No era un sueño el de Immanuel Kant. Tampoco una utopía, como tantos todavía creen. En ningún caso un futuro pre-escrito que marchaba por la historia de modo ineluctable. Era, si leemos con atención en su breve tratado Paz Perpetua, una posibilidad realista basada en un proceso que Kant había observado de modo germinal en la Europa de su tiempo, a saber, en el abandono paulatino de la condición natural y en el acceso a la condición posnatural (cívica, política, constitucional) del ser humano. Condición natural que no era buena (como creía Rousseau) ni mala (como creía Hobbes).
Lo bueno y lo malo deviene de la moral del mismo modo como la moral deviene del reconocimiento de lo bueno y de lo malo, es decir, de lo que es malo o bueno para la supervivencia de las comunidades humanas. Así como para Jesús los seres humanos no eran buenos ni malos antes de haber conocido el mensaje de Dios (perdónalos señor, no saben lo que hacen) para Kant, los humanos pre-políticos solo podían diferenciar entre lo bueno y lo malo de acuerdo a conveniencias, o códigos morales no escritos, e incluso en máximas surgidas de la experiencia colectiva.
Lo hemos formulado en otros textos, Kant no era un moralista. Nunca pensó, como la mayoría de los teólogos de su era en que la moral proveniente de mandamientos religiosos bastaría por si sola para hacer alejar a los seres humanos de su predisposición a la guerra. Tanto la moral como la religión eran, para el filósofo, creaciones derivadas de la razón en estado natural, dispositivo que definitivamente nos separa de todas las demás especies animadas. Y la razón, según Kant, tenía, no un origen divino sino, valga la tautología, un origen racional pero sin dejar de ser natural pues la razón pertenece a nuestra naturaleza. La razón de la razón que surge del hecho de vivir juntos, sin matarnos unos a otros, nos lleva a organizarnos en pueblos, comunidades, naciones.
Para llegar a ser miembro de una comunidad política, el ser humano debe salir de su condición natural ética (Immanuel Kant, “Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft” 1794)
A su vez, la vida comúnmente reglada, primero por el orden natural (al que reconocemos como derecho solo después del aparecimiento del derecho constitucional), después por el orden político republicano, o estado de derecho, necesitaba, para seguir existiendo, de los imperativos de la moral, los que para ser imperativos debían anidar en un contexto legal reconocido por todos los ciudadanos de una nación. Las máximas derivadas de la razón son buenas, pensaba Kant, pero mejor son las leyes. Todavía mejor si estas leyes han sido escritas en un libro llamado Constitución pues son esas leyes las que constituyen a la nación como tal. A ese orden político legal, lo llamó Kant, con los ojos puestos en la Roma Antigua, república.
Ahora, de la expansión del orden republicano, o estados de derechos, dependería la posibilidad kantiana de vivir en paz, entre otras cosas porque, al ser la constitución la culminación escrita de nuestra moral racional, estaríamos en condiciones de dirimir diferencias de un modo racional y no violento. No obstante, en cuanto ese orden racional y constitucional a la vez solo podía tener vigencia en un marco nacional, para que la paz perpetua fuera posible se requería de una comunidad de naciones organizadas externamente de modo republicano y, por lo tanto, en condiciones de crear una legislación internacional destinada a reglar las diferencias entre ellas. Por eso, cuando en 1945, bajo el terror de una guerra mundial que todavía no terminaba fue fundada esa organización de estados política y jurídicamente organizados llamada Naciones Unidas (ONU) algunos invocaron el nombre de Kant del mismo modo como también otros pensaron que con la ONU comenzaba a nacer la “paz perpetua” propuesta por Kant no como objetivo metahistórico sino, para usar sus propias palabras, como una “idea regulativa”.
El hecho de que la ONU no terminó con las guerras no fue una prueba de una equivocación de Kant. No podía serla, pues Kant nunca hizo profecías. Tampoco escribió Kant que el fin de todas las guerras debería ocurrir por un automatismo derivado de la fundación de una comunidad de naciones. En ese punto debemos recordar que Kant ponía como condición para la “paz perpetua” que esa comunidad de naciones debería integrarse en un orden internacional federativo formado por repúblicas. Y esto es clave: por repúblicas entendía Kant naciones que se rigen de acuerdo a las normas de un estado de derecho, es decir, lo que hoy llamamos democracia, algunos democracia liberal, otros, entre los que se cuenta el autor de estas líneas, democracia constitucional y, por lo mismo, institucional. Que hoy la ONU albergue a dictaduras de todos los pelajes, algunas como Rusia y China miembros del Consejo de Seguridad, no era precisamente la premisa que ponía Kant como garantía de la paz mundial.
La Constitución civil de cada estado debe ser republicana. (Immanuel Kant “Zum ewigen Frieden”1795)
Ahora, si hacemos un recuento histórico, podremos ver que nunca, o casi nunca, ha habido guerra entre naciones democráticas. La enorme mayoría de las guerras han tenido lugar entre democracias contra dictaduras y entre dictaduras contra dictaduras. Visto desde esa perspectiva, podemos afirmar entonces que la paz internacional entre repúblicas regidas por un estado de derecho, es decir, las actuales democracias, ha alcanzado el punto de su cumplimiento histórico. Las naciones democráticas (republicanas según la partitura kantiana) han aumentado mucho numéricamente, pero todavía siguen siendo un club reducido en el espacio mundial.
Nadie se atrevería a afirmar que la despotía china, la dictadura mafiosa de Putin, el régimen teocrático iraní, la loquicracia norcoreana, pueden ser repúblicas aptas para convivir en el marco de una paz perpetua que desde tan lejos oteó Kant. Hay, se quiera o no, una relación directa entre guerra interna y guerra externa.
Dictaduras que ejercen violencia sobre sus propios ciudadanos nunca podrán convivir amistosamente con naciones democráticas. Eso no significa por cierto que las Naciones Unidas no cumplan un papel importante. Todo lo contrario, precisamente porque en su interior conviven naciones con diferentes ordenes políticos, puede llegar a ser un foro mundial, un lugar de debates, un punto de encuentros y desencuentros y, sobre todo, un organismo de mediación entre naciones que se encuentran en conflicto.
Por de pronto la ONU se rige por estatutos y reglamentos de los que carecen muchas de sus naciones en el plano interno. En la ONU hay libertad de opinión, debates públicos y no por último, elecciones; en fin, hechos y eventos que la mayoría de los gobiernos que la conforman prohíben en sus países. De tal modo podemos afirmar que la ONU es, o ha llegado a ser, más democrática que el promedio de las naciones que la conforman.
En otras palabras, los gobiernos democráticos, no siendo mayorías, ejercen hegemonía al interior de la ONU. Si no ha sido impuesto, el espíritu de Kant impregna no pocas resoluciones de la ONU. Esa hegemonía democrática es la que a su vez ha configurado, a partir de 1945, el actual orden político internacional. Sin embargo, ha sido esa misma hegemonía de la democracia la razón que obstaculiza los objetivos antidemocráticos de imperios coloniales y militares como Rusia, de imperios económicos como China, de potencias teocráticas como Irán. Para los gobernantes de esos países la paz que prevalecía antes de 2014, cuando Putin invadió por primera vez a Ucrania, no es más que una “pax americana” del mismo modo como la democracia no más que una forma de subyugación ejercida por el occidente político bajo batuta norteamericana en contra de las naciones no occidentalizadas.
No se trata, entiéndase bien, que los gobernantes antidemocráticos y dictatoriales busquen destruir a la ONU. Lo que les interesa es otra cosa: limitarla, dominarla, controlarla. Y para hacerlo consideran importante modificar el actual orden mundial, sustituyéndolo por otro cuya hegemonía no sea democrática.
Nos explicamos entonces los constantes llamados de los sucesivos gobiernos chinos a la “autodeterminación de las naciones”, lo que en breves palabras significa que a cada gobierno le está permitido violar los derechos humanos a su gusto y antojo, sin interferencia de organismos y naciones extranjeras. La Carta de los Derechos Humanos proclamados por la ONU -así lo han dejado entrever los mandatarios chinos desde Mao a Xi- es considerada como parte de una ideología occidental que no tiene nada que ver con las tradiciones no occidentales. Como dijo el desaparecido ex ministro del exterior chino, Quin Gang, “ustedes tienen a Hegel (debería haber dicho Kant) pero nosotros tenemos a Confucio”. Lo mismo alegan las teocracias islámicas: “ustedes se rigen por una Constitución, nosotros por el Corán”. En breve, para el bloque antidemocrático, dentro y fuera de la ONU, los derechos humanos no pueden ni deben ser universales. Los llamamientos chinos y rusos para conformar unidades plurinacionales paralelas a la ONU deben ser entendidos en el marco de ese contexto.
No es una casualidad, por ejemplo, que la inmensa mayoría de las naciones llamadas por China, Rusia e Irán a constituir el supuesto “sur global” se encuentren regidas por dictaduras. Igualmente, algunas instituciones surgidas bajo el amparo de ese proyecto macro-político como por ejemplo el BRICS, surgen de conglomerados autocráticos a los que miserablemente se prestan unos que otros gobiernos democráticamente elegidos, como es el caso del Brasil de Lula o el del México de López Obrador. Ahora bien, ese es también el contexto en el que irrumpió la guerra imperial de la Rusia de Putin a la democrática Ucrania.
El derecho fundamental de los pueblos debe estar fundamentado sobre un libre federalismo de los estados (Immanuel Kant “Zum ewigen Frieden” 1795)
De acuerdo a Kant, el orden democrático mundial destinado a asegurar la paz entre las naciones debe ser un resultado de la ampliación federada de las repúblicas (de las democracias constitucionales, en jerga actual) a escala internacional. En el hecho, eso ha sucedido. Sucedió inmediatamente después de la segunda guerra mundial, sucedió en 1989-1991, con la disolución del mundo comunista, originada por el proyecto de Gorbachov orientado a conformar a Rusia como miembro de la comunidad democrática mundial; en sus palabras, como un habitante más de una “Casa Europea”.
Aún recordamos las palabras de Georgi Arbatov, consejero de Mijaíl Gorbachov, cuando en 1987 advirtió a Occidente: “Os vamos a hacer una cosa terrible: os vamos a privar de un enemigo“. De más está decir que esas palabras sonaron en los oídos de un oscuro agente secreto, el ultranacionalista Putin, como una afrenta, más todavía, como una capitulación frente a Occidente. En esa misma dirección, si hacemos un recuento de la historia de Rusia bajo Putin, la vemos como un desmontaje sistemático de todo el proyecto gorbachiano. El proyecto de Putin es, en cambio, otro: hacer de Rusia, en colaboración con todas las naciones antidemocráticas del planeta, en primer lugar China, una potencia militar y territorial fuerte, quizás más fuerte que el antiguo imperio de los zares, desmontado por la “la traición de los bolcheviques” (Putin dixit). Ese es el fondo histórico de la guerra de anexión a Ucrania: el primer escalón de una guerra total a Occidente, es decir, a la democracia y a las instituciones que la cementan. No por otras razones Putin cuenta para su proyecto no solo con el apoyo de la gran mayoría de las dictaduras del planeta, sino de todos los gobiernos y movimientos reaccionarios y antidemocráticos, díganse de derecha, como en la mayoría de los países europeos, o de izquierda, como en los países latinoamericanos.
Putin, lo ha demostrado en Ucrania, desobedece premeditada y sistemáticamente a todos los estatutos y reglamentos de las Naciones Unidas. En ese accionar cuenta con el apoyo de Xi quien intentará capitalizar a favor de China la demolición geopolítica que lleva a cabo Putin en sus interminables guerras. Por esas razones, muchos dictadores y autócratas ya están viendo en Putin el líder militar de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. De acuerdo a Kant, Putin sería el representante máximo de la maldad radical.
La tesis “el humano es malo” no puede querer decir (…..) otra cosa que: el hombre se da cuenta de la ley moral y, sin embargo, ha admitido en su máxima la desviación ocasional respecto a ella (Immanuel Kant “Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft”, 1794)
Por maldad radical entendía Kant aquella que se ejecuta en contra de la moral que viene de las leyes, con pleno conocimiento de esas leyes y con el claro objetivo de destruirlas. En ese sentido Putin es, para la paz mundial, más peligroso que Stalin. Hubiera sido por prudencia o por conveniencia, el dictador comunista se atuvo, en un plano internacional, a la mayoría de los dictados que provenían de la ONU, sabiendo retroceder cada vez que su expansión chocaba con la posibilidad de una guerra mundial. Podemos decir, siguiendo ese mismo punto de vista, que Putin es incluso más peligroso que Hitler. Y lo es, no solo porque cuenta con muchos más aliados que los que tuvo el dictador alemán, sino porque Hitler no llevó a cabo una insurgencia frente a una legislación mundial pues esta, en la precaria Liga de las Naciones fundada en 1921, apenas existía. Putin, en cambio, la está haciendo.
La rebelión putinista mundial en contra del legado kantiano, vale decir, en contra de las paz mundial, ha comenzado en las ruinas de Ucrania. ¿Dónde terminará? Nadie lo sabe. Solo podemos saber que el fin del orden mundial prevaleciente no dará nacimiento a otro orden, sino a una era de desorden mundial cuyas consecuencias no nos atrevemos siquiera a imaginar. Por eso Putin debe ser detenido ahora. Si no lo es, su obra destructiva continuará. De hecho, esa misma obra la ha comenzado en Rusia.
Putin ha convertido a una economía exportadora e industrial en una economía de guerra y a una incipiente sociedad civil en una sociedad-cuartel. Rusia pasará a ser pronto, si es que ya no lo es, una inmensa Corea del Norte, nación que sin esa bomba atómica que le transfirió China, apenas figuraría en los mapas. Rusia vive de la guerra y para la guerra. Si no es detenido Putin, ahora y en Ucrania, el mundo que vivimos comenzará a parecerse cada vez más a Rusia. Un mundo que en vez de avanzar hacia la paz perpetua, avanza hacia una guerra sin final. Justamente el reverso del mundo que postuló Kant.
Putin es, definitivamente, el anti-Kant.
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