El Cairo como a Bruselas o Viena» (Words Without Borders). Usted lleva años conectándose profundamente con la cultura y los lectores latinoamericanos. ¿Cuáles son los detalles más creativos y específicos que puede relacionar con nuestras ciudades en este momento y en un futuro cercano?
M.C.: Me encanta América Latina. Este magnífico continente geográfico y cultural fue mi gran descubrimiento en los últimos años. Tuve la oportunidad de visitar, hasta ahora, países muy diferentes como México, República Dominicana, Colombia, Argentina, Uruguay y Chile, y realmente me sentí como en casa, en todas partes. No puedo esperar para visitar los que todavía no conozco personalmente. Ustedes saben, Rumanía es tan similar a sus países, desde muchos puntos de vista, que algunas personas dicen que, en realidad, es un país sudamericano que se perdió en Europa. Y hay mucha verdad en ello: nuestra lengua es de origen latino, como lo es la de ustedes, hemos tenido muchas dictaduras de derecha e izquierda en nuestra historia reciente, como las que ustedes han tenido que enfrentar, mantenemos la enorme brecha entre ricos y pobres que permanece en América Latina, y —lo que más me importa— nuestras literaturas son imaginativas, explosivas, repletas de vida y amor por los demás. Hasta ahora, he conocido a muchos escritores latinoamericanos relevantes, y he leído cada uno de sus libros con un profundo placer. ( Papel Literario )