El pensamiento reflexivo nos dirá sin duda que comprender poco es también comprender mucho, y creo que en cierto sentido, quizá en el sentido gnóstico del término, esto es cierto, a no ser que ese mismo pensamiento reflexivo nos diga que hay dos clases de comprensión. Y tal vez sea así, tal vez podamos decir simplemente que a través de esta forma de entender que recurre a los conceptos y a la teoría entiendo cada vez menos, y que el alcance de esta forma de conocimiento me parece cada vez más limitado, mientras que a través de esta otra forma de entender que recurre a la ficción y a la poesía entiendo cada vez más.
Tal vez sea así. En cualquier caso, así es como lo siento porque, después de escribir una serie de ensayos teóricos, he ido abandonando gradualmente esta forma de escritura en favor de lo que ahora es casi exclusivamente un lenguaje que no se ocupa en primer lugar del significado, sino que ante todo es, que es él mismo, un poco como las piedras y los árboles y los dioses y los hombres, y que sólo significa en segundo lugar. Y a través de este lenguaje que primero es, y sólo después significa, parece que comprendo cada vez más, mientras que a través del lenguaje ordinario, el que ante todo significa, comprendo cada vez menos.
Esto se debe principalmente a mí y a mi propia historia. Y, para que quede claro, empecé a escribir pequeños poemas e historias a una edad tan temprana que resulta embarazoso, sí, embarazoso porque la imagen del muchacho que, a los doce años, se retira a su habitación donde no lo molestan para escribir pequeños poemas e historias, encaja demasiado bien con el mito al que se supone que debe ajustarse el artista, que dice que si no se nace artista, al menos se llega a serlo en la edad más tierna. Y en lo que a mí respecta, eso es cierto. Y siempre soy escéptico ante todo lo que concuerda demasiado. Pero así son las cosas. Desde mi más tierna juventud siempre he escrito, y en cierto modo la escritura siempre ha sido su propio fin, no era una actividad a la que me dedicaba para decir algo, para expresar una opinión, sino casi como una forma de estar en el mundo, como si estuvieras en el mundo, como si estuvieras ahí de una forma satisfactoria, a través de lo que escribía, y que a su vez estaba ahí, tan evidente en su presencia. Porque cuando escribo un texto que creo que está bien escrito, algo nuevo viene al mundo, algo que no estaba antes, he creado una especie de presencia, y eso, el placer de escribir personajes e historias, incluso universos, que nadie conocía antes, ni siquiera yo, me sorprende y me deleita. Nadie lo sabía antes de que yo lo escribiera. ¿Y de dónde viene eso? No lo sé, porque también es nuevo para mí. Nunca antes había pensado en ello. La escritura, la buena escritura, se convierte así en el lugar donde algo desconocido, algo que antes no existía, empieza a existir. De eso se trata, la escritura como un estado en el que aparece y nace por primera vez algo que casi podría describirse como un universo es, sin duda, lo que más placer me produce al escribir. Cada vez que escribes algo bueno se crea todo un universo. Porque todo buen escrito, incluso un poema, es de alguna manera todo un universo, que antes no existía, y que aparece a través de la buena escritura.
A menudo pienso en la escritura como una desviación, como si la escritura fuera la manifestación misma de esa desviación, un poco como una adicción, porque igual que uno puede ser adicto a cualquier cosa, ya sea a una colección de sellos o al juego o a la heroína, también puede ser adicto a la escritura. De cierta manera es tan sencillo como eso. Ciertamente aprecio el reconocimiento que obtengo, quizá más de lo que quiero admitir, pero al mismo tiempo me molesta, porque cuando escribes mucho y te conviertes en poeta, novelista y dramaturgo de cierto renombre, cuando incluso consigues ganarte la vida decentemente con esta desviación, con esta escritura, cabe preguntarse si no es por eso por lo que escribes, para ganar dinero, o para alcanzar la fama y la gloria, como suele decirse. Y sin embargo, no. No me produce ninguna satisfacción, simplemente no quiero ser mejor que los demás, incluso me produciría un cierto placer criminal ser peor que ellos. Pero sobre todo me gustaría estar donde están los demás, lo menos visible posible. Me gustaría ser como los demás y que me dejaran en paz conmigo mismo, con mi familia y con mi escritura.
Y luego resulta que ser escritor no es eso. En Noruega, al menos, si escribes, si eres escritor, o bien es que eres peor que los demás, ya que escribes en cierto modo porque no encuentras tu lugar en la vida, y escribir significa que estás cerca de la enfermedad mental, si no has cruzado ya la línea, o bien que eres mejor que los demás, que tienes un talento especial, algo que te convierte en alguien digno de admiración, que hace que lo que escribes merezca ser enseñado en las escuelas, que te reporta prestigiosos premios y te transforma en vida en una especie de fenómeno clasificado del que la gente presume cuando se reúne en sus cafés de moda.
El desánimo me invade. Y de nuevo, como a los doce años, te refugias en la escritura. Ese lugar que nos hemos creado en la vida, ese lugar en el que, renunciando a los conceptos y a las teorías, así como al consenso social y a sus jerarquías de valores, intentamos acercarnos a un lugar en el que no comprendemos, de una ausencia casi total de comprensión, y desde el que, a través del movimiento y del ritmo o de lo que sea, intentamos hacer surgir algo que solamente es y que de esa manera es también una especie de comprensión, no una comprensión que corresponda a este concepto o a aquel, a esta teoría o a aquella, sino una comprensión que haga que el lenguaje signifique una cosa y su contraria, y luego otra. El lugar de donde procede la escritura es un lugar que sabe mucho más que yo, porque como persona sé muy poco, y quizá tenga razón Harold Bloom cuando dice que el lugar de la escritura, lo que el lugar de la escritura sabe, se parece a lo que sabían los antiguos gnósticos, a lo que estaba en el origen de su gnosis. Un conocimiento que es el orden de lo indecible. Pero que tal vez sea posible expresar por escrito. Un conocimiento que no es algo que sepamos, o poseamos, en el sentido habitual del término, porque tales conocimientos tienen siempre un objeto, sino por el contrario un conocimiento sin objeto, que sólo es. Así que lo que no podemos decir, tenemos que escribirlo, como dijo una vez un filósofo francés no precisamente desconocido (Derrida), parafraseando las palabras de un filósofo austriaco (Wittgenstein).
Y, por supuesto, hablar de la gnosis de la escritura no es más que un intento de decir algo sobre lo que la escritura sabe. Sin embargo, sin considerarme gnóstico (ni nada por el estilo), creo que es justo decirlo así. Y el hecho de que escribir, escribir bien, es similar, como se ha dicho, a una oración, me parece bastante obvio. Pero entonces parece un tipo de oración casi criminal.
Abril de 2000