Francisco Larios - PALESTINA E ISRAEL, LA VIEJA HISTORIA DE LA HISTORIA



Nada enseña más sobre lo primario, lo que yace bajo la capacidad humana de separarse de la brutalidad instintiva de las otras especies, que el conflicto acendrado; el momento en que los hombres creen que, de no matar, mueren; que, de no exterminar, son exterminados; que, de no expulsar, son expulsados. Somos capaces de tal separación, no cabe duda. Es cierto que podemos avanzar, quizás a través de lo que un genial autor llamó, décadas atrás, adaptación dinámica; pero espanta la notable asimetría entre la pendiente de ascenso y la pendiente por la que con frecuencia se recae. Cuando el instinto se apodera del control de los actos humanos, los diferentes niveles del edificio social quedan al desnudo, y todas las capas de la construcción ideológica que los adorna (u oculta) se desvanecen. Se desvanece con ellas el espejismo de armonía social, y queda a la vista la estructura de poder, altanera, fuerte, vengativa, mientras la lucha de intereses se manifiesta sin que los velos de la falsa piedad logren cubrir su pudor. La voluntad de amar y preservar da paso a la determinación de acabar con el otro. Y la otredad se alza, aterrorizante, como la sombra del coloso de Asensio Juliá cruzando la barrera que creíamos haber erigido, inexpugnable, entre nosotros y nuestro pasado más deleznable. “¡Nunca más!”, solíamos decir. ¿Debemos recordar con tristeza, o con esperanza, que así gritábamos? Algo de esperanza hay en que “nunca más” es una ruptura ideológica mayúscula del hilo de sangre que ata los siglos. ¿Pero, cuánta distancia todavía separa ese anhelo de nuestra acción refleja, de nuestra conducta normal? ¿Bastará con que perseveremos? Cientos de miles de años tiene la historia humana. ¿Cuántos más vivirá?

Lo evidente es que, a pesar de los altos vuelos del pensamiento racional, la historia de la humanidad sigue siendo la historia de una lucha entre creación y destrucción, dominada por ruinas, y la lucha por la convivencia, dominada por guerras, exterminios y expulsiones. Esa es, en gran medida al menos (si no en porción preponderante) el motivo de las migraciones que han poblado, despoblado y repoblado las regiones del planeta. Esa es la historia del conflicto actual en Palestina, y la razón principal por la que haría falta un salto cualitativo en la conciencia humana, en la conquista de la bestia interior, y en la elevación del amor y la racionalidad sobre el terror y la furia, para evitar lo que la experiencia de miles de años apunta como futuros más probables: exterminio de un grupo por el otro, desplazamiento y migración de uno de los dos; o este otro, terrorífico, que el avance tecnológico hace posible: exterminio mutuo.
Tan dolorosas como son estas cavilaciones, debe entenderse que no pueden tener más origen ni razón que la esperanza enquistada en la conciencia (¿la esperanza es la conciencia?) de que interrumpamos el curso de lo que es aparentemente inevitable. No basta, para este objetivo, declararse en estado de buena voluntad. Hay que recorrer el suplicio de la historia, caminar el calvario de la verdad, el único posible camino de salvación. No hay Deus ex machina más que cuando lo imposible cede ante lo ilusorio. Y lo ilusorio aleja de la verdad, que es donde yacen los motivos humanos, donde reina la pasión de la guerra. Solo el terreno de la verdad tiene nutrientes para que germine la semilla de la paz. Si es que acaso es posible que lo haga. “Amor al destino”, proclama (¿o sucumbe?) Nietszche, es la “grandeza humana”. En medio de todo el dolor que uno contempla, de la impotencia ante tanto que acontece, no queda más que exclamar, desconsolado: “ojalá que el destino fuese amable”.

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