El profesor e historiador chileno, Leonardo Mazzei de Grazia, ha muerto.
Fuimos amigos. No como se dice, inseparables, pero se puede afirmar, amigos. Era por lo demás inevitable que así no hubiera sido. Fuimos compañeros de curso en el Liceo 7 de Ñuñoa, luego compañeros de curso en la Facultad de Historia del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Vivíamos muy cerca, en el mismo barrio, él en en la calle Talavera, yo en la calle Juan Moya, y a veces, camino al Pedagógico, nos encontrábamos y manteníamos conversaciones no exentas de ironías, las que él, Leonardo, sabía usar muy bien. No es poco.
Compartíamos los mismos espacios en un mismo tiempo histórico, comienzos de los años sesenta, en ese Chile tan manso, tan distinto al de hoy. Tiempos en los que el conservador presidente Jorge Alessandri iba a La Moneda a pie -como Leonardo y yo al Pedagógico- sin guardaespaldas, solo llevando su portadocumentos bajo el brazo, como lo hace cualquier empleado público. Después de todo, eso es un presidente.
No éramos amigos inseparables y, sin embargo, sin que ninguno de los dos se lo propusiera, caminábamos por el mismo camino. A Leonardo, sin embargo (eso nunca se lo dije), le debo algo muy importante: haber estudiado historia. Recuerdo muy bien cuando después de haber rendido, al igual que Leonardo, las pruebas de Bachillerato (después conocidas con el nombre de Prueba de Aptitud Académica) fui a inscribirme a la universidad, muy indeciso acerca de a cual carrera debía postular (yo tenía 17 años). Había pensado en tres posibilidades: periodismo, literatura e historia. Fue cuando en los jardines del Pedagógico me encontré con Leonardo y su inseparable amigo (sí, eran inseparables), Fernando Promis. Ambos ya se habían inscrito como alumnos en la facultad de Historia. Leonardo, no sé por qué, usó toda su dialéctica para convencerme de que yo también entrara a estudiar historia junto con ellos; y lo logró.
Me matriculé en Historia. Creo que esa fue la mejor decisión de mi vida. La razón es la siguiente: pocas veces la suerte, o qué se yo, reunió a un grupo de profesores tan destacados como los que tuvimos Leonardo y yo. El severo latinista Genaro Godoy, el brillante intelectual panameño César de León, el conocido historiador Hernán Ramírez Necoechea, el erudito americanista Eugenio Pereira Salas, el decimonónico Guillermo Feliú Cruz, el versado “barros-aranista” Sergio Villalobos, la dulce y a la vez muy estricta Olga Poblete, el bibliófilo Fernando Ortiz, entre otros. Todos escritores de fuste, pero antes que nada, magníficos pedagogos. Un lujo. No había forma de no gustar de la historia si aprendías de esa gente, eso más allá de las diferentes ideologías que cada uno profesaba.
Leonardo y yo fuimos año tras año compañeros de curso, obteniendo buenas calificaciones, y al final ambos nos diplomamos como profesores de Historia, el mismo año (1964).
Repito, durante ese tiempo fuimos amigos no inseparables y, como éramos separables, desde el comienzo formamos parte de grupos distintos en esa multitud de grupos que era el estudiantado del Pedagógico. En esos grupos distintos, Leonardo y yo, teníamos a nuestros propios amigos inseparables.
Solo en un punto Leonardo y yo éramos difícil de separar. A ambos nos gustaba endemoniadamente el fútbol. No solo jugarlo (él jugaba mejor que yo) sino entenderlo y después conversarlo. Incluso teníamos un pacto secreto y muy sabatino. Cada vez que en el estadio Santa Laura (en el barrio Independencia) había programa doble el día sábado, nos poníamos de acuerdo, tomábamos dos “micros” y en el estadio nos dedicábamos a mirar y conversar los partidos desde las 14 hasta las 18 horas. Y al regreso, de nuevo en las dos “micros” nos concentrábamos en confeccionar el 11 ideal analizando uno por uno a los 44 jugadores que habíamos visto. Esos eran los sábados de jornada doble. El día lunes, cada uno volvía a su grupo a juntarse con sus respectivos amigas y amigos inseparables.
Poco tiempo antes del golpe de estado de 1973, en las escalinatas donde los departamentos de Historia y Sociología de la Universidad de la ciudad de Concepción compartían el mismo edificio, volví a encontrar a Leonardo. Yo era profesor en el Instituto de Sociología. Leonardo, a su vez, dejaba su puesto en los archivos de la Biblioteca Nacional e iba a mudarse definitivamente de Santiago a Concepción asumiendo el cargo de profesor en el Departamento de Historia. “Otra vez vamos a coincidir", dijo él. Yo me alegré mucho de esa nueva vuelta de destino. Pero lo que yo no sabía en ese momento es que muy poco tiempo después, ese mismo destino, al que pertenece mi forzada emigración, nos iba a separar brutalmente. Esta vez para siempre.
Al recibir la triste noticia de su muerte me llegó a la mente una frase de Leonardo: “Fernando, el sábado hay programa doble en el Santa Laura”. “Nos vemos entonces el sábado”, respondí yo.
Quizás será así: nos veremos de nuevo un sábado.