Monika Zgustova - PUTIN, DÍME CON QUIEN ANDAS

 

Hasta el 24 de febrero de 2022, fecha en que las tropas rusas invadieron Ucrania, Vladímir Putin con quien andaba era con los presidentes occidentales y solía ser un invitado de honor en la Casa Blanca, el palacio del Elíseo, participaba en las reuniones del G-20... Desde que puso en marcha su guerra de destrucción contra el país vecino, es considerado un paria en el escenario mundial y un hombre buscado por el Tribunal Penal Internacional, que emitió contra él una orden de detención. ¿Le han quedado “amigos”, a pesar de todo?

Escribo estas líneas con el recuerdo de la reciente primera visita a Rusia del presidente norcoreano Kim Jong-un, que se llevó en su cartera varios tratados de cooperación y asistencia mutua, sobre todo en lo relativo al armamento. “Todo para la guerra sacra contra Ucrania”, definió el dictador su acercamiento a un Putin que intenta reavivar las relaciones con Corea del Norte para salvar su guerra. El norcoreano, con su armamento nuclear, su opacidad y sus acciones imprevisibles, es especialmente temido por sus vecinos Corea del Sur y Japón, además de despertar sospechas y recelos en el mundo entero.

Como los despiertan de hecho todos los demás aliados de Putin, algunos recientes, otros desde siempre. Uno de estos últimos es Aleksandr Lukashenko, el autócrata de una Bielorrusia cuyas cárceles están llenas de disidentes. Otro es Ilhan Aliyev, presidente de Azerbaiyán desde hace 20 años, acusado por Amnistía Internacional de una larga lista de delitos contra los derechos humanos. Y, como vemos estos días, Rusia le ha apoyado en su conflicto a cuenta de Nagorno Karabaj, a pesar de tener tratados firmados con una Armenia débil y asustada.

Además, Putin es aliado de Bachar el Asad, bajo cuyo liderazgo Siria se sumió en una guerra civil especialmente virulenta por su uso de armas químicas. El autócrata nicaragüense Daniel Ortega recomendó hace menos de un mes a Putin que siga con su guerra contra Ucrania porque “Europa y Estados Unidos quieren destruir y ocupar Rusia”. El dictador de Eritrea, Isaias Afwerki, que se mantiene en el poder desde hace más de 30 años, durante su reciente reunión con Putin declaró provocativamente: “La gente habla de Rusia y Ucrania. Yo digo que no hay ninguna guerra entre Rusia y Ucrania. No hay ningún conflicto entre Rusia y Ucrania”. Hun Sen, de Camboya, quien ayudó a organizar los Jemeres Rojos, recibió de las manos de Putin una medalla de amistad. El general Min Aung Hlaing, que hace casi tres años llevó a cabo un golpe de estado en Myanmar para convertirse en líder del país, es acusado por Naciones Unidas, entre otros delitos, de genocidio de la minoría rohinyá. Ebrahim Raisí, de Irán, acusado de crímenes contra la humanidad por varias organizaciones internacionales, es aliado estratégico de Putin: Rusia e Irán forman un eje en el Cáucaso y son aliados militares en los conflictos de Siria e Irak y socios en Afganistán y la Asia Central pos-soviética. La Federación Rusa es el principal proveedor de armamento de Irán y este envía drones a Rusia. No pongo en la lista al escurridizo Xi Jinping, el mandatario chino, ante quien Putin está en clara situación de dependencia.

Algunos observadores opinan que Putin debe lamentar la pérdida de los amigos occidentales. Personalmente, creo que no es así. Putin es un producto del comunismo soviético y de la Guerra Fría, un exdirigente del KGB que se educó en el espíritu del enfrentamiento. O sobrevives tú o sobrevivo yo. Su mundo es el de la confrontación, con la mentira y la manipulación como marca de su Rusia. Y la imagen demoníaca de Occidente es la que tiene grabada desde pequeño, porque es lo que repetían en la escuela, en la radio y la televisión. Por eso está tejiendo una red de países aliados de Rusia con el antioccidentalismo por bandera, también en África, como demostró en la cumbre Rusia-África celebrada en San Petersburgo a finales de julio pasado.

Putin nunca ha sido prooccidental, aunque en la primera década en que ocupó el cargo de presidente de Rusia se mostró abierto a pactos con Alemania y otros países occidentales, y presumía de abrazar valores democráticos. Pero sus actuaciones lo desmentían: en la segunda guerra chechena, en la crisis de los rehenes del teatro Dubrovka de Moscú, en el sitio de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, Putin siempre provocó sangre, también cuando en 2006 hizo asesinar a Anna Politkovskaya y a otros periodistas críticos. Aunque debilitado internamente tanto desde el punto de vista político como económico por la guerra, el autócrata del Kremlin pisa firme sabedor también de que Estados Unidos, China y Europa lo necesitan, porque es razonable pensar que lo que pudiera venir en Rusia después de él podría ser todavía peor. Da pavor pensar en el armamento nuclear ruso en manos de un nuevo Prigozhin (El País)

Monika Zgustova es escritora. Su última novela es Nos veíamos mejor en la oscuridad (Galaxia Gutenberg).