La primera secuencia de la película Gladiador consiste en una batalla entre bárbaros y romanos en un brumoso bosque de Germania. De un lado, los romanos con sus insignias y estandartes, ordenados en disciplinadas unidades, equipados y protegidos con sus inmensos escudos, esperando atentos y en silencio las órdenes superiores: ¡A mi señal, desaten el infierno! Del otro, los bárbaros, una verdadera horda de melenudos y harapientos que gesticulan estrambóticamente en medio de alaridos, batiendo sus espadas y sus hachas en el aire. No hay el menor indicio de orden ni jerarquía, solo la ferocidad de sus ademanes soeces. A la señal, los romanos comienzan a lanzar flechas y proyectiles encendidos con el auxilio de las catapultas, verdadero alarde tecnológico, convirtiendo el bosque, en efecto, en un infierno. Los bárbaros no tienen más opción que correr al encuentro de los romanos, precipitando el combate. Sus flechas apenas se clavan en los escudos del enemigo. Sin embargo, la caballería romana ha dado un rodeo y les sorprende por la retaguardia, envolviéndolos mortalmente. Los romanos ejecutan la carnicería rápidamente y en silencio.
Tal vez la escena no se adapte del todo a la verdad histórica, pero, como comenta Harry Sidebottom (Ancient Warfare, Oxford, 2004), responde a la idea que tenemos sobre lo que se ha dado en llamar The Western Way of War, la manera de hacer la guerra que se tiene en Occidente. Esta se define por contraste con los pueblos bárbaros. Por una parte, la civilización, la disciplina y la estrategia como muestras de superioridad. Por el otro, el salvajismo, la ferocidad irracional. Desde luego, como apunta el autor, tanto la WWW como su opuesto no son más que construcciones culturales, en otras palabras, prejuicios. De hecho Josho Brouwers (“A Western way of war?”, Amsterdam, 2013), quien hace duras críticas al concepto, muestra cómo muchas de las tácticas militares tenidas como invenciones griegas en realidad fueron llevadas de Sumeria o Egipto, amén de tratarse de un concepto xenófobo y racista. En todo caso, lo interesante es preguntarnos dónde y cómo se originó esta idea, y por qué se ha mantenido hasta ahora con tan buena salud.
El primer lugar donde tendríamos que buscar es precisamente en el documento donde se cuenta la primera guerra entre dos pueblos. Este no es otro, y no es casual, que el primer poema de nuestra tradición literaria. En efecto, la Ilíada cuenta cómo una coalición de pequeños reinos griegos, liderada por Micenas, sitia y toma la ciudad de Troya en el Asia Menor. Podríamos pensar que el poema contiene el germen de la oposición en la guerra de griegos y bárbaros, pero no es así. Cierto que mueren más troyanos que griegos, y que por lo general la forma en que mueren es más terrible, más dolorosa, o al menos así se describe. De hecho, algunos verbos que denotan pena y dolor solo se aplican a los troyanos. Cierto también que los discursos de los héroes griegos tienen tonos más marciales y elevados, mientras que los troyanos a veces incluso ruegan por sus vidas; pero hay que recordar que ellos están defendiendo su tierra, sus bienes y su gente, están rodeados de un entorno más cercano, de sus afectos. En todo caso la relación entre el silencio y la guerra, y por tanto la muerte, es significativa. Homero dice que los aqueos marchaban al combate en silencio, mientras que los troyanos se lanzaban “sin pausa balando como ovejas” (IV 433-435).
Comoquiera, en ningún lugar de los poemas homéricos podremos encontrar que se hable de la superioridad de los griegos sobre los troyanos. Se debe a que griegos y troyanos comparten una misma cultura. Aquí no hay bárbaros. Ambos habitan póleis regidas por reyes, hablan griego, incluso su forma de luchar y su equipamiento es semejante. Comparten incluso los mismos valores y un mismo código de honor. Los dioses son los mismos para unos y otros, y ambos, griegos y troyanos, son víctimas de su capricho por igual. Si aqueos y troyanos fueron a la guerra, incluso si alguno tuvo que vencer, era porque los dioses así lo habían decidido.
Habrá que esperar hasta Heródoto para que veamos un mundo dividido entre griegos y bárbaros. Es con las Guerras Médicas (490-449 a.C.) que se hace patente esta oposición. Hay que revisar el estado de Grecia en este momento para entender el origen de esta dicotomía, así como de la ideas de los griegos acerca de su propia superioridad: el mundo griego estaba dividido en pequeñas poleis, cada una de las cuales vivía según las leyes que se había dado a sí misma (autonomía). Las fuerzas militares de cada polis consistían en una milicia ciudadana, los hoplitas, compuesta por terratenientes y propietarios, que eran los que podían pagarse el costoso equipamiento. Esta infantería se organizaba en cerradas falanges entrenadas para luchar a corta distancia con espadas y lanzas. Además, Atenas desarrolló una poderosa flota compuesta por marinos provenientes de todas las clases sociales, a los que no se les exigía pagar ningún equipamiento. Así, la fuerza elitista de los hoplitas, con fuertes lazos entre ellos, sumada a una armada más democrática y popular, garantizaba la cohesión de la defensa ateniense. Los hoplitas no solo luchaban por defender su polis, sino también sus bienes y un estatus que les daba preeminencia. Los marinos por su parte salvaguardaban un sistema político que les ofrecía libertad y no les segregaba: la democracia. Es, pues, a partir de las Guerras Médicas que se desarrolla la ideología que dará soporte a la WWW: los Persas son serviles y cobardes porque luchan para un déspota. Los griegos, por el contrario, son valientes porque son libres y luchan por su propia libertad. Es la ideología que subyace a las Historias de Heródoto.
A lo largo del siglo V vemos cómo esta ideología se desarrolla y consolida. En 472 a.C. se estrenaba Los Persas de Esquilo, la primera de las tragedias conservadas, que trata de la victoria griega sobre los persas en Salamina. La escena se desarrolla en el palacio real de Susa. Conversan Atosa, la reina madre, y el coro de ancianos persas. La reina quiere saberlo todo acerca de los atenienses:
REINA: ¿Sobresalen acaso al tirar flechas con sus manos sirviéndose de arcos?
CORO: De ninguna manera. Combaten a pie con lanzas y llevan armaduras y escudos.
REINA: ¿Y qué más? ¿Hay en sus casas suficientes riquezas?
CORO: Tienen una fuente de la que brota plata, un tesoro que encierra su tierra.
REINA: ¿Y qué rey les manda y dirige a su ejército?
CORO: Dicen que no son esclavos ni súbditos de nadie.
REINA: ¿Y cómo, entonces, podrán resistir la invasión de un enemigo?
CORO: Al punto de haber destruido el magnífico ejército de mi rey Darío.
Así también en un texto tan diferente como el De los aires, aguas y lugares, uno de los tratados más importantes del Corpus Hippocraticum, se aventura la siguiente teoría: “…me parece que tales cosas son la causa de la debilidad de la raza asiática (refiriéndose a los persas), pero también hay otra causa que contribuye y que reposa en sus costumbres, pues la mayor parte de ellos vive bajo el dominio de un monarca”. Otras fuentes para el pensamiento militar de los antiguos serán la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, las Helénicas de Jenofonte, la Historia de Polibio (quien al parecer escribió un tratado sobre el tema, hoy perdido), las Vidas paralelas de Plutarco y las Comentarios de Julio César.
Desprovista de la idea, original y fecunda, de que la excelencia ética y física de un individuo está determinada por el sistema político al que pertenece, no debe extrañarnos el que Roma se haya apropiado, entre otras tantas creaciones, del concepto griego de la superioridad militar. Como recuerda Geoffrey Parker (The Western Way of War, Cambridge, 2005), el tratado De re militari de Flavio Vegecio, compuesto en el siglo IV, es quizás el mejor exponente de ese pensamiento militar romano. Breve y conciso, escrito en un latín sencillo, el tratado insiste en la importancia de la disciplina y el dominio de la tecnología, a la vez que repasa las estrategias del combate marino y terrestre. Más de doscientos manuscritos y traducciones a las lenguas europeas atestiguan la popularidad de la obra. Al español fue traducida por primera vez por fray Alonso de San Cristóbal en el siglo XIV, por mandato de Enrique III de Castilla. Su primera traducción al inglés fue publicada en Londres en 1767, uno de cuyos ejemplares, anotado, reposaba en la biblioteca George Washington, según recuerda Parker. También en la biblioteca de Miranda reposaba una edición castellana, Instituciones militares de Fl. Vegecio, en traducción de Juan de Viana (Madrid, 1764), según lista recogida en la Colombeia (tomo I, folio 168 vº) y reproducida en el catálogo de Los libros de Miranda (Caracas, 1966, p. XLI). El tratado de Vegecio aparece junto a una antología, los Principes de l’Art Militaire, extraits des Meilleurs Ouvrages des Anciens, par un officier general au Service de Sa Magº. le Roy de Prusse, impresa en Berlin (2 vols. s/f). También aparece un Commentaire sur Vegèce, del conde Turpin de Crisse, en dos volúmenes, con texto latino más traducción y comentarios en francés, publicado en París en 1783.