Mi corazón me pide que enseñe esto a los atenienses:
que el mal gobierno trae a la ciudad muchas desgracias
y que el buen gobierno, en cambio, todo lo ordena y lo muestra en equilibrio.
Solón de Atenas
Así como a veces encontramos personas que parecen saber ya todo lo que sabemos, que parecen haber sentido todo lo que alguna vez hemos sentido, y sin embargo no nos cansamos de hablar con ellas; así también a veces nos topamos con libros que dicen cosas que ya alguna vez hemos pensado, que saben decir lo que alguna vez quisiéramos haber dicho, y sin embargo volvemos a ellos una y otra vez. Es inevitable que surja una atracción hacia esa persona que parece ya saberlo todo sobre nosotros, como surge también de modo ineludible con estos libros que se atreven a decir lo que llevamos tiempo pensando. Me pasó con un libro con el que me topé una vez en una librería de Atenas, la Historia neohelénica de la antigua Grecia. Desde el comienzo de Grecia hasta el comienzo de la decadencia griega, de Vasilis Rafailidis (Eikostoú Prótou, 2010).
Se trata, como su nombre lo dice, de una historia de la Grecia antigua, pero esta vez contada desde el punto de vista de un griego actual, no por algún historiador británico o alemán, por eso lo de neohelénica. En realidad, Vasilis Rafailidis, aunque de familia griega, nació en Serbia en 1934 y se radicó en Atenas desde los años cincuenta. Allí se dedicó a diferentes actividades que van del cine al periodismo. La suya es, por tanto, una interpretación de la historia de la vieja Grecia contada por alguien que ha vivido los avatares de la Grecia moderna, que son también muchos y muy complejos. Lo interesante es que esa óptica neohelénica termina siendo profundamente vívida, cercana y contemporánea, en todo lo que tiene de cuestionador e iconoclasta. Y hay que ver lo difícil que es ser iconoclasta al hablar de la Grecia antigua, incluso en nuestros despiadados días. Es sin duda la ventaja que lleva el autor sobre sus colegas europeos o americanos: no es lo mismo evocar a la antigua Atenas que vivir sobre sus ruinas. Allí precisamente radica la desenfadada seducción de este ensayo, y por tanto mi íntima conexión con él. Creo que la obstinada idealización (y por tanto deformación) que ha sufrido la historia griega, la cual llega a su apogeo con el romanticismo europeo, ha sido un formidable obstáculo no solo para el conocimiento objetivo de los antiguos, sino incluso de nosotros mismos.
Llama la atención, aunque es perfectamente explicable, la cantidad de capítulos que dedica el libro de Rafailidis al nacimiento de la democracia, un bien tan frágil y vulnerable, ahora nos damos cuenta, no solo en Latinoamérica (ni qué hablar de nuestra atribulada Venezuela), sino aun en los países que tenemos por políticamente más avanzados y estables. Pero más llama la atención el atrevimiento con que el autor aborda un tema que todavía hoy puede resultarnos espinoso. Dice Rafailidis que la democracia nació del caos y que su madre es la dictadura. Y añade: “aunque parezca paradójico, la idea de la democracia, pero solo la idea, nació en la Esparta militarista y no en la después democrática Atenas”. Una gran paradoja, sin duda.
En efecto, el autor está pensando en las profundas crisis sociales que sacudieron la Hélade a finales del período arcaico, y que forzaron a sus gobernantes a la implementación de importantes reformas. Entre los siglos VIII y VI a.C., la sobrepoblación y la falta de tierras cultivables ocasionaron en la Hélade una crisis sin precedentes. Una serie de revueltas estallaron en la mayoría de las ciudades, mientras miles emigraban a otros puntos del Mediterráneo, de lo que hoy es España a la península de Crimea, fundando colonias y dando lugar a la primera gran diáspora griega.
La mayoría de estas revueltas propiciaron hacia los siglos VI y V a.C. el establecimiento de gobiernos de corte demagógico, encabezados por líderes populares, es decir, los primeros tiranos. La poesía de Alceo, Teognis y Píndaro recrea vivamente el mundo que rodeaba a estos caudillos. Estos poetas critican abiertamente la corrupción y el envilecimiento de las costumbres cívicas. Sin embargo, el de las tiranías sería un mundo efímero, destinado a desaparecer por su misma inestabilidad intrínseca y por su inviabilidad económica. Ante el colapso de las tiranías, el pueblo mismo pedirá a los ciudadanos más sabios, los sophoí, que le dicten normas justas y equilibradas. Es interesante constatar como, ya en estos tiempos, el “pueblo” (dêmos) tenía consciencia de la importancia de un ordenamiento jurídico justo para conseguir el bienestar general.
Cuenta Jenofonte en su Constitución de los lacedemonios que Licurgo había establecido ya en la Esparta del siglo IX a.C. una serie de leyes destinadas a hacer que la sociedad fuera lo más igualitaria posible. Estas leyes contemplaban medidas sorprendentemente “modernas”, como la igualdad entre hombres y mujeres, la educación para todos los ciudadanos o la prohibición de acumular excesivas riquezas. La educación (agogé), por otra parte, estaba destinada a formar soldados más que ciudadanos, ello mediante un intenso entrenamiento y duras pruebas para cultivar la disciplina y la fortaleza física. Tales medidas buscaban conformar un Estado cohesionado e impulsar una potencia militar. Y lo consiguieron.
Siglos más tarde, en la Atenas del siglo VI a.C., reformas similares e inspiradas en las de Licurgo, instituidas por Dracón y Solón, se encaminaron también a la conformación de una polis fuerte y cohesionada, pero orientada más bien al desarrollo intelectual, político, económico y comercial. Las reformas de Solón, conocidas como eunomía (las “buenas leyes”), estarán destinadas a “moderar la hartura” y “disipar la soberbia de los caudillos”, como dice el sabio en un conocido poema escrito por él mismo.
Las reformas de Solón consiguieron allanar efectivamente las desigualdades sociales que favorecían el establecimiento de regímenes aristocráticos o de tiranías populistas, cuyo peligro conjuró. Sin embargo, lo que Solón no pudo prever es que el espíritu de sus normas daría origen a un concepto que cambiaría la política para siempre. La isonomía, la igualdad ante la ley, sería fundamental para el surgimiento del concepto de ciudadanía, que es el principio en el que se basa la democracia. A partir de Solón y del establecimiento de la isonomía, el camino hacia la democracia quedará definitivamente allanado.
Quedaba todavía otro formidable reto: la despersonalización del poder. La idea de que el poder no está intrínsecamente ligado a alguien, sino que es una facultad que puede ser temporalmente ejercida por una persona y después traspasada a otra sin mayor trauma. En este sentido y por tanto, se trata de una facultad limitada. Es decir, en definitivas cuentas, la democracia. Una idea genial de la que pueden sentirse muy orgullosos los atenienses. De esto, que no es poca cosa, nos ocuparemos próximamente. De momento, solo recordar con Rafailidis lo que sin duda es una lección inolvidable: surgida del caos y de la tiranía, la democracia sería la respuesta de los ciudadanos en su búsqueda de la igualdad, la participación política y la cohesión social. Un equilibrio dificilísimo de conseguir y, hoy lo sabemos bien, más aún de rescatar, mantener y preservar.