Inmortales mortales, mortales inmortales,
aquellos viviendo la muerte de estos,
estos muriendo la vida de aquellos.
Hipólito, Refutación de todas las herejías X
Dónde queda la frontera entre los animales y el hombre, y dónde la que separa a éste de la divinidad. Los relatos mitológicos, las especulaciones de los filósofos y más tarde la práctica de los emperadores romanos, divinizados después de su muerte, prueban que los antiguos no dejaron de explorar estas fronteras, lugar sinuoso e incierto, resbaladizo a pesar de lo que pudiéramos creer. Y es que el paso entre el mundo de los mortales y el de los inmortales es casi un motivo, por lo menos una escena frecuente en la literatura clásica.
En principio se trata de ciertos lugares, de espacios. Quizás también de compañías. En la Odisea (V 203-220), Homero cuenta cómo la ninfa Calipso promete a Odiseo una vida inmortal si se queda con ella en la isla de Ogigia. Así le dice: “Hijo de Laertes, Odiseo divino, de muchos ardides, ¿así que quieres irte a tu casa y a la tierra de tus padres? Vete, pues. Pero si supieras cuántas tristezas te depara el destino antes de que llegues a tu patria te quedarías aquí conmigo y serías inmortal, por más que quieras volver a ver a tu esposa, por la que siempre suspiras. Yo la verdad me precio de no ser inferior a ella ni en porte ni en figura, que conviene a los mortales jamás competir con los inmortales”. Por volver a su tierra y a los suyos Odiseo rechaza lo irrechazable, ser inmortal junto a una ninfa eternamente joven y hermosa. No cabe duda de que en ello va su naturaleza heroica. Por lo demás, la oferta de inmortalidad está asociada a su permanencia en una isla, en medio del mar. Queda claro que implica un apartamiento, un extrañamiento del ámbito de los mortales.
En la mitología griega, el espacio de los inmortales por excelencia es el monte Olimpo, la morada de los dioses. Allí habitan en mansiones de cristal Hera, Apolo, Atenea, Artemisa, Afrodita, Ares, Hefesto, Deméter, Poseidón, Dioniso y Hermes, presididos por Zeus. Allí pasan el tiempo disfrutando en medio de banquetes y bebiendo el néctar y la ambrosía, entregados a sus continuas intrigas y rivalidades, ocupándose de vez en cuando de los asuntos de los mortales. Hay que señalar dos cosas del monte Olimpo, que dicen mucho del carácter de la religión griega. En primer lugar, que se trata de una montaña de verdad. El Monte Olimpo es en efecto la montaña más alta de Grecia y la segunda de los Balcanes. Está situado en el centro del país, entre las regiones de Tesalia y Macedonia, y mide 2917mts. Su ascenso apenas fue coronado en agosto de 1913. La montaña se divisa perfectamente desde la carretera que lleva a las ruinas de Delfos, y aún más lejos si el día está claro. Para nuestra mentalidad cristiana resulta curioso el hecho de que los griegos hayan tenido una montaña real como morada de sus dioses.
También interesante es el hecho de que no sean solo dioses los que pueden acceder al monte Olimpo. No son pocos los héroes y semidioses que han sido admitidos a su cima, como es el caso de Heracles, quien después de haber cumplido sus agobiantes trabajos fue admitido entre los olímpicos; o Dioniso, quien también llegó tarde a la mesa de Zeus, o Ganimedes, hermoso príncipe troyano del que Zeus se enamoró perdidamente, raptándolo y convirtiéndolo en su amante y en el copero de los dioses (Ilíada XX 232). Todos ellos, dice Hesíodo, son seres bienaventurados que, “habiendo cumplido sus grandes trabajos, habitan junto a los inmortales, ajenos para siempre al dolor y a la vejez” (Teogonía 953).
La mitología griega está llena de estos “seres intermedios”, héroes o semidioses, que han traspasado la sinuosa frontera, compartiendo la extraña fortuna de participar de una doble naturaleza, humana y divina, mortal e inmortal. Fortuna incierta y ambivalente sin duda, cuya puesta en escena está vinculada a una geografía de lo sagrado. En el Edipo en Colono, Sófocles nos cuenta la misteriosa desaparición –que no muerte- del rey tebano, quien, ciego y anciano, después de vagar por años sufriendo su propia maldición, se desvanece inexplicablemente para no ser visto nunca más: “Vimos que nuestro hombre ya no estaba por ninguna parte y que el rey Teseo se tapaba con las manos el rostro, como si hubiera tenido una visión terrible e insoportable. Vimos después que arrodillándose dirigió a la tierra y al Olimpo una misma plegaria; pero qué muerte tuvo aquél, no puede decirlo nadie salvo Teseo” (O.C. 1650-1659). Itinerario del paso divino que no muestra el punto de llegada sino solo el de partida. No se sabe cómo murió Edipo, ni a dónde fue su cuerpo. Solo se sabe el lugar donde desapareció, Colono, un demo del Ática que hoy es un céntrico barrio ateniense. Todavía Pausanias (I 28, 7) cuenta que su tumba se conservaba entre la Acrópolis y el Areópago.
El paso de lo humano a lo divino implica también un paso de lo terrenal a lo intangible, de lo concreto a lo indeterminado, de lo material a lo imaginario. La cartografía de lo sagrado se desdibuja y va dando paso a la abstracción y la especulación, con la consecuente desacralización. Es lo que pasa cuando irrumpe la filosofía. En el Simposio (202 d), Platón explica que el amor, eros, es un daimôn, una criatura intermedia entre los dioses y los hombres, encargada de transmitir a los dioses lo que ella tiene de humano, y a los humanos lo que tiene de divino. Por eso, el hombre poseído por el amor se convierte en un ser demoníaco, oscilante entre finitud e inmortalidad. Es así que en toda alma humana hay algo de divino.
Lo dirá también en las Leyes, ya en los últimos años de su vida, cuando afirme que, en la práctica de la virtud humana, los dioses se ocupan por igual de las cosas pequeñas como de las más grandes (900 c). Y en un diálogo ahora tenido por espurio como el Epinomis (985 a) explica que los “démones” estan encargados de transmitir a los dioses el placer y el dolor humanos, pues ellos, en su perfección divina, son incapaces de conocerlos. Paradoja de la finitud en la infinitud. Después Aristóteles, tan contenido y juicioso, explicará en la Política (1323 b) que la ciudad, polis, participa de la bondad y la felicidad de sus ciudadanos de la misma manera que nosotros participamos de la felicidad de Dios, y en la Ética a Nicómaco (1145 a) dirá, a propósito de los héroes homéricos, que los hombres sí pueden volverse dioses “por exceso de virtud”.
Esta observación allana el camino a la idea de santidad entre los cristianos, pero también, y antes, al concepto del sabio estoico, spoudaîos, cuyo camino casi imposible, es verdad, merece sin embargo ser intentado por cada uno de nosotros. Para los estoicos, hombres y dioses participan de la razón, lógos, y comparten una misma morada, la ciudad universal, kosmópolis. Siguiendo la senda de Aristóteles, en el ejercicio de la virtud, el sabio incluso podría llegar a ser un dios. O incluso más. Es lo que dice Séneca en la Carta a Lucilio LIII (11-12), donde compara al sabio con dios: “¿Preguntas qué diferencia hay entre tú y los dioses? Que ellos durarán más. Pero estoy seguro de que es propio de un gran artista encerrar tanto en tan poco. Al sabio le está tan abierto su tiempo como a dios su eternidad; pero hay algo en lo que el sabio aventaja a dios: éste no teme gracias a su naturaleza, el sabio gracias a su pensamiento. He aquí algo verdaderamente grande: tener la flaqueza de un hombre y la seguridad de un dios”. Y Marco Aurelio (V 27) dirá: “Convive con los dioses aquel que constantemente les demuestra que su alma está satisfecha con lo que se le ha asignado, y hace todo cuanto quiere el genio divino que, como protector y guía, nos dio Zeus a cada uno de nosotros. Y esa divinidad es la razón y la inteligencia de cada uno”. En lo mejor de la tradición platónica, el alma de todos los hombres posee algo de divino, un dáimôn que de cierta manera nos hace eternos y demoníacos a la vez. Ya Dios no está en una isla ni en una montaña, sino dentro de cada quien. La geografía de lo sagrado ha cambiado para siempre.
Después llegaron las religiones monoteístas, y con ellas la imposibilidad de que podamos llegar a ser dios. Ya no es posible convertirse en dios porque todos han muerto y solo queda uno, eterno e inmutable. Como apunta Carlos Lévy (Devenir dieux, Paris, 2010), ni siquiera los tiranos modernos, con todos los recursos técnicos a su disposición, han llegado a planteárselo. Con el marxismo y el materialismo convertido en dogma de Estado las cosas no han hecho más que radicalizarse. Es verdad, ahí está el mausoleo de Lenin convertido en santuario laico para una especie de dios ateo. Paradojas, quizás, al final del camino.(Prodavinci)
aquellos viviendo la muerte de estos,
estos muriendo la vida de aquellos.
Hipólito, Refutación de todas las herejías X
Dónde queda la frontera entre los animales y el hombre, y dónde la que separa a éste de la divinidad. Los relatos mitológicos, las especulaciones de los filósofos y más tarde la práctica de los emperadores romanos, divinizados después de su muerte, prueban que los antiguos no dejaron de explorar estas fronteras, lugar sinuoso e incierto, resbaladizo a pesar de lo que pudiéramos creer. Y es que el paso entre el mundo de los mortales y el de los inmortales es casi un motivo, por lo menos una escena frecuente en la literatura clásica.
En principio se trata de ciertos lugares, de espacios. Quizás también de compañías. En la Odisea (V 203-220), Homero cuenta cómo la ninfa Calipso promete a Odiseo una vida inmortal si se queda con ella en la isla de Ogigia. Así le dice: “Hijo de Laertes, Odiseo divino, de muchos ardides, ¿así que quieres irte a tu casa y a la tierra de tus padres? Vete, pues. Pero si supieras cuántas tristezas te depara el destino antes de que llegues a tu patria te quedarías aquí conmigo y serías inmortal, por más que quieras volver a ver a tu esposa, por la que siempre suspiras. Yo la verdad me precio de no ser inferior a ella ni en porte ni en figura, que conviene a los mortales jamás competir con los inmortales”. Por volver a su tierra y a los suyos Odiseo rechaza lo irrechazable, ser inmortal junto a una ninfa eternamente joven y hermosa. No cabe duda de que en ello va su naturaleza heroica. Por lo demás, la oferta de inmortalidad está asociada a su permanencia en una isla, en medio del mar. Queda claro que implica un apartamiento, un extrañamiento del ámbito de los mortales.
En la mitología griega, el espacio de los inmortales por excelencia es el monte Olimpo, la morada de los dioses. Allí habitan en mansiones de cristal Hera, Apolo, Atenea, Artemisa, Afrodita, Ares, Hefesto, Deméter, Poseidón, Dioniso y Hermes, presididos por Zeus. Allí pasan el tiempo disfrutando en medio de banquetes y bebiendo el néctar y la ambrosía, entregados a sus continuas intrigas y rivalidades, ocupándose de vez en cuando de los asuntos de los mortales. Hay que señalar dos cosas del monte Olimpo, que dicen mucho del carácter de la religión griega. En primer lugar, que se trata de una montaña de verdad. El Monte Olimpo es en efecto la montaña más alta de Grecia y la segunda de los Balcanes. Está situado en el centro del país, entre las regiones de Tesalia y Macedonia, y mide 2917mts. Su ascenso apenas fue coronado en agosto de 1913. La montaña se divisa perfectamente desde la carretera que lleva a las ruinas de Delfos, y aún más lejos si el día está claro. Para nuestra mentalidad cristiana resulta curioso el hecho de que los griegos hayan tenido una montaña real como morada de sus dioses.
También interesante es el hecho de que no sean solo dioses los que pueden acceder al monte Olimpo. No son pocos los héroes y semidioses que han sido admitidos a su cima, como es el caso de Heracles, quien después de haber cumplido sus agobiantes trabajos fue admitido entre los olímpicos; o Dioniso, quien también llegó tarde a la mesa de Zeus, o Ganimedes, hermoso príncipe troyano del que Zeus se enamoró perdidamente, raptándolo y convirtiéndolo en su amante y en el copero de los dioses (Ilíada XX 232). Todos ellos, dice Hesíodo, son seres bienaventurados que, “habiendo cumplido sus grandes trabajos, habitan junto a los inmortales, ajenos para siempre al dolor y a la vejez” (Teogonía 953).
La mitología griega está llena de estos “seres intermedios”, héroes o semidioses, que han traspasado la sinuosa frontera, compartiendo la extraña fortuna de participar de una doble naturaleza, humana y divina, mortal e inmortal. Fortuna incierta y ambivalente sin duda, cuya puesta en escena está vinculada a una geografía de lo sagrado. En el Edipo en Colono, Sófocles nos cuenta la misteriosa desaparición –que no muerte- del rey tebano, quien, ciego y anciano, después de vagar por años sufriendo su propia maldición, se desvanece inexplicablemente para no ser visto nunca más: “Vimos que nuestro hombre ya no estaba por ninguna parte y que el rey Teseo se tapaba con las manos el rostro, como si hubiera tenido una visión terrible e insoportable. Vimos después que arrodillándose dirigió a la tierra y al Olimpo una misma plegaria; pero qué muerte tuvo aquél, no puede decirlo nadie salvo Teseo” (O.C. 1650-1659). Itinerario del paso divino que no muestra el punto de llegada sino solo el de partida. No se sabe cómo murió Edipo, ni a dónde fue su cuerpo. Solo se sabe el lugar donde desapareció, Colono, un demo del Ática que hoy es un céntrico barrio ateniense. Todavía Pausanias (I 28, 7) cuenta que su tumba se conservaba entre la Acrópolis y el Areópago.
El paso de lo humano a lo divino implica también un paso de lo terrenal a lo intangible, de lo concreto a lo indeterminado, de lo material a lo imaginario. La cartografía de lo sagrado se desdibuja y va dando paso a la abstracción y la especulación, con la consecuente desacralización. Es lo que pasa cuando irrumpe la filosofía. En el Simposio (202 d), Platón explica que el amor, eros, es un daimôn, una criatura intermedia entre los dioses y los hombres, encargada de transmitir a los dioses lo que ella tiene de humano, y a los humanos lo que tiene de divino. Por eso, el hombre poseído por el amor se convierte en un ser demoníaco, oscilante entre finitud e inmortalidad. Es así que en toda alma humana hay algo de divino.
Lo dirá también en las Leyes, ya en los últimos años de su vida, cuando afirme que, en la práctica de la virtud humana, los dioses se ocupan por igual de las cosas pequeñas como de las más grandes (900 c). Y en un diálogo ahora tenido por espurio como el Epinomis (985 a) explica que los “démones” estan encargados de transmitir a los dioses el placer y el dolor humanos, pues ellos, en su perfección divina, son incapaces de conocerlos. Paradoja de la finitud en la infinitud. Después Aristóteles, tan contenido y juicioso, explicará en la Política (1323 b) que la ciudad, polis, participa de la bondad y la felicidad de sus ciudadanos de la misma manera que nosotros participamos de la felicidad de Dios, y en la Ética a Nicómaco (1145 a) dirá, a propósito de los héroes homéricos, que los hombres sí pueden volverse dioses “por exceso de virtud”.
Esta observación allana el camino a la idea de santidad entre los cristianos, pero también, y antes, al concepto del sabio estoico, spoudaîos, cuyo camino casi imposible, es verdad, merece sin embargo ser intentado por cada uno de nosotros. Para los estoicos, hombres y dioses participan de la razón, lógos, y comparten una misma morada, la ciudad universal, kosmópolis. Siguiendo la senda de Aristóteles, en el ejercicio de la virtud, el sabio incluso podría llegar a ser un dios. O incluso más. Es lo que dice Séneca en la Carta a Lucilio LIII (11-12), donde compara al sabio con dios: “¿Preguntas qué diferencia hay entre tú y los dioses? Que ellos durarán más. Pero estoy seguro de que es propio de un gran artista encerrar tanto en tan poco. Al sabio le está tan abierto su tiempo como a dios su eternidad; pero hay algo en lo que el sabio aventaja a dios: éste no teme gracias a su naturaleza, el sabio gracias a su pensamiento. He aquí algo verdaderamente grande: tener la flaqueza de un hombre y la seguridad de un dios”. Y Marco Aurelio (V 27) dirá: “Convive con los dioses aquel que constantemente les demuestra que su alma está satisfecha con lo que se le ha asignado, y hace todo cuanto quiere el genio divino que, como protector y guía, nos dio Zeus a cada uno de nosotros. Y esa divinidad es la razón y la inteligencia de cada uno”. En lo mejor de la tradición platónica, el alma de todos los hombres posee algo de divino, un dáimôn que de cierta manera nos hace eternos y demoníacos a la vez. Ya Dios no está en una isla ni en una montaña, sino dentro de cada quien. La geografía de lo sagrado ha cambiado para siempre.
Después llegaron las religiones monoteístas, y con ellas la imposibilidad de que podamos llegar a ser dios. Ya no es posible convertirse en dios porque todos han muerto y solo queda uno, eterno e inmutable. Como apunta Carlos Lévy (Devenir dieux, Paris, 2010), ni siquiera los tiranos modernos, con todos los recursos técnicos a su disposición, han llegado a planteárselo. Con el marxismo y el materialismo convertido en dogma de Estado las cosas no han hecho más que radicalizarse. Es verdad, ahí está el mausoleo de Lenin convertido en santuario laico para una especie de dios ateo. Paradojas, quizás, al final del camino.(Prodavinci)