A menudo hacía a mis alumnos la siguiente pregunta: ¿cuáles son las culturas más ricas? Mi respuesta: las que son capaces de acoger e incorporar las ideas más diversas, incluso extremamente opuestas. Así, en la literatura clásica podemos encontrar textos que enseñan cómo suprimir las pasiones, o al menos controlarlas, y también textos que las encumbran y convierten en la única guía y referencia para unas vidas turbulentas y enloquecidas. Claro que no son textos escritos por el mismo tipo de personas. Los unos están escritos por filósofos y moralistas, los otros, no puede ser de otro modo, por poetas.
Siempre he pensado que, en literatura, después de los griegos ya no existieron géneros inocentes. Aclaro mi idea: después de los clásicos ya casi todos los géneros literarios han sido desarrollados, e incluso se han dado las primeras –no por tanto menos intensas- controversias teóricas. Los escritores, pues, están condenados a estudiar a sus predecesores y la originalidad absoluta simplemente no existe, a lo sumo la innovación. Hacia el siglo III a.C. se dio en Alejandría una de las más célebres controversias literarias de la antigüedad. Tiene que ver con el surgimiento de una vigorosa vanguardia poética, original hasta donde eso era posible. Los llamados poetas neóteroi, “los más nuevos”, se atrevieron a irrumpir contra los cánones clásicos.
Por supuesto que era a Homero a quien tenían en mira. Los Neotéricos ante todo buscaban la perfección formal y pensaban que ella solo podía ser hallada en la brevedad. Propugnaron, pues, una poesía breve –mega biblíon, mega kakón, “un gran libro, un gran mal”, decían-; desdeñaron, como ya antes lo había hecho Safo, la estética pesada y rimbombante de los poemas épicos; prefirieron el instante fugaz y el detalle a la hazaña memorable y la grandilocuencia; cultivaron la eufonía y experimentaron con nuevas formas rítmicas más atrevidas y ligeras, más libres. Aunque sus temas pudieran parecer frívolos y superficiales, sus poemas resultaron ser unas pequeñas joyas. El siciliano Teócrito con sus idilios y sobre todo los epigramas del alejandrino Calímaco fueron los modelos.
En el siglo I a.C. esta controversia continuaba vigente en Roma. Bajo la influencia de las ideas alejandrinas, los Poetae Novi despreciaban la tradición poética romana, apegada a las tradiciones de los ancestros y empalagada de nacionalismo. Los grandes modelos eran desde luego Calímaco y los líricos griegos, Safo, Alceo y Anacreonte especialmente. Los “neotéricos” (fue Cicerón, que los despreciaba, quien les dio el despectivo mote de “los nuevecitos”) pertenecían a las clases acomodadas y llevaban una vida bohemia llena de lujos y comodidades. En general se mantenían apartados de la política –la verdad, de cualquier cosa seria-, aunque de manera inconfesable fuesen conservadores en lo político y paradójicamente disolutos en lo moral (se han visto otros casos). Escribieron una poesía culta y elegante, llena de rebuscados referentes mitológicos y alusiones a una Roma extravagante y refinada. Una poesía que satirizaba lo vulgar y lo ordinario.
No es posible hablar de los neotéricos sin pensar en Cayo Valerio Catulo, su principal referente, el único de ellos cuya obra ha llegado completa hasta nosotros. Catulo nació en el año 87 a.C. en Verona, precisamente donde Shakespeare ubicó una de sus tragedias más conocidas, Romeo y Julieta, ignoro si como homenaje. De familia influyente (su padre era amigo de Julio César), estudió en Roma, a donde terminó por mudarse a los veinticinco años. Fue cuando comenzó a frecuentar a los poetas neotéricos, pero también a algunos miembros de la élite política. Fue así como conoció y se enamoró de una importante dama de la sociedad romana, Clodia, tan bella como libertina, esposa nada menos que del gobernador de la Galia Cisalpina, Quinto Metelo Celer. En sus poemas, Catulo simplemente se refiere a ella como “Lesbia”, sin duda un homenaje a Safo.
Gracias a esta relación intensa y tormentosa, condenada al fracaso y al sufrimiento, se escribieron algunos de los versos más hermosos de la literatura romana. Podemos reconocer en ellos los extremos emocionales y los arrebatos pasionales que nacen de este amor imposible y que se plasman de manera directa. Van del entusiasmo inicial:
Me preguntas, Lesbia mía, cuántos besos tuyos
me bastan y sobran.
Cuantas son las arenas de Libia
que yacen en la olorosa Cirene,
entre el ardiente oráculo de Júpiter
y el sagrado sepulcro del viejo Bato,
o cuan numerosas son las estrellas cuando calla la noche
y contemplan los amores furtivos de los mortales,
tantos son los besos que bastan
al loco de tu Catulo, tantos,
que no puedan contarlos los curiosos
ni maldecirlos con su lengua venenosa.
A la desesperanza:
Pobre Catulo, deja ya las tonterías
y lo que ves que se muere dalo por perdido.
En otro tiempo brillaban para ti los claros soles,
cuando ibas a verte con ella,
amada por ti como ninguna otra será.
Allí eran muchas las alegrías
que tú deseabas y ella no negaba,
en verdad brillaban para ti los claros soles.
Ahora ella ya no quiere, tampoco tú quieras,
ni la persigas, pues nada puedes,
ni vivas amargado, sino resiste.
Adiós, mujer, ya Catulo resiste.
No te buscará más ni rogará contra tu voluntad.
Ya sufrirás cuando nadie te busque.
Ay de ti, malvada, ¿qué vida te espera?
¿quién se acercará a ti ahora? ¿a quién parecerás bella?
¿a quién querrás? ¿de quién dirán que eres?
¿a quién besarás? ¿de quién son los labios que morderás?
Pero tú, Catulo, con fuerza, resiste.
Pasando por el escepticismo y la desconfianza:
Con nadie más se irá sino conmigo, dice mi mujer,
así se lo pida el mismísimo Júpiter.
Dice, pero lo que dice una mujer a su amante enamorado
en el viento y la corriente del agua hay que escribirlo.
Y el dolor por la separación final:
En verdad, ninguna mujer puede decir que ha sido tan amada
como Lesbia fue amada por mí.
Nunca tanta lealtad a un pacto hubo
como hubo en su amor por mi parte.
Sin embargo, pocos poemas concentran tal carga emocional en un espacio tan breve, pocos reflejan de manera tan concisa y contundente el universo pasional intenso y extremo de Catulo como en este dístico, el conocido poema 85:
Odio y amo. Por qué lo hago, quizás me preguntes.
No lo sé, pero siento que ocurre y sufro.
Catulo murió a los treinta años, en el año 57 a.C. según la mayoría de sus biógrafos. No se le conoció ninguna otra relación, salvo quizás una fugaz aventura con un tal Juvencio, si es que podemos interpretar así estos versos del poema 99: Mientras jugamos te he robado, Juvencio, / un besito más dulce que la dulce ambrosía… Con sus poemas enriqueció el universo pasional de las letras romanas, mientras, sin sospecharlo, sentaba las bases de lo que después se conoció como la elegía erótica latina, ayudando así a configurar un discurso y una estética propias, lo que algunos han querido llamar el ethos romano.
Catulo, loco de amor – Prodavinci