Se ha cortado el internet, quizás por los chaparrones intensos de las nuevas lluvias, quizás por los cables, quizás por colisiones electromagnéticas en la atmósfera poblada de misiles, virus, falseos y fenómenos turbios. Días sin noticias, notificaciones, televisión, días en que la realidad desapareció y quedé nadando en el aire, braceando entre las jaulas de los otros. Estaba sin prisión ni pertenencia digital, como gente de hace mucho tiempo. Me salí, creció la hondura personal, se fue deslizando la costra de “extimidad”. Ya no soy un nodo estadístico del tráfico de ondas, puedo vivir como un ermitaño secreto, con pensamientos vagos y propios, menos precisos, pero más cómodos que el corsé fantasma, ese perfil interior que se estaba fundiendo con la epidermis. Retorno a cosas anteriores que laten, pero ya no están.
Vuelve como un cometa aquella observación de Pascal: “¡Qué vanidad la de la pintura que hace admirar en la copia lo que no se admira en el original!” ¿Cuál original? ¿Qué hay ahí? Lo visible adquiere sentido desde el infinito invisible, sostenía alarmado hace más de ochenta años Maurice Merleau Ponti. Otra vez respira su abigarrado misterio. Pero ahora, multiplicado por el renovado mutismo de las cosas, sufre de mayor desnudez, aterido por la caída de vestiduras que siempre protegieron, dieron voz enfática y disfrazaron el desconocido mundo conocido. También podría decirse lo mismo de la poesía o de la literatura, ¿qué nos agrega la duplicación verbal de las cosas?, por otra parte, casi nacen duplicadas, porque nadie sabe lo que hay un poco más allá del borde de palabras. John Berger había observado con justeza que, cuando se mira el dibujo de un árbol, en verdad se ve la mirada de alguien sobre un árbol. ¿Pero qué agrega o quita eso al ignoto árbol? ¿Que suma la mirada anterior? En ese entresijo fugaz, parpadeo de ojo y mente, se filtra algo de la ignorancia de lo ignoto; se filtra y se evapora, pero alcanza a iniciar el deslavado de todas las certezas. La simple cotidianidad actual no requiere chispa fenomenológica, un índice filosófico iluminador para presentir una realidad ignota. El desierto ya sucede incesante, lleno de síntomas, acontecimientos bizarros y cisnes negros. Esta es la época en que la Antártida se derrite y se van los glaciares, las estadísticas de hambre y migraciones rinden culto a las profecías, pestes sin nombre invaden los destinos, una inteligencia nos imagina, y un archipiélago de poderes y saberes simula el mundo, aunque todos sospechan un pinchazo en el significado, un silbido que desinfla el simulacro y deja a la deriva grandes sargazos de signos, frutos secos de símbolos remotos.
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